Alfonso Chase: Rolando Cubero, la imagen hechizada

La maestría de Cubero se expresa también en los objetos, que cobran vida propia en su inmovilidad y se diferencian unos de otros. Es cuando son vegetales o, exánimes objetos, que no alcanzan a hablar para contar la historia de lo que se quiere decir, pero cuyo valor supera el simbolismo tradicional que se refleja en los diferentes fragmentos de su participación, con especiales señales que muestran, también, la honda cultura simbólica del pintor.

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Alfonso Chase.

La pintura de Rolando Cubero (1957) se inscribe en la tercera etapa del desarrollo de la tendencia realista, que diera forma al nacimiento de las llamadas artes plásticas costarricenses, a finales del siglo XIX. Es la unidad en su pintura con los aportes iniciales de Enrique Echandi, Tomás Povedano o Emilio Span, siendo tan singular el trabajo de Cubero, que presupone la culminación de una propuesta pictórica que se ha impuesto en la historia, y las cronologías, por el principio rector de ser un arte realista: romántico, simbólico y con una técnica adecuada a la labor del pintor, que no es necesariamente académica, y que en su punto de escape hacia la mirada del espectador, lo convierte en un sereno estallido, si así puede llamarse, de belleza expuesta para ser contemplada y analizada, sobre todo si se refiere a la proporción del cuerpo femenino o masculino, en algunos casos.
En este sentido, Cubero deja atrás lo meramente técnico, y asume el destino de forjar historia contemporánea, si se mira su obra en el conjunto de la pintura realista que se hace por parte de los más jóvenes, la cual es complementaria y necesaria a esa visión de Rolando Cubero, que lo convierte en pionero de un realismo que, muchas veces, roza lo hiperreal, o más bien se adecúa al desarrollo de las ideas y contenidos, de un mundo que cambia sutilmente de una obra a otra, mientras deja atrás el retratismo de opción personal, o de encargo, para dar paso a la alegoría que nunca es anécdota, sino historia en desarrollo, donde lo enigmático de un cuadro al otro, de una mujer a un conjunto de símbolos, está dado por lo que se afirma, se plasma, antes que por lo que se sugiere.
La pintura de Rolando Cubero carece de dogmas, pero sí tiene un sistema de apropiación de la belleza de los protagonistas de sus cuadros, que muchas veces se dejan llevar por los títulos que les brinda su creador y que se complementan en la necesaria triple unidad de pintor, cuadro, espectador, más la datación real de las obras, desde cuando empezaba a pintar en los años 70, hasta las más recientes.

Su espacio pictórico, la sucesión de obras, salvando algunos retratos, es parte de un espacio vital, en donde la belleza armónica, algunas veces también disruptiva, nos ofrece el cuerpo femenino en su proceso de maduración en sí mismo, con elementos simbólicos no anecdóticos, ya lo dijimos, sino que también están allí para asumir una historia y para dar cuenta que quien nos mira lo hace para existir en su propia naturaleza, y es ahí donde la facultad de abrir puertas en el arte realista costarricense hace que su labor no sea estática, sino que los modelos capturados sean diferentes cada vez que aparecen en la ficción de Rolando Cubero a la manera de esas obras pictóricas narrativas que se quedan detenidas en los detalles, queriendo conversar con los espectadores.

La maestría de Cubero se expresa también en los objetos, que cobran vida propia en su inmovilidad y se diferencian unos de otros. Es cuando son vegetales o, exánimes objetos, que no alcanzan a hablar para contar la historia de lo que se quiere decir, pero cuyo valor supera el simbolismo tradicional que se refleja en los diferentes fragmentos de su participación, con especiales señales que muestran, también, la honda cultura simbólica del pintor.

Los desnudos femeninos, múltiples y variados, no muestran solo un modélico destino, sino que cada cuerpo es diferente: salvado de la uniformidad por detalles anatómicos y gestos creados para el arte como manifestación erótica, rodeados todos ellos de armonía, belleza, emocionalidad, exponen un gran arte ya clásico, moderno y de futuro, carente de inmovilidad, sino visto en un conjunto que le da una dimensión individual: Cubero en su mundo, nosotros en el nuestro y sus cuadros en la historia cíclica que él se atrevió a romper, de manera sutil, como cuando en su cuadro Laoconte, el desarrollo mismo de la propuesta pictórica adquiere dimensión épica, mitológica-contemporánea, y con lo cual fractura cualquier posible visión hermética de la pintura o, esos ángeles femeninos, que entre el escapar y el estar conservan la propuesta de ser, en los cuadros, sujetos de mirada y atracción hipnótica, interna y externa en nosotros, como sujetos admiradores de ese pintor que ya enfrenta la madurez de su obra. De su tiempo y nuestra historia.

 

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