Alonso Cunha Chavarría. Estudiante de Relaciones Internacionales UNA.
El fatigado fuego de las velas reverberaba sobre la cara sudorosa de los dos esclavos que vendaban trabajosamente los pétreos muslos del faraón. Fenuku observa detrás de ellos, callado y algo altivo, el cadáver de su hermano. El sarcófago emerge casi divino a sus espaldas y hasta parece satisfecho, se le dibuja una floja sonrisa en el rostro que apenas consigue disimular, pues sabe bien que Jumoke no dejó linaje alguno y él, por derecho, es quien reclamará su trono, dormirá en su cama, comerá en su plato. Fenuku camina en círculos, rodeando la mesa en la que trabajan los esclavos; se dirige hacia la otra mesa en donde se encuentran los canopos[1] y, unánime, posa su mano sobre uno de ellos, lo acaricia excelsamente y, poco después, lo destapa y el olor es tan fresco que incluso logra percibir vagamente el sabor en su boca. Siente en la lengua un gusto a sangre aceitosa, a sal amarga y gloria. Su esposa entra al santuario y frente aquella imagen, como de penumbrosa esfinge, las velas revelan su rostro cubierto por un velo que se hace inútil conforme avanza. Fenuku, entonces, la piensa hermosa cuanto más se acerca porque está usando el vestido ceniciento que a él tanto le gusta. Se aloja entre los brazos de su marido que bajan para abrazar su vientre. Con un gesto rotundo ordena a uno de los esclavos traerles dos copas de vino. Ambos, esposo y esposa, observan el cuerpo semidesnudo de Jumoke muerto aquella mañana, hasta que el esclavo regresa con el vino. Fenuku gira la copa sobre su mano para inspeccionarla, bebe apenas un sorbo para mojarse los labios y se vuelve hacia su mujer.
-Esta tierra es nuestra, de los tres solamente -le susurra al oído mientras acaricia su estómago con la misma delicadeza con la que acarició los vasos canopos.
Su esposa asienta levemente con la cabeza y le devuelve una tímida sonrisa. Con larguísimos tragos, se acaba la copa entera en cuestión de segundos; se voltea hacia Fenuku, lo besa en la mejilla y le dice que se irá a dormir. Ni siquiera observa al hermano de su marido mientras se marcha, como si su muerte fuese algo ajeno a ella, algo ya irremediable. Fenuku mantiene el mismo silencio, con una mezcla de duelo y satisfacción y como ceremonial, seguro de lo que le depara. En el santuario no se escucha otra cosa que la tosca respiración de los esclavos que se esfuerzan en ceñir los vendajes al cuerpo de quien una vez fuera el faraón, y el rumor de una brisa que recorre el desierto y que se cuela en escena. El oráculo y el escriba real entran y apenas observan al severo Fenuku parado al fondo -cuya sombra se extiende inmensa, formando una figura siniestra-, se acuclillan y ejercen una prolongada reverencia, a la cual Fenuku, torvo, ni siquiera presta atención.
-Señor -dice, nervioso, su oráculo-, los embalsamadores llegarán pronto para asegurarse de que todo haya sido hecho a la perfección. El sumo sacerdote, después, inspeccionará el cuerpo.
-No hará falta, Sefetu, ya me encargué de vigilar personalmente la labor de estos dos, debo decir, mis mejores esclavos, las mejores manos del reino. Por la mañana daremos sepultura a mi hermano, no quiero demoras, por lo que han de avisar lo antes posible a los demás sacerdotes. Convoquen a los soldados, monten y paseen a los camellos más fuertes, sanos y rubios, consigan los mejores aurigas y abran las bóvedas justo cuando el sol se tienda sobre las arenas. Reúnan los tesoros más convenientes, los que acompañen a Jumoke en su camino hasta Osiris, rodéenlo de sus joyas preferidas, que sus gatos y sus amantes mueran junto a él, acompañándolo. Que no exista rey que, cruzado una vez el Nilo, tenga una mejor tumba que la de mi hermano.
-Pero señor, es muy apresurado, ¿y los ritos?
-Ya habrá tiempo -repone Fenuku condescendientemente. Le da una mordida sin hambre a un dátil que luego deja caer al piso-. Ordeno que tengan cada uno de los preparativos listos para el amanecer.
-En ningún sortilegio parece bastar únicamente el sepulcro. Su hermano es… Un simple sepulcro, para él… para cualquiera… no es digno de un faraón.
-Redacta que al mediodía será la coronación, inmediatamente después de la ceremonia de Jumoke -le ordena Fenuku a su escriba mientras le muestra una sonrisa insidiosa al oráculo-. Si no tienen nada más que informarme, ruego que se retiren.
-Amo -murmura uno de los esclavos mientras el oráculo y el escriba abandonan el santuario-, hemos terminado.
Fenuku les agradece y felicita, les ofrece los dátiles que sobraban -de dudoso dulzor- que los esclavos se lanzan a devorar. Se coloca frente a la mesa que sostiene al cadáver y entonces lo examina detenidamente. Deja caer su mano sobre el fino ropaje de vendas que juzga magnífico y despide a su hermano con un beso imperfecto, inconcluso; toma el nemes azul y lo ajusta sobre su cara, que pronto nadie recordará, para acabar de cubrirla y evitar que pierda su imagen. Ordena a los esclavos que monten el cuerpo de Jumoke en el sarcófago y antes de sellarlo él mismo le coloca desdeñosamente la majestuosa máscara de oro. Fuiste un gran rey, hermano mío, piensa Fenuku, estas tierras ya no son más tuyas, quedan a cuidado de tu hermano y tu sobrino. Da un paso atrás y con un pequeño gesto ordena sellar el suntuoso sarcófago, cuyos grabados relatan la gloria que presumió el faraón en vida y que perdió con su muerte, pero la muerte -¡Y qué pena!- no alude a símbolos ni responde a sílabas.
Fenuku entró silenciosamente a la habitación, su esposa, tal y como ella le había dicho, dormía dándole la espalda a la puerta. Y si él acaso ignorara los poderosos objetos que se encontraban alrededor de la cama, solo existiría, allí, en ese instante, el silencio, como si todos los rumores del orbe se empozaran en aquel sitio. Fenuku se asoma a la ventana que da a una calle donde unas antorchas conducen al palacio real. Ríe, pero no sabe de qué, de lástima, de pena, de satisfacción, pero sabe que ríe porque siente cómo sus labios se curvan cuando recuerda que mañana será el faraón. Ahora en el dorso de su mano se posa un escarabajo que aplasta reciamente. Observa el cuerpecillo moribundo del escarabajo retorcerse y recuerda que a Jumoke, días antes de morir, se le había aparecido un escarabajo en su comida; Jumoke, después, ordenaría a sus guardias cortarles las manos y la garganta a sus cocineros. Pero su hermano era un hombre justo, igual que él, aunque ambos fueran hijos de un padre asesinado y hermanos del rencor.
Su esposa se voltea levemente, distingue la figura de Fenuku posado en la terraza y vuelve a cerrar los ojos. Fenuku sospecha que ella sueña lo que él está mirando: una calle llena de antorchas inútiles porque la luna encandece igual que un sol despiadado y tal vez jamás será mañana, día que sepulten a su hermano y que a él lo coronen. ¿Pero por qué los dioses evitarían aquello? Jumoke ya no era el mismo, y debía morir como su padre había muerto. Y aunque sabe que es de noche, porque el cielo está lleno de puntadas, una luna incandescente ilumina todo el reino como si fuese de día, y la arena, que se ve a lo lejos, se dora impetuosa. Fenuku sabe que sus futuros súbditos ignoran aquello, porque ve a una mujer caminar con su hijo y cómo sus sandalias se hunden en la arena y porque escucha al herrero martillar una punta de lanza. Nadie distingue que es de noche y él tampoco lo haría si su esposa no estuviera durmiendo, soñando con un día cuya luna abominable no permite anochecer.
Pero a estas alturas, donde la muerta y la ausencia vuelven todo ilusorio; Fenuku no sabía si odiaba o amaba a Jumoke, rehén de su sarcófago, ya que el odio y el amor son tan similares una vez se sienten, entonces no hay injuria o hazaña que los aísle. Mira nuevamente el desierto que parece decirle algo y Fenuku opta por soslayar, se le eriza la piel cuando le recorre la mente la idea de que algún día, quizá mañana, ese mismo desierto podrá devorar su reino, y su carne deje de ser carne y sea un grano de arena entre miles más. Su esposa jadea débilmente y se toma el estómago, Fenuku sabe que su hijo nacerá pronto y que debe heredarle el mejor reino posible. Camina hacia la cama, tiende la mano hacia su esposa y roza su mejilla como un gesto de amor, desciende sin aviso hacia su vientre, lo palpa con un tacto meticuloso que juguetea con las capas más finas de la piel, Fenuku, entonces, lo piensa igual a un canopo y lo acaricia de tal manera que cree estar arrullando a su primogénito. Su esposa abre los ojos y se voltea con cierto desdén, dándole la espalda desnuda a Fenuku.
-Mañana seremos reyes -le susurra al oído-, dormirás en las sábanas más suaves y beberemos el mejor vino.
No recibe respuesta. Fenuku observa un escarabajo arrastrarse al lado de su esposa. Fenuku lo aprehende con su mano y lo estruja mientras va formando un puño. El recuerdo de Jumoke le regresa involuntario. Lo recuerda recortando las melenas de toda una manada de leones para que se asemejaran a él, lo recuerda mordiendo los últimos pellejos de una costilla y finalmente lo recuerda degollando a su padre. Escucha nuevamente al herrero martillar la lanza, y el sonido del martillo y la daga sajando la garganta de su padre no son tan diferentes. Jumoke había planeado el asesinato de su padre de manera que nadie lo inculparía y su pobre madre terminaría muriendo de tristeza con los meses.
Y nada evitaría que ocuerriera de esa manera. Jumoke disfrutaría de tres breves años de reinado, hasta ese momento que Fenuku miraba el desierto encandilado por la luna. Debajo de su terraza un puñado de escribas corrían de un lado a otro cargando papiros, insospechados, haciendo crónica de la muerte del antiguo faraón. Jumoke había cultivado muchos enemigos, pero ninguno como su hermano. Fenuku miraba la copa de vino sobre la mesa y con una torpe mezcla de tristeza, alegría, arrepentimiento, elocuencia y pasividad hacía cuentas de cómo los últimos sorbos de vino de Jumoke, cándido y unánime, se los había aceptado a él. Entonces nadie creería que Fenuku, aquella misma tarde, había despedido a los guardias y se había sentado en los aposentos de Jumoke, con una sonrisa cálida, esperándolo pacientemente en el comedor, y que luego lo invitaría a sentarse junto a él con gran ánimo y le ofrecería una copa de vino que la luz del ocaso aclaraba tenuemente mientras una lanceolada piedra se clavaba en la nuca de Jumoke.
Fenuku se dirige a la mesa y toma la copa de vino y tras un gran trago se la termina. Sale a la terraza y comprueba que aquella noche que parecía día comenzaba a ennegrecerse y que todo aquello que había orquestado no sería en vano cuando amaneciera. Se acostó junto a su esposa, magnánimo, con la seguridad de que él, su esposa y por supuesto, su hijo, pasearían por el palacio en unas horas.
Ya para el amanecer, su esposa, dejando caer las manos, pararía de sostener la boca que había estado cubriendo al final de la noche y lavaría la sangre, espuma y vino que brotó de la boca de Fenuku. Se toma el estómago, manchándolo un poco, y sin asombro observa, a través de la terraza, el sol que irradia el reino que el hijo legítimo de Jumoke heredaría. Nadie creería que Fenuku había esperado a su hermano toda una hora en el comedor y que una filosa roca ensangrentada, que dejó sin padre a un niño no nacido, estará hundiéndose en alguna duna del desierto.
[1] Recipientes en los que se colocaban los órganos extraídos de un cadáver para su embalsamamiento.
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