Álvaro Salas: No hay que tenerle miedo al miedo

Álvaro Salas ChavesMédico.

El miedo es natural en el prudente.
Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594), poeta épico español autor de La Araucana.

La oficina de Campos de Trabajo de la UCR organizó una serie de visitas a las comunidades puriscaleñas más empobrecidas; recuerdo ahora Barbacoas, la Gloria y las comunidades cercanas al río Tulí. Hacía tiempo que deseaba participar en una de esas salidas al campo costarricense, sobre todo porque en esa época los estudiantes universitarios sentíamos una enorme responsabilidad y compromiso con los más necesitados del país: ellos nos financiaban la educación y nosotros teníamos las herramientas para retribuir en algo su inmenso sacrificio.

Gerardo del Valle (hoy un excelente especialista en neurología) fue uno de los fundadores de la Oficina de Campos de Trabajo, junto con otros compañeros de la Facultad de Medicina. Así, pues, él me invitó a participar en el que sería mi primer campo de trabajo. Se había programado en las comunidades del río Tulí y sería la segunda visita del año, al menos para él. Yo no sabía dónde quedaba el lugar ni cómo se llegaba a Puriscal, a pesar de que siempre podíamos verlo desde las curvas de Machochingo,   en Río Grande de Atenas, mi pueblo natal.

Así las cosas, un sábado de octubre me citaron a la Facultad de Medicina. Yo era estudiante de Premédica y no tenía idea ni de la m de medicina. Había que cargar las cajas de medicamentos, muestras médicas que Óscar Porras (nuestro inmunólogo estrella del Hospital de Niños) con paciencia franciscana clasificaba y ordenaba en nuestra pequeña oficina de la Asociación de Estudiantes de Premedicina en la Facultad. Llegó un “jeep” muy destartalado del Ministerio de Salud, con un chofer loquísimo a quien después llegaría a conocer muy bien y a apreciarlo como colaborador y motivador: siempre estaba alegre y contando chistes.

Una vez cargados todos los “chunches”, pasamos por Gerardo a su casa, porque tenía en refrigeración las vacunas y los termos para llevarlos hasta aquel remoto lugar. Partimos raudos y veloces para Puriscal. Todo era una novedad para mí, incluido el viaje mismo. Nunca había estado en esa comunidad ni conocía las mil curvas para llegar a Santiago de Puriscal. Ya en la ciudad, paramos para tomar un café y comer algo, porque no sabíamos si nos estarían esperando o no. Pero yo, siempre comeloncito, me aseguraba llevando alguillo extra, “porque nunca se sabe”, decía papá.

Era la tarde y empezó a llover estrepitosamente, como ocurría en los octubres de entonces. Los caminos eran malísimos y el “jeep” patinaba continuamente. Había unas cuestas tremendas solamente de lastre y con aquel aguacero tenían aspecto de ríos de barro a ambos lados del camino. El jeep era de lona y le faltaba la ventana trasera, lo que facilitaba que se metiera el agua por todos lados. Aunque no estaba preocupado (este ateniense era experto en malos caminos y en barro), no dejaba de pensar en la llegada con tanta caja que podría mojarse y arruinar los medicamentos. Por el chofer no me preocupaba, tampoco: era aquella la época de los choferes del Ministerio, famosos por su habilidad en el barro.

Llegamos ya de noche a un pequeño caserío y nos detuvimos frente a una vieja escuela levantada en basas, con un oscuro árbol de mango al lado y “la cerca de pobre” por todo el rededor. No paraba de llover. Noté que Gerardo solo bajó los termos con las vacunas y la papelería para la vacunación. Extrañado, le pregunté por qué no bajábamos el resto de cajas. Fue entonces cuando supe que solo yo me quedaría en la escuela y que él seguiría hasta el siguiente pueblito, varios kilómetros más arriba, donde se iniciaría la consulta médica por la mañana. Empecé a preocuparme porque -como dije- no tenía idea de medicina, y la gente estaba enterada de que habían llegado los doctorcitos (más bien, “el doctorcito”) y seguro acudirían ante cualquier situación de emergencia durante aquella fatídica noche. ¿Qué podría hacer yo en un caso así?

Nos sentamos en una banca de la escuela, alumbrados con una lámpara de canfín, Gerardo me dijo rápidamente:

-Bueno, mirá, en la mañana van a llegar las mamás con sus hijos para que los vacunés. Ellos saben que el domingo en la mañana es solo vacunas. Al mediodía llego yo para la consulta médica el resto de la tarde. Vos sabés inyectar, claro -agregó, un poco preocupado.

Efectivamente, yo sabía inyectar, pero nunca había puesto una vacuna, y se lo confesé.

–Entonces, mirá bien: de estas se ponen tres dosis (era la DPT: difteria, pertusis y tétanos) y se inyecta un refuerzo cada dos meses.

Era una caja muy bonita que venía con la dosis lista en una jeringuita de vidrio y una aguja muy fina.

–Mirá -continuó-, se pone en el bracito. Cogés el músculo deltoides entre los dedos y con toda facilidad inyectás la vacuna.

Volvió a depositarla en los termos con hielo seco que teníamos. Luego sacó los envases de la vacuna de polio: era un frasco gotero con un líquido rosado espeso.

-Se le abre la boca al bebé y se le cuentan tres gotitas –me dijo. De nuevo colocó el frasco en los termos y finalmente sacó otra cajita y me explicó:

-Esta es la del sarampión. Ve bien, que de esta es solo una dosis. No vayas a poner dos dosis, porque desatás una epidemia. ¿De acuerdo?

Yo estaba muy atarantado, porque temía quedarme solo, en una escuela que no conocía y sin luz. No había llegado nadie a recibirnos debajo de aquel torrencial aguacero. Era mi primer campo de trabajo; nunca había tratado a nadie como paciente. En fin…

Gerardo rápidamente estuvo listo para el viaje y desde el jeep me dijo:

-No te preocupés, mañana llego al mediodía. Seguro que temprano te traen algo para desayunar. La gente aquí es muy buena. Hasta mañana, pues.

Y salió rápidamente. No me dio tiempo para nada. Me quedé solo en aquella inmensa y oscura soledad. Caía aquel terrible aguacero que estremecía el techo de zinc. Ante aquel panorama de desolación, decidí extender mi saco de dormir en una banca y así permanecer hasta el otro día.

No sé a qué hora de la noche me desperté temblando, aterrado, Me enderecé en la banca como un resorte y me pregunté, en voz alta -¿Cuál era la vacuna que solo requería una dosis?- No sabía ni los nombres. Por la prisa no había apuntado nada, ni había forma de comunicarme con Gerardo. No sabía ni adónde estaba. Ya no llovía, pero sentía un frío que me helaba el espinazo. ¡Por Dios, si Gerardo dijo que podía desatar una epidemia! ¿Cuál es la vacuna de solo una dosis?

Gerardo estaba acostumbrado a trabajar con estudiantes de medicina con más experiencia, muchos de ellos con varios campos de trabajo anteriores. Posiblemente imaginó que yo era estudiante avanzado igual que los otros, y no pensó nunca que necesitaría más información sobre el tema.

Me levanté como un rayo y me fui al termos a abrir las cajas para leer el prospecto. Con un foco Eveready que no olvido, saqué una cajita para ver si me resolvía aquella angustia espantosa. Nada: no había ningún papelito o pista que me indicara cuál de todas las vacunas era la que se ponía en solo una dosis.

¡Jesús qué hacer, a quién acudir! Repasaba el diálogo completo y trataba de asociarlo a las cajas. “Esta la tomó con la mano derecha y dijo que eran tres dosis” y esta otra, diay, también la tomó con la derecha y dijo que era sólo una dosis. O sea, la última cajita fue la que dijo que requería una sola dosis. Pero ¿cuál era cuál? Estaba tan oscuro, que no recuerdo ni los colores que tenía, ni adónde la puso dentro del termos.

Y volvía a repetirme el diálogo, para ver si en algún momento podía dilucidar cuál era cuál. Resultó inútil, una y otra vez, hasta casi llegar a la locura. Imposible saberlo. Así me dormí en la madrugada, totalmente desmoralizado, en el mismo piso de la escuelita y sin saco de dormir, ni nada.

Me despertó el canto de un gallo muy cercano. Me enderecé y me di cuenta de que ya había amanecido. El sol empezaba a asomarse por las rendijas y pronto comenzarían a llegar las mamás con sus hijos pequeños para que “el doctorcito” empezara a poner las vacunas que nos había dado el Ministerio. Me dolía todo el cuerpo. La tensión era enorme y me sentía incapaz de resolver el problema.  Me decía a cada rato: -¿Causar yo una epidemia? ¡Cómo, si la idea era mejorar la salud de los más pobres y humildes del país, no perjudicarla!

Pensé que lo mejor era suspender la vacunación y esperar a Gerardo. Les daré cualquier excusa, pero jamás voy a causarles más dolor. Estaba en eso, reprochándome una y otra vez por no haber tomado nota, hasta que súbitamente se me iluminó la cara. ¡Claro, ya lo tenía!, ¡Claro, pero qué bruto soy! Ahí tenía la respuesta, tan fácil y al puro frente.

Como un resorte me abalancé sobre las cajas donde estaba la papelería de las vacunas. Rompí el papel que envolvía los carnets y saqué uno. Me temblaba todo el cuerpo: ahí tenía que estar la respuesta. Abrí el carné y efectivamente, a la izquierda estaba el espacio para poner la fecha de las tres dosis de DPT y luego, en la parte inferior, el espacio para las tres dosis de polio. En la cara frontal había solo un espacio para la vacuna de sarampión. Esa era la que exigía una sola dosis. Estaba resuelto el problema.

Me fui a la pila, me lavé la cara y salí a ver donde estaban las casas. Me topé con un chiquillo que me indicó que la mamá me estaba esperando para desayunar. Gerardo tenía todo organizado. El siempre iba a Puriscal y lo apreciaban mucho. Cogí de la mano al güila y nos fuimos victoriosos a tomar café. Al caminar daba pasos como de torero: tenía resuelta la causa de la angustia más grande de mi vida. Nada podía haberme causado más dolor que perjudicar la salud de los niños. Me imaginaba el desprestigio de la Oficina de Campos de Trabajo: con toda seguridad nos prohibirían seguir visitando las comunidades, y yo sería el culpable de todo.

Empezaron a llegar las madres con sus niños. Los que Gerardo había vacunado en la visita anterior tenían su carné. Coloqué las primeras, segundas y terceras dosis de DPT y polio según correspondía. Les hice el carné nuevo a las de primera vez y puse solo una dosis de sarampión a los que les faltaba. No hubo ningún contratiempo, todo salió muy bien. La gente se quedó sombreando bajo el mango mientras llegaba Gerardo para la consulta médica.

Efectivamente, cerca de las doce escuché el ronquido del “jeep” batiendo barro en la cuesta y rápidamente apareció Gerardo entre nosotros. Apenas llegó, me dijo:

-¿Cómo te está yendo con la vacunada?

-Muy bien –le respondí, con un gesto de dominio total de la situación-. Vieras que ya casi se me acaban las vacunas. Estoy poniendo las últimas. Y a vos, ¿cómo te fue?

-¡Ah muy bien! Llegaron todos los pacientes que había citado. Bueno, y decime: ¿te dieron desayuno?

-Claro, vieras que pinto más bueno, con tortillas y con huevito y todo. Seguro que te esperaban a vos.

–Mirá, decime una cosa: ¿dormiste mal? Tenés una cara de cansancio terrible.

-¡No, no -le aseguré-, es que ha estado duro el trabajo! ¡Vieras cuánta gente vino!

Jamás habría podido imaginar Gerardo cómo me había iniciado en el trabajo comunal.

 

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