Álvaro Salas: Venenos orientales

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Álvaro Salas ChavesMédico.

Mi forma de bromear es decir la verdad. Es la broma más divertida del mundo.
George Bernard Shaw (1856-1950), escritor irlandés y formidable humorista.

Serían, aproximadamente, las ocho de la noche, cuando recibí una llamada del Presidente. Quería que lo acompañara a Siquirres al día siguiente. Había varias obras que inaugurar: la ampliación del colegio técnico, un puente en una de las comunidades más alejadas y una cañería. Él quería viajar con amigos, para ir haciendo chistes y relajarse un poco, de la semana tan estresante que había tenido. Disfrutaba mucho chotearnos, comenzando por nosotros mismos. Me dijo que irían Juan Barrios, su experto en informática, el Ministro de Salud, y el representante de la OPS/OMS, todos amigos íntimos.

Nos pasábamos todo el año jocoteando, haciendo bromas -a veces muy pesadas-, pero la idea era pasarla bien, sobre todo ante aquella avalancha de problemas de todos los días.

Recuerdo que el Presidente una vez le dijo muy serio a Juan Barrios:

-¡Juancito, dígales a los escoltas que ya nos vamos, que se preparen!

Eso significaba fijar las rutas, alistar las radios de transmisión, las armas, los vehículos y toda la parafernalia habituales en estos casos. Juancito se volvió y le dijo:

-Mire, Presidente, no lo tome a mal, pero escoltas, lo que se dice escoltas, eran la los que tenían Kennedy, Churchill, Eisenhower. Estos suyos son unos guardas.

–Cabrón Juan, vas a ver, a ellos se lo voy a decir, para que no te acompañen a ningún lado.

Pero nadie se podía enojar.

En otra ocasión, entrando a Casa Presidencial, me encontré en la recepción con el Coronel Armando D´Ambrossio, otro miembro del “grupito”, quien  me dijo:

-Vea el teléfono que le llegó al Presidente, parece que le trajeron cinco. Idiay, pídale uno.

Era una belleza de teléfono, me parece estarlo viendo. Se trataba de un Nokia de los primeros: pequeñito, delgado y con una pantalla que era una “monada”. Sin pensarlo dos veces me fui al despacho presidencial y directamente le lancé la petición.

–Quién te dijo semejante mentira -fue la respuesta del Presidente-. No conocés al Coronel D´Ambrossio- ¡Mentiras! Mirá: yo tengo el mismo teléfono de siempre.

¡Qué pelada, pensé! Pero, por supuesto, aquella era una trampa en la que caí ingenuamente, y que sirvió para que me molestara durante los cuatro años de gobierno.

Recuerdo que esa noche llamé a Juan y le dije que fuéramos a comer donde el chino de Zapote. Era un restaurante pequeño, pero con muy buena comida. Cuando era director del Hospital Calderón Guardia, el doctor Juan Jaramillo, siempre nos llevaba a los mejores restaurantes de San José. Como buen gourmet, cuando se trataba de comida china, el de Zapote era el escogido.

Fuimos, comimos y comentamos el viaje a Siquirres del día siguiente: un viernes, para terminar la semana. La cena transcurrió sin novedades y nos despedimos en la puerta del restaurante. Nos veríamos al día siguiente en Base Dos, del Aeropuerto Juan Santamaría.

El Presidente amaba la aviación y todos los viajes los hacía en avión o en helicóptero. Como en todas las ocasiones, yo pasaría en la mañana por él a su casa. A veces tenía que despertarlo, sacarlo de la cama y hacerlo que se metiera al baño. Se acostaba muy tarde luego de haber estado en reuniones, pues hacía llamadas a diputados, ministros, embajadores, etc. Dormía muy pocas horas, y para peor, yo lo hacía levantar muy temprano, para empezar el programa del día.

Llegamos a Base Dos.  Ahí nos esperaban con un abundante desayuno (siempre con un delicioso gallo pinto, huevos, pan caliente y café). Al Presidente le encantaba comer con su personal de seguridad. Eso le permitía una cercanía muy grande con toda la gente y así canalizar peticiones, arreglar problemas, coordinar acciones, etc.

Yo había desayunado en mi casa, como siempre. Por eso, únicamente  lo acompañé en la mesa del comedor de los pilotos y guardas de nuestra Base Dos. Estando ahí sentado, percibí, por primera vez, un leve retortijón intestinal que me dejó algo intranquilo. Uno de los puntos más débiles de mi organismo es el colon. Por eso, ante cualquier signo de alarma de esa parte del cuerpo, debía poner atención. No comí ni tomé nada, para evitar el avance de cualquier “cosilla” que pudiera estar pasando.

Salimos rumbo a Siquirres, en una mañana esplendorosa, que nos permitió admirar de cerca el cráter del Volcán Irazú y el del Turrialba. Lo mejor del viaje en avión era poder disfrutar de paisajes únicos, aprovechándo la altura. Todos ellos serían imposibles de visualizar viajando por tierra. Tuvimos un excelente vuelo, sin ningún contratiempo. Llegamos puntualmente a la tibia Región Atlántica.

Con mucho entusiasmo, nos esperaban en la pista las autoridades políticas de la región, los organizadores del evento y la propia gente del Presidente, que se había adelantado desde el día anterior. El trabajo de ellos siempre era garantizar la seguridad del Presidente y la de su comitiva.

La mayor felicidad de los líderes locales, era viajar con el Presidente y exhibirse por todo el pueblo con él. Como ya conocíamos muy bien el protocolo local, nos movilizábamos en otros vehículos, para dejarles espacio y contacto directo con el Jefe.

Al subir al vehículo, tuve otro pequeño retortijón, pero un poco más intenso que el anterior. Sentí un leve escalofrío en la piel, pero por el momento no había grandes signos de alarma y yo podía seguir en el desfile que se organizó, desde la pista de aterrizaje, hasta el centro de Siquirres. Allí inauguraríamos la ampliación del colegio de educación secundaria técnica. Sin embargo, tenía que tomar algunas precauciones. Por ejemplo, en la primera pulpería que encontrara, comprar un rollo de papel higiénico, por lo menos.

Le comenté a Juan lo que me estaba sucediendo y de inmediato, como una ráfaga, se volvió y me dijo:

-¡El cabrón chino de anoche, ese cochino es el culpable!

Yo pensé: qué raro, qué reacción tan extremada la de Juan.

Dos cuadras antes de llegar al colegio, nos obligaron a bajar del vehículo. Los estudiantes habían organizado un gran recibimiento con una banda y un “cuerpo de abanderados” que nos conducirían hasta el interior del recinto. Eso significaba un lento desfile a pie, donde el Presidente, los diputados de la zona, los alcaldes y munícipes, caminarían bajo las banderas de Costa Rica. Jamás olvido a las lindas siquirreñas, vistiendo preciosos uniformes de gala, con vistosa minifalda y aquellas piernotas negras que brillaban de lozanía y juventud.  Pero nuevamente sentí el llamado del colon con gran intensidad. Me dije de inmediato: Aquí hay que dejar este desfile y salir a buscar ya un baño. ¡Ahora sí que no hay tiempo!

Pero era imposible salirse del desfile. La comunidad estaba “tirada” a la calle y no había espacio para romper la muralla humana. La gente aplaudía al Presidente y este saludaba con la mano en alto y su amplia sonrisa. Empecé a pedirle a Dios con todas mis fuerzas, que me permitiera llegar al colegio “intacto”. Seguían los saludos, los vivas, las sonrisas y aquella cantidad de banderas que formaban un enorme bosque y que no me permitían ver si ya estábamos cerca del colegio o faltaba mucho.

No obstante, rompiendo todo el protocolo, avancé y pasé adelante del Presidente. La idea era encontrar cuanto antes un baño, porque ya no podía prolongar más la situación, a menos que estuviera dispuesto a sufrir un vergonzoso accidente en mis pantalones. Entre tanta gente y con tanta bulla no se notó mucho el “desasurdo” (en Naranjo y Zarcero significaba hace gran cantidad de años, barbaridad, desaguisado).

Entré corriendo por el largo corredor. Este integraba las nuevas aulas por la derecha, con los baños y demás servicios por la izquierda. Lo hice a toda velocidad y me introduje en el primer sanitario que  encontré. Estaba nuevo, como toda esa sección, y me ofrecía las comodidades en tan terrible apuro. Sin embargo, como todo en Costa Rica, donde las cosas no las terminan bien, la puerta carecía de cerradura. Sin más miramientos procedí de inmediato a liberarme de aquella dolorosa descarga, acompañada de un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Sentía la piel de gallina. El dolor me obligaba a acurrucarme, para contenerlo. ¡Qué situación tan terrible! Y para peor, la puerta abierta. La sostenía con la mano izquierda cuando me acordaba, pero ya se escuchaba la banda muy cerca. Como pude, saqué el  teléfono celular y llamé a Juan. Le pedí que se viniera a auxiliarme de inmediato y me mantuviera cerrada la puerta por fuera, para que “la pelada” no fuera tan grande.

La mesa principal del acto de inauguración quedaba en el fondo del salón. En otras palabras, cuando el Presidente y comitiva entraran, se sentarían justamente mirando hacia el corredor y, por ende, a los servicios higiénicos. Como cabía esperar, ya Juan había informado al Presidente de mi desgracia y los chistes corrían de un extremo a otro de la mesa.

Juan apareció frente a mí y me dijo:

-Ya llegué, no se preocupe.

¡Qué alivio!  Respiré tranquilo un par de veces y continué en el menester que me tenía sumido en el más profundo dolor. De vez en cuando volvían los retortijones y otra vez dolor, pero cada vez con menor frecuencia y menor sufrimiento.

De repente escuché las notas del Himno Nacional y el fervoroso canto de los estudiantes. Entonces me dije:

-Este es el momento de salir.

Todos los participantes en el acto estaban de pie, muy serios cantando el Himno Nacional de frente a la mesa principal, de manera que no notarían no mi salida del lugar aquel.

El baño no tenía papel higiénico, de manera que el sacrificado fue el flamante pañuelo  que tan limpiecito y planchadito me había dado mi esposita en San José. Con todo sigilo, llamé a Juan para pedirle que me abriera. Lo llamé dos veces más y no me contestó. Entonces empecé a tratar de abrir la puerta, forzándola hacia fuera, pero nada. La puerta estaba cerrada completamente y no se podía abrir desde adentro. Pero yo insistía y otra vez quedamente decía:

– Juan, abrime, no puedo salir. Abrime.

Pero nada.

Como iba pasando el tiempo, cada vez llamaba a Juan en un tono más alto. La desesperación iba en aumento y nadie me abría. Ya habían cantado todos los himnos: el nacional, el regional y el del colegio, y ahora estaban en los discursos. Movía la puerta con más desesperación y haciendo cada vez más ruido. Llamé por el teléfono celular a Juan, y solo en ese momento me enteré de que había cerrado por fuera e ido a sentarse con el Presidente en el salón de actos.

Tanto era el ruido que produje, que alguien que pasaba por ahí me abrió. Salí como un miura. ¡Qué colerón con estos hijos de su madre!

En el momento de salir, vi por el ventanal de las aulas al Presidente y a Juan bien sentados ante la mesa principal, muertos de la risa por la fechoría que me habían hecho.

Yo apenas estaba recuperándome, sentado en la última fila de sillas del salón de actos del colegio, cuando noté que los escoltas se alistaban de nuevo para continuar con el programa de la visita. Me fui a buscar campo de primero para que estos traidores no me abandonaran de nuevo.

Efectivamente partimos a toda velocidad en alguna dirección que yo desconocía. Se trataba de inaugurar un puente en la comunidad donde se encuentra la finca de banano de Antonio Álvarez Desanti. De nuevo niños uniformados de la escuela, banderas de Costa Rica, y gran cantidad de público.

Algún genio inventó poner la cinta en la mitad del puente, para que el Presidente la cortara y lo diera por inaugurado. De esta manera, los que veníamos de Siquirres quedamos en la mitad Este del puente y los locales en la mitad Oeste. Estábamos ahí haciendo bulto, cuando comenzaron de nuevo los retortijones. Sin esperar más, me salté la cinta, el protocolo, al Presidente y salí corriendo hacia una pequeña casa que quedaba encaramada en una lomita. Desde allí se ubicaban algunos miembros de la comunidad para observar mejor la ceremonia.

Pasé disparado entre la gente y me dirigí hacia la parte de atrás de la casita, adónde me imaginaba que estaría el servicio sanitario. Un niño de los que estaban en la lomita me siguió muy extrañado, al ver cómo me metía en su casa, sin pedir permiso. Entré de inmediato al “cajoncito con techo”, y de nuevo experimenté el intenso dolor, sentí la piel de gallina, y viví por segunda vez toda esa tragedia. Me quedé engatillado, o sea doblado sobre mí mismo, para soportar aquellos dolores. La sudoración fría me corría por todas partes. Respiraba muy suavemente para contener el dolor. Me quedé quietecito, mientras el sufrimiento iba pasando, y poco a poco, fui sintiéndome aliviado.

Cuando noté que ya estaba en condiciones de salir, me enderecé para jalar el agua y descubrí, para mi mala suerte, que no había líquido alguno. El tanque se encontraba vacío. Me enderecé y me arreglé lo mejor que pude. Salí a buscar agua en una pila cercana donde lavaban ropa. Caía apenas un chorrillo, y así fui llenado lentamente el tanque. Hice como diez viajes en mi intento. Cuando noté que la cantidad conseguida era suficiente para lograr la desaparición del “cuerpo del delito”, jalé el agua y el milagro se produjo.

¡Ah, qué alivio! Me sentía mucho mejor, pero con una gran debilidad. Habrían pasado unos treinta o cuarenta y cinco minutos, tal vez. Me dirigí hacia la loma adonde se encontraba la gente observando el acto y noté que no había nadie. Entonces caminé hacia el borde de la lomita en donde se hallaba la casa y observé que ya no quedaba nadie, ni en la mitad Este ni en la Oeste del puente. Ya no estaban los niños de la escuela, ni las banderas. No había nada de nada. Se habían ido todos como en una estampida. Era como estar en un desierto, pero en medio de un bananal. Aquellos hijos de puta me habían dejado otra vez botado. En ese momento, estarían riéndose a mandíbula tendida de mí. Llamé por teléfono varias veces y nadie me contestó. No me quedó más que esperar a ver quién pasaba por este paraje solitario del Atlántico costarricense.

Ahí entendí el significado del poder de convocatoria que tiene el Presidente. Los demás no importan

 

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