Arabella Salaverry, Escritora, actriz y gestora cultural.
Adiva
(o sobre un apetito insaciable)
No, no un insecto. Ni más ni menos una persona… Solo eso, una persona. Y no tenía idea de que esas cosas podían suceder. Nadie le había contado. Si no lo hubiera experimentado por sí misma, jamás lo habría creído. Había escuchado historias de situaciones extremas, como la de esas personas que se cortan una pierna o un brazo, la mano o los dedos porque no los soportan. O esas otras que necesitan hacerse tajos pequeñitos en el cuerpo para liberarse de la carga de una sangre que intenta salirse de su cauce. Pero lo que le estaba sucediendo era insólito, inesperado. Nunca había oído hablar de algo semejante.
Comenzó un día cualquiera. Se despertó sobresaltada, después del leve mordisco que sintió en su estómago. Serán gases. O me cayó mal la mariscada. La noche anterior había comido en exceso, el plato de frutos del mar pasados por vino blanco con mucho, mucho ajo y mantequilla. Tal vez había sido demasiado. Se deleitó con los camarones, me encantan los camarones, con las patitas de cangrejo, las conchas bivalvas que se abrían para dejar expuesta su leve carnosidad, los trocitos firmes de pescado (tal vez dorado, congrio, o algún otro desconocido) todo aquello pasado por mantequilla con ajo, luego el vino blanco, un poco de tomillo, o mejor bastante, hasta que los aromas y los sabores se mezclaran, eso sería… Sintió el picotazo en el estómago, se decidió por un poco de bicarbonato.
A media mañana, ya no un picotazo, sino una especie de pellizco en su esófago. ¡Qué raro! Me preocupa pero no tanto… siempre poniendo excusas para no ir al médico, odio a los médicos y su arsenal de medicinas que te enferman de algo adicional, que te obligan a esclavizarte para siempre, a estar atada de por vida a una pildorita verde, otra anaranjada, y quiera dios que no seás daltónica y confundás los colores, porque además serán para toda la vida.
El pellizco se resolvió con un rato tendida en la cama, total, no es para tanto, ahorita se pasa y una siesta en la mañana no cae mal. Almorzó poco, pues con el dolorcillo pegado francamente no tengo hambre y mejor, es mejor para la silueta, un poco de ayuno siempre limpia y después está uno con más energía. Tomó unos sorbos del refresco de sandía, rojo y frío, pero no sé, es como si no tuviera cauce, como si se derramara por dentro hacia sitios inapropiados, mejor nada más, no me vaya a caer mal, es que está muy frío. Dejó el vaso y sintió una marea roja, roja y fría, que se expandía por su torso, inundándolo.
A la tarde no fue un pellizco, sino una serie de picotazos que subían desde el estómago, como si algo o alguien se empeñara en rasgar músculos lisos, tejido parenquimatoso, la esponjosa dimensión de los pulmones, la carne firme del corazón, una, otra vez, sin cesar, mordiendo, destrozando, tironeando. Ya no se puede levantar de la cama. Un vacío absoluto la fue llenando por dentro. Se pensó una cáscara vacía, solo piel, y la sensación que se- guía hacia arriba, imparable, dolorosa.
Esa noche trató de dormir pero la siesta matutina había alejado el sueño. Trabajosamente se acercó a la ventana, casi a rastras, pues se sentía inconsistente, pero no pudo asomarse al exterior. Oyó un pájaro nocturno cantando afanoso. No alcanzó a verlo. Se lo imaginó rojo, negro, como esos cardenales que de vez en cuando la visitaban. Bajó las persianas, tratando de crear una atmósfera apropiada, poder dormir, pero el estruendo del pájaro no cesaba, más bien iba en un crescendo ensordecedor. Se arrastró hasta la cama, allí estaría protegida. Su cuerpo era un vestido de gala sin maniquí por dentro. Había perdido su dimensión. No tenía estructura. Era algo blando que se desparramaba sin consistencia en la cama.
Cerró los ojos fuertemente. El estruendo no lo producían los pájaros. Era esa fuerza que se desataba dentro de ella, engullendo lo que encontraba a su paso. Y esa fuerza era ella. Solo ella. Ahora, minuciosamente mordisqueaba la cavidad de su boca, y se saboreaba con delicadeza.
Supo entonces que estaba destinada a desaparecer. Ella, ella misma, Adiva, sería comensal y comida.
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