Arabella Salaverry, Escritora, actriz y gestora cultural.
No recordaba el día exacto en que Miss Hoover apareció en su vida. O ella en la de Miss Hoover. Cuarenta o cincuenta años. ¿Inglesa o norteamericana? Cuerpo maternal, ojos poblados de risas, uniforme oloroso a plancha, regueros de felicidad. Miss Hoover, la matrona del hospital, la jefa de enfermeras.
Ocho años y una bicicleta verde. Piel morena, muchos huesos y pocas carnes. Un flequillo mal recortado que le cubría media frente. Le faltaban dos dientes y también le faltaba afecto. Ana tenía, sí, dos vestidos de domingo y una inmensa soledad.
El hospital y la casa de Miss Hoover en la Zona, el ghetto construido en Puerto Limón por la Compañía Bananera. Una isla domesticada en medio de la furia verde. Por un lado, la carretera separada por setos vivos de hibiscos pintados con el rojo esplendor de sus flores, tan frágiles que se marchitan con el peso de una mirada. Del otro lado, el mar cortado de la tierra firme por una lengua rocosa con almendros y árboles de magnolia y su aroma presentido a distancia.
Diseminadas aquí y allá las casas. Jardines en donde reinaban árboles de mango, copas de verde profundo, casi noche, racimos de frutas, troncos con diámetros gigantes, corteza rugosa y antigua. Crotos de hojas rizadas, enormes hojas verdes con ribetes blancos, hojas intensas de amarillo incendio. Esas únicas casas neocoloniales, techos a cuatro aguas, pirámides verdes para desafiar al sol. Sus paredes pintadas de amarillo pálido y cubiertas con finísimas capas de arena y concha molida reflejan la luz transformándolas en resplandores que flotan en el verde del trópico. Casas sobre pilotes de cemento navegando en la neblina del mar; casas de corredores, de habitaciones con techos desmedidos y abanicos acechantes, de ventanas abiertas a la brisa marina. Casas para vivir y soñar. Y allí Miss Hoover.
La cita de los sábados, infaltable. Los sábados buscaba un vestido de domingo, de preferencia el blanco para no desentonar en el entorno blanco de la casa de Miss Hoover; se subía a la bicicleta y hacía el largo camino hasta la Zona, sin perder de vista el mar duramente contenido por el malecón hecho a cincel en la roca y que cuando se desenfrenaba el viento era incompetente para detener su furia.
Al llegar Ana se identificaba con el guarda. Mr. Thompson, piel chocolate, ojos amables y sonrisa dispuesta. Ana ya casi corazón desbocado. Un poco por el cansancio del pedaleo y otro por la excitación del encuentro. Continuaba hasta la casa de su amiga.
Llamaba muy pero muy suavemente a la puerta. Y entonces Miss Hoover sonrisa de cuerpo entero abría la puerta. Su casa es ella. Sin el tono monocorde de las otras casas de la Zona. Es única. De las paredes cuelgan tapices del norte de África. Tapices con el color y la luz de impensados paisajes, nuevos para Ana. Máscaras rituales de quién sabe qué culturas. Candelabros, jarrones de cobre, figuras lejanas. A un costado de la habitación, el gran sillón cubierto con una tela blanca las abrazaba. Tan acogedor como la anfitriona.
Desde el silencio continuaba el rito. Miss Hoover trae una bandeja de madera oscura, un vaso de vidrio, cubos de hielo, un envase metálico al lado llorando sus gotas, el fondo blanco y los ocho vegetales sobre ese fondo. Ana recordaría con precisión el tomate, el apio y su penacho de hojas verdes, las zanahorias, la remolacha. Jugo de ocho vegetales. Su sabor ácido y salado era perturbador. Sin embargo, como un pequeño tropezón en el camino hacia la maravilla lo superaba. Agradecía la gentileza, lo servía rápidamente en el vaso y más rápidamente aún se lo tragaba. Y Miss Hoover. Dispuesta cada sábado a nutrirla. Tal vez por deformación profesional o porque los huesos de la niña la conmovían.
Miss Hoover solo habla inglés. Ana algo de mekaytelyu. No ha querido ir a la escuela dominical. Le da vergüenza. La molestan porque ella no es tan negra como los otros niños, le dicen paña girl y no le gusta. Desde que conoce a Miss Hoover se arrepiente. Le hubiera encantado entender aún más lo que dice. Igual conversan, no se dan respiro, viajes por lugares remotos, sueños sobre nuevos países, gentes, olores, presencias. ¿Aquí? Sí, bonito. Here, yes. Grande, y el gesto acompaña la palabra. Big, muy big. ¡Uyyy! ¡Susto! Scary, yes. My God! Conversación hilvanada por un álbum de fotografías. La magia desde sus tapas de cuero oscuro, brillante, repujado en filigranas. Flores desdobladas en cadenas sin fin. Hojas mecidas por vientos del desierto, cintas y encajes casi transparentes. Yo, allí. ¡Bello! Prity! Sí, yes. Su tacto, impensado. Su superficie lustrosa. Sus leves rugosidades, antesala de lo que sigue. Abre la tapa. Historias de viajes, personas, lugares, comidas. Gracioso! Ja, ja, ja… so funny Miss Hoover sobre un camello. Miss Hoover en una mezquita. Miss Hoover en cuclillas comiendo con los dedos…
El viaje continuaba. De la habitación contigua aparecían unas babuchas blancas, un albornoz blanco, extensos mantos también blancos. Ana en ceremonia se los pone mientras al galope se traslada a todos los sitios atisbados en las fotografías lavadas por el tiempo y la sal del trópico. Entonces es ella la que trota sobre las dunas del desierto. La que posa en el dintel de un bazar marroquí, la que se deslumbra por el resplandor de las ciudades del Magreb.
Viajes y aventuras. Miss Hoover abría a la muchachita las puertas de la libertad. Le señalaba destinos ilimitados, dibujaba un mundo otro que podría muy bien llegar a ser el de Ana. Después el atardecer apresurado del trópico ya acercándolas a la noche, Ana se despedía de Miss Hoover esperando un nuevo sábado, esperando poder vivir y transitar por el sueño, domesticarlo, y algún día hacerlo realidad.
Hasta ese sábado frío, de tarde mojada, sábado de tormenta con golondrinas muertas cuando Ana escapó de su casa porque al fin era sábado y porque Miss Hoover la esperaba. Pedaleó fuertemente, un poco para huir de la lluvia, un poco para calentarse.
El mar se batía. Masa gris a su derecha, cortina furiosa que golpeaba contra la calle. Ana aferrada a la bicicleta, casi asustada, casi llorando. Fue un viaje largo, fue también un viaje breve. La caseta del guarda. Detuvo la bicicleta y trató de acomodarse el impermeable para detener los chorros que se le escurrían sobre el cuerpecito flaco. El aguacero, casi maligno, como suelen ser los del trópico. Nubarrones sobre el mar, relámpagos apagando cualquier otro sonido. Con gestos la llamó el guarda. Le extrañó que la detuviera. Sobre todo en una tarde como aquella. Recostó su bicicleta verde en la pared de la case- ta. El agua que bajaba por las hendiduras del zinc la inundó. Empapada, Ana se acercó a la ventana. Miss Hoover is not here, girl. Pero le dejó de mensaje su cari- ño. But she guievy this for yu. Y el guarda le entrega un paquete envuelto en un papel gris y una cinta azul.
Ana regresó al pueblo. Ya sin fuerzas. Un ahogo se le recostaba en el pecho. El mundo era un lugar extenso y no era justo perder amigos. Se enfrentó a la escalera de su casa que subía a la soledad. Entró a su cuarto. No había cerrado la ventana y el agua descansaba sobre la cama. La colcha amarilla un desastre. No le importó. Igual estaba mojada… su vestido blanco, el de la primera comunión ya transformado, pesaba con el agua. No supo más del reloj. El paquete gris con la cinta azul en su regazo. Ana se acurrucó en un rincón de la cama con su regalo apretado contra el pecho, llenándose de lágrimas, aspirando el olor que identificaba como el de Miss Hoover, acariciando su paquete, dispuesta a abrirlo pero temerosa de hacerlo, y traspasada de llanto cerró los ojos hasta que el sueño se apretujó con ella.
A la mañana siguiente el aire limpio y la luz que se mete por los rincones. Ana sintió que la tristeza pasaba de largo. Comenzó su aprendizaje. Allí el paquete gris. El dolor no era de ella. Era tanto que no podría ser de ella pues no lo soportaría. Era ajeno. Lo abrió despacio. Un álbum de fotografías con tapas de cuero repujado en delicados diseños similares a los de otro que ya había abierto cada sábado. Pero este estaba vacío. Esperaba por ella. Solo por Ana. Las lágrimas se habían secado. El dolor no era de ella. Era de la niña que estaba y estaría siempre a su lado.
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