Arabella Salaverry: Aura (o sobre historias de familia), de “Impúdicas”
De: Impúdicas (o de cuentos que se callan)
Arabella Salaverry, Escritora, actriz y gestora cultural.
Aura
(o sobre historias de familia)
Olor a helecho húmedo, a guarias en su base de tierra y árbol podrido, a musgos antiguos, a ausencia de sol y de aire. Olor a corredores oscuros, a casa añosa. Y rondándonos, siempre rondándonos, el tiempo ausente en que el paso de baile se marcaba con polvo de estrellas.
El tiempo, ¡ah, el tiempo!, una presencia constante en nuestras vidas. Nos acosaba inquieto. A veces se adormecía dulcemente y era inofensivo, pero otras se alargaba, se alargaba sin término, se volvía una amenaza para nuestro precario equilibrio. Nos hacía jugarretas, sin permitir- nos permanecer en un único momento. Entonces tal vez para distraerlo, Roberto y yo inventábamos nuevos pasos para los antiguos minués y veíamos asomándose por los rincones los ojos de los muertos que nos habitaban y que habitaban la casa. En esos momentos, era yo totalmente feliz.
De todos esos fantasmas amaba especialmente a la abuela. Se había ido dibujando en el claroscuro de las conversaciones que atravesaban las ventanas y me llegaban desde el fondo de las mecedoras, tamizadas por el zumbido del ventilador. Amaba su deseo infantil, a pesar de sus doce hijos, de estar a la última moda. Amaba su carne blanca y suavemente mantecosa, sus brazos redondos y la serpiente de plata enroscada en uno de ellos. Amaba sus cabellos rojos recogidos por una banda, sus vestidos de cuentecillas brillantes, sus ojos profusamente delineados en negro, Mata Hari anclada en el calor del trópico. Pero sobre todo amaba su osadía al abandonar el hogar llevando sus escasas posesiones en el cofre de cedro, para marcharse con Raúl, cuyos hijos eran casi mayores que ella, la osadía de afincarse primero en Bocas del Toro, final de mundo más allá del final, y luego en Puerto Limón.
La observa paseándose en su automóvil por las calles que hierven de sol en aquel extraño puerto que es más bien isla a duras penas conquistada en la espesura del trópico, perseguida por los ojos de los caballeros vestidos con sus trajes perfectos de hilo blanco, chaleco y sombrero de pita. La miran sin tregua, mientras se abanican y miran como mirarían lo inaccesible.
La miran convencidos de que no la llevan a la cama porque no quieren, porque los contiene la lealtad al compañero de negocios ya viejo. Y Aura se pasea en su coche sin tocar bocina a las bestias y sin sobrepasar los quince kilómetros por hora en carretera –así́ lo consigna su licencia– (llegar hasta Portete y devolverse) y los diez en zona poblada (ocho cuadras pavimentadas), mientras levanta los pechos y un chorrillo de sudor le recorre la espalda, le baja desde la ingle hasta el tobillo y su cerebro reniega por un instante del noveno hijo que le redondea el vientre.
¿Cómo no amarla? ¿Cómo no darle mi tiempo para que intentase vivir lo que no pudo? Pero Roberto no comprendía. No podía comprender que no era yo, la escasa de libras y piel pintada por el calor la que tenía necesidad de reponer el tiempo, de quedarse más ante el espejo contemplando sus ojos grandes, enormes, mientras inventaba extrañas sombras y matices con el carboncillo para jugar a ser lo que quisiera; no era yo sino ella, Aura –la abuela–, a quien el llanto de un niño obligó siempre a detener el trazo.
Agotada por el calor, agotada por el último embarazo decide, –olvidándose de los niños, de la escuela, el catecismo y los amigos–, retirarse a la finca de San Carlos, donde llega después de cuatro o cinco días a caballo, chapoteando en el barro, con los ojos hinchados y la piel blanca convertida en roncha roja, una carga de flores, niños y helechos que ahora inundan los patios de la casa. Acompañada de aquel sobresalto verde, como si la pequeñísima porción de trópico que ella puede dominar le sirviese de protección.
Él no quería comprenderlo. Al principio me observaba con extrañeza. Puse mi empeño en explicárselo. No era yo la que escapaba. No. Todo se reducía a los sencillos términos de un préstamo. Y éramos mi abuela y yo una sola, sin tiempo ni espacio. Se desesperó. Quiso con- jurar a la abuela. Suplicarle que ella o yo estuviéramos siempre a su lado. Pero para Aura el tiempo perdido era mucho y ponía especial empeño en recuperarlo.
Aura –la abuela– y yo, teníamos algo parecido a un pacto, y ese pacto nos permitía mantener el equilibrio. Hasta ese día en que comenzó a no tomarme más en cuenta. Me arrastró a sitios innombrables de los cuales mejor no guardar memoria. Cantinas oscuras, borrachos trasnochados, prostitutas sin empleo que la miraban con extrañeza, molestas por la inusitada competencia. De regreso a casa, me abandonaba en el momento de la explicación. Yo lloraba, purificándome, y Roberto miraba, con su cara cubierta por mi ausencia, mientras que la abuela, con una deliciosa y un tanto maligna sonrisa, también miraba.
Fue inútil todo esfuerzo por traerla a la razón. Adoraba bailar. Desde lánguidos tangos hasta ardientes charlestones. Gastaba horas bailando hasta agotarme. Al principio se conformaba con mover el cuerpo en soledad, pero luego sintió necesidad de presencia masculina, y la casa aquella con su olor a tiempo ido se vio invadida por muchachos, por señores, por hombres de todo tipo y condición.
Poco a poco, casi sin percatarme, yo me desvanecía. Había olvidado mis gustos y preferencias. El amor por Roberto, lejano. No me apetecían más sus manos, ni su presencia en la mía. Me miraba al espejo y encontraba una sonrisa ajena. Ni mi aspecto ni mis deseos eran los míos. Usé su pulsera, la serpiente de plata que no terminaba de sentirse a gusto en mi brazo, tal vez añorando las apretadas carnes del brazo de Aura. Levanté mis cabellos y los sostuve con una banda de seda que casi me rozaba la frente. Abrí los antiguos baúles para dejar en libertad abalorios, rasos y chiffones desleídos por el tiempo. Pero nada me tranquilizaba. Sentía el corazón en un sobresalto continuo, buscando puertas y ventanas abiertas para mirar hacia ángulos donde no encontrara murallas ni fronteras. Esto porque Aura añoraba sus constantes cambios de domicilio con los que pretendía adormecer la nostalgia por el barrio de la infancia, El barrio Amón de principios de siglo, el barrio de la gente decente, que le estaba vedado por su impudicia.
Al más leve indicio de aburrimiento, las plantas transportadas hasta el ferrocarril, junto a las jaulas donde se reúnen todos los colores en un par de alas, los sirvientes que velan por todo y por todos, los baúles, los canastos repletos de legumbres, y por último, los niños. La mayor, la más amada, con su deseo de hacer música por lo que cada quince días cambia de instrumento y tal vez en esta ocasión es un piano. El calor del puerto se olvida en la meseta, el corazón se aquieta por un rato en la casona sin la luz del trópico, toda silencios agazapados y visillos de encaje corridos hasta que no se soporte más y se decida ir a otro sitio.
Así. Llevada por el impulso de Aura, –la abuela–, recorrí el pequeño país de extremo a extremo, sola, con el corazón en la boca y la prisa por aire nuevo, los vestidos de seda perdidos en remedos de hotel, en pensiones ajadas, los zapatos de charol hundiéndose en el polvo, entrando en las cantinas, buscando al más hermoso e invitándolo a bailar – las miradas extrañas contemplándome– hasta que el cura del pueblo de turno lloraba de indignación en el púlpito y las miradas comenzaban a arañar. Entonces partía.
Después de uno o dos meses regresaba al olor antiguo de la casa, ojerosa y más flaca que antes. Roberto callaba en un silencio repleto de cuchillos. Lo encontraba también agotado por las noches de insomnio en las que el sonido de las vigas se confundía con el suave paso de mi regreso. Entonces mis senos perdidos en sus manos encontraban por un tiempo la calma, no escuchaba más los reproches no pronunciados y recobraba el calor en su abrazo largo, sus piernas enredadas en las mías, la tibieza de su cuerpo conteniéndome.
Perdía mi identidad. Desvanecida en el recuerdo de una sombra. Estaba asustada. Traté de dialogar con Aura. De llegar a un acuerdo definitivo. Eran treinta y seis años vividos a su antojo. Me agotaban los olores ajenos, me agotaba que él no me reconociera, me agotaba verlo inventándome para intentar recuperarme.
¡Eran tantas las batallas sin ninguna victoria! La abuela, mi más querido fantasma, debía decidirse a morir.
¡Pero su vida fue tan corta, tan prontamente detenida siendo tan joven, casi tan niña!
Una fiesta. Lo mejor del puerto a la orilla del río. Las palmas reales se disparan al cielo y los macizos de ginger con sus enormes hojas de un verde inconcebible, sus flores furiosas salpicando de rojo el verde desbocado de la vegetación que al menor descuido se desborda. Las mesas cubiertas con manteles de lino, el aire tibio que llega desde el mar mece el ambiente. Una larga hilera de negros pulcros en sus trajes blancos sirve de mil formas distintas el pescado. Mientras los músicos desde una tarima ponen su esfuerzo en tocar sus instrumentos, el capitán holandés del barco que había atracado ayer se deja estar mirando atenta- mente las piernas de Aura y su cabello rojo, percibiendo el olor agridulce que despide. Ella no se siente bien. Un dolor impreciso la recorre, pero no la derrota. Ese día lo más importante es la fiesta, el atardecer en el río y la luna dispuesta a iluminar en cualquier momento. Permanece. Disimulando los dolores coquetea inocente con el capitán, quien acaricia al pasar su nuca. El pescado sigue llenando con el aroma del curry los espacios que deja el olor de la selva. Raúl se abanica despacio, desde su mecedora, silencioso, observándola, sin perderla de vista ni un segundo, consciente de su dolor, siguiendo el proceso, siempre al acecho hasta verla retorcerse, palidecer, convulsionada, él sin mover un músculo, sintiendo el dolor de ella como suyo, terrible, ajeno y presente, más que nunca presente, dispuesto a dejársela a la muerte. Después, saliendo del trance, con toda calma ordena que preparen el coche. Despacio, como si en la calma estuviera la salvación, la conduce al hospital mientras la fiesta culmina en una lluvia de fuegos artificiales que encienden el aire con colores insólitos y que el río, espejo incansable, refleja. Los fuegos de su cuerpo detenidos. A la mitad del camino, parar el auto, desnudarla lentamente, acariciarla, tomarla por última vez abriéndola, sintiendo su carne igual que una guanábana madura, su sabor, la sangre que salta de su boca, la leche de sus pechos, seguir al hospital, dejarla en manos de los médicos y sentarse inmóvil a esperar que le anuncien su muerte…
Y yo, desgastada por los recuerdos, por la distancia de su amor, dada por entero a ella, incapaz de mantener- me ajena a su necesidad de vida, mientras los días iban pasando per manecía inmóvil en el de seo de que Roberto no desapareciese, que no desaparecieran sus manos, únicas para rescatarme de la otra identidad, la identidad oscura de la abuela.
Ese día, último del año, nos fuimos a la costa. Hacía mucho que no teníamos tanto tiempo para nosotros. Tiempo para jugar a los inventos. O a las escondidas. El tiempo, ¡ah, el tiempo! Decidimos acercarnos al río, donde año tras año, desde quién sabe cuándo, se celebran las más hermosas fiestas que el pequeño puerto puede ofrecer. Había llovido torrencialmente durante todo el día y el viento de tormenta sembraba el aire de olores arrastrados desde los últimos rincones de la selva. Pero ahora la noche era clara y brillante, la música llenaba el aire y la gente se posaba en la cresta de la ola. Nos paseamos lentamente tomados de la mano, reconociéndonos en la identificación del tacto. Yo me aferraba para no escapar. Así que no fui yo. Fue la abuela quien decidió despojarse lentamente de su ropa, dejando que las miradas la ayudaran a despertar su cuerpo tanto tiempo dormido. De pronto me sentí desnuda, casi bella fea desnuda a los ojos de otras mujeres, de otros hombres y ellos pendientes de mi cuerpo flaco que distaba mucho del hermoso y grande de la abuela. La noche se paralizó un instante. Quise cubrirme con el río, los movimientos también detenidos, la música que ya no se oyó más. Se cortó el silencio con el ruido de mi cuerpo al caer al agua. Por un momento los invitados prestaron atención. Solo por un momento. Después regresaron a sus copas, a las conversaciones suspendidas, a sus compañías habituales. Entonces sentí su mano, garra ya, hundiéndome en el fondo, hundiéndome en el barro. Quise explicarle, decirle que no era yo, que era la abuela, hablarle suavemente de mi amor, de él como lo necesario, pero la respuesta era su mano, garra ahora matando el aire, negándome la aceptación con la que me había ayudado durante esos meses a sobrevivir, las últimas burbujas ascendiendo, manteniéndose un instante antes de perderse en una agitación leve del agua mientras mis pulmones explotaban, y sentía en el barro del fondo un olor a guarias, a madera podrida, a corredores oscuros, mientras mi cuerpo se aflojaba, descansaba en la corriente y me llegaba, después de atravesar paredes interminables, laberintos de sombra, su voz, la voz de Roberto:
“La abuela ha muerto”.
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