Arabella Salaverry, Escritora, actriz y gestora cultural.
El olvido se ha encargado de ir borrando lo que estorba, lo que no se acomoda en su sitio con facilidad, mejor, lo que no tiene sitio. El olvido cose heridas, lava pústulas, desvanece cicatrices. Solo esa premisa puede salvarla. El cerco frente a ella, nadie la ayuda a derribarlo, o tal vez, tal vez, la vida a veces ofrece compensaciones.
Se mira desde afuera pero se enreda cada vez más en la memoria. Trata de borrar lo pasado, pero se lía en esas estancias de laberinto, entre la intermitencia de los recuerdos que aparecen y desaparecen, y su capacidad innata para la sobrevivencia. Sobrevivir gracias al olvido. Porque en su capacidad de olvido está la posibilidad de sobrevivir.
El tiempo pasa en ese país sombrío que no es el de ella. Se ahoga en calles que no son las suyas, como si cada tarde alguien asesinara a un niño ciego, o como si el cielo se oscureciera con golondrinas muertas. Mira alrededor y mira el vacío. Busca el mar y no lo encuentra. Busca amigos, no los hay. Un mundo ajeno, en el cual da manotazos de ahogado pero termina sucumbiendo.
En ese mundo distinto, al que llegó empujada por su destino de tortura y de miedo, empujada por el dolor que se cobija sordo cuando tu país se transforma en un manto helado en donde el temor es el amo, y donde cualquier paso en falso puede significar la muerte, Azucena se mantiene latente. No está viva. Sabe que el pasado está en el pasado, –su universidad, los compañeros, las huelgas y las manifestaciones– pero salta en los momentos menos oportunos y produce un temblor, una agonía que no se agotan. Existe un país de picana y de cepo, un país de manos que ensucian, cortan la piel con cuchillo y con aliento, donde sus nichos sagrados fueron invadidos, donde sus senos jóvenes fueron palpados una, otra vez, unas manos, otras, dolor, ratas inmundas recorriendo su cuerpo, cólera, dolor aún después del dolor, sus rincones manchados, más dolor, un país del cual ella trabajosamente pudo huir, y el que tampoco quiere recordar. Un país que fue el suyo y que ahora se ha transformado en un recuerdo turbio. Le ha tomado mucho, mucho olvidar. Y a pesar del tiempo a veces cree que no lo ha logrado.
Una noche cualquiera, de frío y neblina, va con algunos de sus conocidos a una conferencia. No entiende mucho de posmodernidad, la aburren los intelectuales, las personas que opinan, las conversaciones sobre temas ajenos al mundo que se desborda en las calles, la aburren pero la distraen. Cada vez se aleja más de las otras presen- cias, cada vez disfraza un poco más su limbo desolado. Ya no más los compañeros de la facultad, las discusiones ideológicas, Si Mao o Lenin, si la vía pacífica o la revolución armada, si socialismo o comunismo… ahora personas que intentan acercarse con diálogos inútiles, cara de circunstancias, sí, ¿Matemáticas? No es común… ¡y tan joven! Pero también Física, ajá, todo es relativo, ¿o no? sí… Azucena consumida entre palabras, consumida y ahogándose entre personas que la miran, muchas veces traspasándola. O bien con esa mirada de lástima, que hiere aún más que la mirada que traspasa… ¿torturada? ¿de veras? Y ¿Qué habrá hecho? ¿Será de cuidado?… dicen que les hacen cosas horribles, innombrables… sí, las violan, y ni mencionar las torturas… pero ellas mismas se lo buscan… mejor mantener la distancia, no vaya a ser que comprometa… Y de pronto una mirada distinta. Además de la mirada, Chiara sonrisa abierta, desplegada Azucena llegando hasta esa sonrisa, puerto seguro, amable, por fin a salvo, la sonrisa de Chiara.
Chiara, extranjera, igual que ella, no hay tantos extranjeros en la ciudad. Y menos no tan interesados en la posmodernidad… Desde ese día amigas, tan amigas como para reírse juntas del mundo. Azucena sola. Azucena es para Chiara descanso a las formalidades del trabajo, y Chiara para Azucena compañía para aliviar el destierro. Amigas de tardes conversadas, –mejor de política no, no nos comprometamos con diálogos sin futuro–, de cineclub frecuente, –igual podríamos tener discrepancias–, de bar al atardecer con un piano cerca, –Latinoamérica no es fácil de entender–, un mojito ocasional, el perfume de la yerbabuena, Simone de Beauvoir, por qué no, es que no es fácil ser mujer, esa construcción de la sociedad; o el cine con su olor a humedad y sus paredes manchadas, repleto de cuerpos extraños, escampando del aguacero interminable, El ladrón de bicicletas, la maravilla del neo- rrealismo, pero Bergman no, me deprime, en el frío de una tarde de invierno y el sonido del proyector que a ratos se traba, mejor un café, salir tomadas de la mano mientras los otros espectadores callan sus risas contenidas, ir hacia el atardecer cuando ya casi asoma la luna y no decidirse entre una medialuna o una arepa…
Un viaje a la playa, tal vez Aruba, o alguna otra isla del Caribe, el mar siempre alivia… Y por qué no, si no hay apuro por nada, si los días son una sucesión de fragmentos descompuestos que deben ser enterrados en la fría capa del olvido… Y bueno, ¿por qué no? La propuesta de Chiara la tienta. Playas de blanco y el mar allí, a la espera, meciéndose, azul, el mar es medicina infalible, acomoda las cosas, las pone en perspectiva, mirar folletos, imaginar el viaje, tanto azul, tanto verde, tanto mar por todo lado, la distancia que cualquier avión muerde en un instante ¿por qué no?
Azucena y Chiara. El hotel. Un sol vertical. El cuarto del hotel vibrando en el mar sobre pilotes y el sonido de las olas al chocar contra esos pilotes meciendo los sentidos. Chiara se acerca a Azucena. Es tanta la ternura que Azucena se deja llevar, mecida también por el monótono rumor del mar. La mano inquieta de Chiara, el silencio supliendo palabras, en su caricia que no se detiene, desde el pelo, su cara, una mano dulce en contraposición con la que habita en su memoria, –la mano rugosa que la tomó por el cuello–, la mano de Chiara bajando dulce por el hombro, aprisionando en su descenso la suave redondez de las teti- tas de Azucena, y el recuerdo de otra mano callosa, apretando, pellizcando, partiendo la respiración; la boca se aco mo da suavemen te en su cuello, pasando antes su lengua por los repliegues de la oreja asombrada de Azucena y el recuerdo del mordisco sucio de otra boca, Chiara más allá de prejuicios, abriendo espacios inexplorados mientras va despertando pálpitos nuevos en el espacio recóndito de Azucena, acariciando los pezones, Chiara madura, libre, pasando su lengua tibia por la breve curva del vientre de Azucena, borrando las patadas que recibió un día,
Chiara abierta a la exploración del placer, tacto tibio sobre las nalgas frías de Azucena, enamorada de la desnudez traslúcida de Azucena, Chiara ofreciendo caricias, adhiriéndose al cuerpo de Azucena que se abre y cierra, meciéndose entre el recuerdo ácido y el placer, entre el hielo y el fuego.
Azucena oye el sonido del mar colándose por las ventanas, si cierro los ojos es la oscuridad, si los abro, estoy ciega de tanta luz, me adormezco con ese sonido, duermo, me despierta el placer, no sé si es mi mano, o la otra que me guía y el placer cada vez más intenso, barriendo todo a su paso, y Azucena que depone prejuicios, pospone dolores y se deja llevar y los labios de Chiara ahora dulcísimos, ahora el placer, por fin el olvido, Azucena recorriendo territorios desconocidos llevada por Chiara, por su mano, por su boca, por su cuerpo. Y el olvido allí, aunque sea breve su estancia en el placer.
Pero termina despertando en un atardecer de asombro, donde las imágenes de lo vivido con Chiara se suceden entremezcladas con otras más dolorosas, porque el cuerpo no olvida, por más que lo intentes el cuerpo no olvida, las marcas del placer están; también escondidas pero intensas las otras, la vejación y el miedo, y al mismo tiempo no sabe si fue, si el tiempo terminará carcomiendo lo vivido. Lo que sí sabe, ahora sí sabe y lo sabe con certeza, es que la vida es imperiosa y te empuja siempre adelante.
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