Arabella Salaverry, Escritora, actriz y gestora cultural.
No podemos hacer caso omiso de la tristeza. De la inmensa preocupación que nos produce lo que atañe al sistema educativo. Significa el futuro del país, una abstracción, pero en concreto el futuro de miles de seres humanos.
Aprendimos a leer. A los seis, a los siete. En mi generación prendimos a leer con textos maravillosos. En libros de lectura definidos de acuerdo a los años de escolaridad: Mi pequeño mundo para primero, Mi hogar y mi pueblo para segundo, Mi patria grande para tercero, y así sucesivamente. Nos acercamos de este modo a la literatura de nuestro país, de Centroamérica, de América Latina. Con textos editados o bien elaborados por grandes escritores como Carmen Lyra, Adela Ferreto, don Carlos Luis Sáenz. Personas que sabían de pedagogía y que sabían de Cultura y que de la mano nos enseñaron que teníamos la capacidad de descubrir el mundo, de situarnos en él, y de comprometernos con él.
A través de esos libros de lectura aprendimos no solo de literatura, sino de ciencias, de ecología, de historia, de geografía. Cada uno de esos libros eran verdaderos surtidores de cultura.
Esos textos también servían de insumo a docentes para realizar dictados, lecturas en voz alta, y enseñarnos de paso la importancia de la ortografía, el uso de nuestra voz como vehículo de comunicación.
No se necesitó de intrincados programas, ni de estudios complicados, ni de cronogramas exhaustivos para ubicarnos en el mundo, para dotarnos de las herramientas que nos permitieran comprometernos con nuestra sociedad, desarrollar la curiosidad para investigar o trabajar en las áreas de nuestro interés, profundizar conocimientos y contar con un bagaje ético para despeñarnos como ser humanos capaces de convivir en sociedad, y aportar en la medida de nuestras posibilidades y espacios de acción a ella.
Un sistema sencillo. Una formación básica. Saber leer. Saber escribir. Es decir, poder comunicarnos y poder digerir conocimiento. Algunos países en Europa están regresando a esos esquemas básicos de formación. Nosotros los tuvimos, de la mano de grandes personalidades, ya desde la primera mitad del siglo pasado.
¿Por qué no despojarnos de la parafernalia actual, mal aplicada y peor digerida, y volver los ojos a lo fundamental: enseñar a la niñez y a la juventud el valor de la buena lectura? ¿Por qué no depurar los textos escolares y traigamos de nuevo la sana costumbre de la lectura cotidiana en el aula, del dictado, con textos diseñados no de acuerdo a la deformación, sino con un destino formativo?
Tal vez sería este un paso importante para comenzar a iluminar el apagón educativo.
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