Carlos Francisco Echeverría: El coronavirus y el calentamiento global

La historia demuestra que experiencias de ese tipo dan lugar a grandes cambios en las estrategias de gestión pública. Hemos cambiado, y eso los políticos y los empresarios tienen que saberlo.

Carlos Francisco Echeverría.

Muchas personas afirman que después de esta pandemia la humanidad ya no será la misma, que la vida cambiará, que el mundo será otro. Es muy probable, pero cabe preguntarse: cuando todo esto pase ¿habrán cambiado los industriales, los banqueros, los políticos? ¿Habrán sufrido un proceso de transformación interior que modifique sus valores, sus objetivos, su conducta? Tal vez algunos lo hagan, pero serán pocos. Devueltos a sus roles y responsabilidades, unos y otros buscarán aumentar sus ganancias económicas y políticas con el mayor ahínco, procurando compensar las pérdidas sufridas. Quizá modifiquen o ajusten algunas estrategias, obligados por la realidad objetiva, pero los verdaderos cambios, los cambios profundos y sostenidos, no vendrán de ellos sino de nosotros, los ciudadanos y consumidores, padres y madres, estudiantes y trabajadores, hombres y mujeres comunes y corrientes.

¿Y qué es lo que habrá cambiado en nosotros? Ante todo, tendremos más presente que somos vulnerables. Al salir a la calle después de semanas de confinamiento, temor y duelo, lo haremos con clara conciencia de que el mundo no es tan seguro ni tan estable como lo creíamos, incluso quienes vivimos en ámbitos relativamente protegidos. Sabremos que hay fuerzas de la naturaleza contra las cuales no valen muros, diques ni ejércitos. Tendremos muy claro que el mundo biológico, ese que nos nutre y nos deleita, también puede destruirnos si rompemos ciertos límites, si traspasamos fronteras que ni siquiera conocemos bien.

Pocos meses atrás habíamos experimentado algunas violentas respuestas de la naturaleza a nuestras transgresiones: incendios forestales en Australia y la Amazonia, huracanes e inundaciones en Asia y América, plagas devastadoras en África y sofocantes olas de calor en Europa. A pesar de esas claras señales, los dirigentes políticos del mundo no fueron capaces de alcanzar acuerdos significativos en la conferencia de Madrid sobre cambio climático, en diciembre de 2019. Se diría que el planeta decidió entonces enviar una última advertencia.

Es interesante observar que esta epidemia, a diferencia de otras anteriores, se originó en una gran ciudad del Norte industrializado, Wuhan, y se cebó inicialmente en otras también pertenecientes al mundo rico: Milán, Madrid, New York. Ha sido un golpe directo al plexo solar del capitalismo global. Las regiones inicialmente más afectadas han sido las más prósperas: Extremo Oriente, Europa Occidental, los Estados Unidos de América. Si en efecto se tratara de un “mensaje” de la naturaleza, este no podría ser más elocuente.

En la reunión de 1972 de la American Association for the Advancement of Science, el matemático y meteorólogo E. N. Lorenz, retomando un viejo proverbio chino, preguntó “¿Puede el batir de alas de una mariposa desatar un tornado en Texas?” Hoy, cientos de millones de personas en todo el planeta saben que es aún peor: el capricho gastronómico de alguien en China puede desatar una epidemia universal.

Para agravar las cosas, posiblemente nunca, al menos en los tiempos modernos, una crisis internacional ha encontrado al mundo más carente de liderazgos políticos fuertes y competentes. Los gobernantes chinos procuraron al inicio ocultar la epidemia; en la Unión Europea, la complejidad del liderazgo colegiado ha impedido reaccionar con decisión; del presidente de los Estados Unidos no se podía esperar otra cosa que una conducta irracional y errática; las Naciones Unidas pusieron de manifiesto una vez más su debilidad.

¿Dónde hemos encontrado algún grado de certidumbre, una luz en el camino, algo en lo que confiar? En la ciencia. Lo poco que sabemos con certeza, lo que nos ha permitido orientarnos en la búsqueda de protección y soluciones, se lo debemos a la ciencia y a los científicos. Hemos estado dispuestos a obedecer y seguir sus recomendaciones, aun cuando estas implicaran sacrificios y cambios considerables en nuestro estilo de vida.

Esos cambios alteraron sustancialmente nuestros hábitos de consumo y de relacionamiento social. Durante algunas semanas hemos sido frugales, prudentes y solidarios. Ahora sabemos que es posible prescindir de ciertas cosas y actividades sin que se caiga el mundo, o más bien para que no se caiga el mundo. Aun cuando regresemos luego a nuestros hábitos de siempre, lo importante es que entendimos, más allá de toda duda, que podemos cambiarlos.

Otra cosa que ha quedado clara, de la forma más dramática posible, es que la economía está sujeta por completo a la naturaleza. No hay tecnología, ni magia financiera, ni estrategias fiscales o gerenciales que puedan sostenerse ante una desestabilización en gran escala de los equilibrios naturales. En este caso el desajuste se dio entre el orden microbiano y ecosistema humano, pero el principio es perfectamente válido en relación con el cambio climático. Lo que hemos vivido es una versión, comprimida en el tiempo, del tipo de escenario al que nos encamina el calentamiento global.

Si ese proceso no se contiene, habrá cada vez más períodos en que debamos quedarnos recluidos en casa por olas de calor o de frío; podremos ser víctimas de nuevos virus que se liberen por el derretimiento de los hielos; grandes desastres naturales saturarán los servicios asistenciales y sanitarios, sin que se pueda evitar la muerte de millones de personas, en especial las más vulnerables; el descenso en la productividad agrícola profundizará el hambre, el desempleo y la recesión económica. En suma, mucho de lo que ahora vemos como resultado temporal de una epidemia podría llegar a ser constante o recurrente en todo el planeta.

Desde otra perspectiva, la parálisis social y económica a que nos obligó la epidemia también produjo una disminución transitoria en la contaminación y las emisiones de carbono. El cielo despejado en ciudades de China, y sobre todo las aguas cristalinas de los canales de Venecia, son imágenes que no se borrarán fácilmente de nuestra memoria. Las de Venecia, en particular, tienen un gran poder simbólico: la Serenissima es una de esas ciudades que todos queremos visitar, pero su delicada arquitectura ha sido víctima de tres invasiones: la de las hordas de turistas, la del mar y la de la epidemia. Ver los peces nadando tranquilamente en el fondo de sus canales debería recordarnos que hay límites para el abuso.

Si bien la recesión puede tener un efecto inmediato en el calentamiento global, este será probablemente efímero. La acumulación de gases de efecto invernadero ha sido un proceso de varios siglos, que se ha acelerado en las últimas décadas. Uno o dos años de reducción de emisiones no van a modificar la tendencia general. Lo que sí nos ofrece esta coyuntura es una pausa, un compás de espera y una oportunidad para cambiar el rumbo. Como sabemos que ese cambio no lo harán por su cuenta los políticos, ni los banqueros ni los industriales, los demás tendremos que usar nuestro poder como ciudadanos y consumidores para hacerlo.

Tal vez fue necesario que no pudiéramos abrazar a los seres queridos, o incluso ver a los abuelos en sus últimos días, para que modificáramos nuestra escala de valores. Hemos puesto la vida por encima de la economía. Sabemos que se paga un alto precio por transgredir los límites de la naturaleza, pero hemos aprendido a escuchar a los científicos, y siguiendo su consejo estamos dispuestos a vivir de otra manera para evitar males mayores. La historia demuestra que experiencias de ese tipo dan lugar a grandes cambios en las estrategias de gestión pública. Hemos cambiado, y eso los políticos y los empresarios tienen que saberlo.

 

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