Carlos Francisco Echeverría.
Uno no puede evitar preguntarse por qué tantas personas, que circulan por la vida como gente relativamente normal, son capaces de decir y hacer tales barbaridades, dentro y fuera de las redes sociales. En ciertos casos se entiende que hay una reacción natural ante las injusticias de la vida, o ante los progresos en materia de derechos humanos. Ambas cosas irritan fibras profundas de distintos tipos de personas.
Unas reaccionan en nombre de la igualdad, otras esgrimen conceptos como familia o tradición. ¿Pero qué sustento racional puede existir para la resistencia a vacunarse? Hay quienes visten a esa extraña conducta con la idea de libertad. Una idea bastante suicida de la libertad, por cierto. Libertad para morirse.
Curiosamente, esas mismas personas se dicen, en otro contexto, defensoras de la vida. Uno puede agotarse mucho tratando de encontrarle un sentido racional a todo eso. En vano, porque lo cierto es que esas reacciones son enteramente emocionales. Obedecen, creo, a la necesidad de significarse, de sentir que uno es alguien. De hacerse oír.
El mundo competitivo en que vivimos maltrata a los perdedores. Los arrincona, los anula. Los hace insignificantes. Y eso tiene que ser una horrible tortura. Todos queremos ser reconocidos. Cuando el reconocimiento se nos niega en la familia, en la escuela, en el trabajo, podemos llegar a buscarlo en formas muy extrañas, incluso patológicas.
Tal vez, entonces, el remedio a tanta hostilidad está en la escucha, la tolerancia y la inclusión, empezando en el hogar y en la escuela. Sería genial que pudiéramos educar a una generación que no necesite llegar a esos extremos para sentirse digna de estar viva.
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