Luko Hilje Quirós, (luko@ice.co.cr).
Quizás los legos e incluso algunos científicos no perciban ni comprendan que en nuestro entorno inmediato estamos rodeados por numerosas especies de plantas exóticas, no solamente ornamentales, pues los cultivos más extensamente plantados en Costa Rica no son nativos, sino foráneos.
Aunque el maíz y los frijoles son mesoamericanos, tenemos bananales porque este cultivo nos llegó del archipiélago malayo, posiblemente; el arroz, de la India o Indochina; y la caña de azúcar, de Nueva Guinea. Asimismo, el mango proviene de la India y Birmania, la cebolla de Irán y Pakistán, y la naranja de la China.
Es decir, nuestro entorno rural -salvo por las áreas boscosas primigenias- es hoy un mosaico o colección de paisajes foráneos, vale decir, la suma de fragmentos de otros ambientes, pero prosperando y produciendo bajo nuestras condiciones agroecológicas. Y, tal es su importancia, que el eje de nuestra economía desde hace unos 175 años ha sido el café, originario de Etiopía.
Además, especies de árboles tan aquerenciadas en nuestros lares, tampoco son nativas de aquí. Como especies emblemáticas, que con sus intensas floraciones tanto engalanan nuestro paisaje junto con muy hermosas especies nativas como los roblesabanas y cortezamarillos, ahí están los jacarandas (Jacaranda mimosifolia) argentinos, los porós (Erythrina poeppigiana) suramericanos, los llamas del bosque (Spathodea campanulata) africanos y los malinches (Delonix regia) de Madagascar.
Señalo todo esto porque, en alusión a estos días, nuestra Navidad tiene numerosos elementos también foráneos, como lo argumenté en un artículo reciente acerca del ciprés, venido de México o del norte de América Central.
Asimismo, dada la costumbre de sumar otras fragancias y colores al hogar en la época navideña, una antigua tradición, casi extinta hoy, era colocar los dulces y rojos frutos de cohombro (Sicana odorifera) en o cerca de los portales; pariente del ayote y el melón, así como comestible ya fresco o cocinado, es propio de Suramérica, donde recibe nombres como pabi, cajúa, cruá y calabaza del Paraguay. De fácil germinación, hace varios años sembré semillas en el patio de mi casa, de las que resultó una frondosa enredadera que produjo abundantes y suculentos frutos por varios años. Si bien ameritaría investigarse cuándo y cómo llegó a Costa Rica, creo más importante aún que se haga un esfuerzo por preservar tan bella tradición.
Pero lo que sí se ha impuesto en los últimos decenios -sobre todo en sectores pudientes-, en una fuerte muestra de aculturación que imita los patrones de apariencia y consumo norteamericanos y europeos, es la compra de efímeras macetas con pastoras, de las cuales hay una millonaria industria mundialmente.
Hermosísima y curiosa inflorescencia -pues se trata de un conjunto de pequeñas flores-, su intenso color escarlata brillante no está en los pétalos, sino en las brácteas, que son hojas modificadas; en su centro aparecen diminutas copitas amarillas, dentro de cada una de las cuales están las verdaderas flores. Y quizás pocos sepan que quienes la descubrieron y domesticaron fueron los aztecas, y la llamaban “cuetlaxochitl”, es decir, “flor de pétalos resistentes como el cuero”, de cuyas brácteas extraían un pigmento y empleaban su látex para aliviar la fiebre.
Endémica de la región de Taxco, era idolatrada como un símbolo de pureza, por lo que reyes como Montezuma la enviaban a traer en importantes cantidades, pues no crecía en zonas tan elevadas como Tenochtitlán, la sede de su imperio. Sería en el siglo XVII que los miembros de una comunidad franciscana cercana a Taxco, al verla esplendorosa en la época navideña, la adoptarían como adorno, tras lo cual se creó esta tradición en México. Quien la llevaría a los EE.UU., específicamente a Greenville, en Carolina del Sur, fue Joel R. Poinsett, botánico aficionado que fuera el primer embajador en México, entre 1825 y 1829. Pocos años después, en 1833, el botánico alemán Karl Ludwig Wilenow la bautizaría como Euphorbia pulcherrima, epíteto que significa “muy bella”.
Conocida hoy como pastora o flor de pascua en la América hispano-parlante, en los EE.UU. se le denomina “poinsettia”, que fue el nombre común que el horticultor e historiador William Prescott le asignó para homenajear a quien la introdujo allí.
Pero el gran salto comercial lo daría el inmigrante alemán Albert Ecke a inicios del siglo XX, quien en el sur de California establecería plantaciones de pastoras a cielo abierto inicialmente y después las criaría en macetas, dentro de invernaderos. Hoy, ya domesticadas, mediante mejoramiento genético se cuenta con variedades de diferente porte, color, etc., y sus descendientes controlan el mercado en dicho país e influyen en casi todo el mundo.
Pero, retornando a nuestras tradiciones extintas o en vías de serlo, cabe recordar a una cercana pariente de la pastora que, aunque mucho menos vistosa, es muy hermosa.
Se trata de la pascuita, otrora común en los jardines de nuestras casas, y que para Navidad se desprendía de sus pequeñas hojas y se vestía de manera copiosa, recubriéndose el arbusto de centenares o miles de muy pequeñas flores blancas. La evoco con vértigo, bellísima en sí misma, pero también asociada en mis sentidos con los gratos signos de la Navidad, pues eclosionaba puntual con el romper de los nortes, y a partir de entonces nos deleitaba en todo ese tiempo de vacaciones, sol y luz, de papalotes y tamales, de portales, villancicos y ciprés, de calor familiar, de suspenso por los ansiados regalos que nos traería subrepticiamente el Niño Dios por mano de nuestros padres.
No sé, pero en lo profundo de mi alma -sin querer propiciar confrontaciones culturales ni botánicas- a la pascuita la sigo asociando con ese hoy desplazado y casi ignorado Niño Dios, humilde y pura, mientras que a la pastora -no obstante su exquisita hermosura- la percibo casi tan intrusa, globalizada y comercializada como al obeso y colorado nórdico al que entonces llamábamos Colacho. Por cierto, este personaje ha adoptado nombre afeminado, pues ahora le dicen Santa, de tan vil que es la enajenación que padecemos, copiando y repitiendo de manera acrítica todo cuanto venga del norte.
Por el contrario, la pascuita es sureña y, más aún, mesoamericana, pues crece en forma natural desde México hasta El Salvador. Se desconoce cuándo ingresó a Costa Rica, aunque fue hace menos de medio siglo, según me lo relatara el Dr. Jorge León, erudito botánico. De nombre científico Euphorbia leucocephala, alusivo al blancor de sus floraciones, tiene varias parientes que no florecen como ella; una de ellas es la lechilla (Euphorbia hoffmanniana), propia de las tierras altas de Costa Rica y que fuera recolectada por vez primera por el Dr. Karl Hoffmann, naturalista y médico de nuestro ejército en la Campaña Nacional, y remitida a Alemania para su descripción y bautizo.
Curiosamente, por un error en un rótulo que hay en el INBioParque, que consigna a esta especie con el nombre de pascuita, en el libro que recién escribí sobre el Dr. Hoffmann incluí fotos de Euphorbia leucocephala como si fueran de la lechilla, de manera equivocada, de lo cual me percaté hace muy poco tiempo. No obstante, irónicamente, esto me dejó un lindo rédito. Invitado a una tertulia sobre mi libro en una casa en Santa Ana hace un tiempo, al llegar observé un erguido y reluciente arbusto de pascuita, ante lo cual comenté al anfitrión que dicha especie portaba en su epíteto el nombre de Hoffmann. Al concluir, con gran gentileza él me ofreció dos pequeños arbustos, que planté en mi casa al día siguiente.
Ahora todos los días los veo y acaricio, con la convicción de que pronto florecerán. No sé cuánto irán a demorar, aunque lo cierto es que no urge.
Eso sí, sé que cuando lo hagan estremecerán mis fibras más íntimas, y en su sencilla magnificencia me harán revivir, impolutos como sus pequeñas flores meciéndose en la grata mezcla de sol, luz y viento propia de nuestros veranos, la pureza y belleza irrepetibles de los inolvidables días de infancia.
Publicado en Informa-tico (No. 131, 8-I-07).
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