Marjorie Ross.
Excepto por algunos pequeños detalles, este artículo –preparado por el Dr. Rodolfo Cerdas para ser publicado en el periódico La Nación del 18 de junio de 1995, hace 27 años– podría parecer escrito ayer. Sobre todo, en cuanto a los peligros y riesgos que señala, que es –citando su primer párrafo–, “como si fuera una profecía que se cumple”. Habrá que ver si también se hace real su frase del párrafo final: “Estamos a tiempo”.
Un desencanto anunciado
Rodolfo Cerdas Cruz.
Como si fuera una profecía que se cumple, el deterioro político de nuestro sistema democrático y de nuestra nacionalidad ha seguido una ruta inexorable, la cual no pueden evitar los esfuerzos cosmetológicos de última hora de las cúpulas partidarias, atenazadas por urgencias fiscales impostergables.
El testimonio es obvio y evidente para quien quiera ver y oir: mientras se elimina al CONICIT, que representa el 0,0005 por ciento del presupuesto nacional, se declaran privados organismos que ya lo eran en su práctica e interés y se vuelven a unir ministerios que se habían separado.
Se dejan intactos, sin definición de políticas y sin decisiones pertinentes sobre lo que se piensa hacer con ellos, los problemas centrales de nuestro Estado, institucionalmente reflejados en RECOPE, INS, Caja del Seguro Social, Radiográfica, ICE, ferrocarriles, banca, puertos, obras públicas, etc. La canción de María Elena Walsh sigue vigente: cambiar un poco las cosas, para que sigan como están.
Pues bien: este decir y no hacer; este hacer que no hace; este resolver que no resuelve y esta decisión que no decide, unida a la corrupción, el incumplimiento de las promesas de campaña, los escándalos y la prepotencia en el ejercicio de los cargos públicos, al margen de las necesidades del usuario y el respeto al servidor, han ido erosionando de manera constante y profunda al sistema político de nuestro país, a la moral pública y a las fibras que conforman el tejido social sobre el cual se ha sustentado la nacionalidad costarricense.
Las últimas encuestas elaboradas por la empresa Unimer vienen a ratificar, en lo esencial, lo señalado por mí en el libro El desencanto democrático. Se suman a estos resultados de hoy las encuestas que sirvieron de fundamento a esa obra y todas las otras que se han dado en el país, entre las que destacan las que constituyen la base del estudio serializado de Nora Garita y Jorge Poltronieri sobre las estructuras de la opinión pública en Costa Rica, desde l989 hasta l994. Se trata, pues, de la crónica de un deterioro anunciado.
Si bien estos estudios pueden enfocarse de muy diversa manera, hay un conjunto de hechos constantes e irrefutables, entre los que destaca la reducción, a su mínima expresión, de la credibilidad del ciudadano en instituciones como la Asamblea Legislativa, los partidos políticos y las cúpulas partidarias. Es muy interesante que el nuevo estudio de Unimer haya hecho el esfuerzo de ir más allá de la simple opinión, y haya tratado de auscultar las actitudes, como formas de comportamiento más estables y permanentes, de amplios grupos de nuestra sociedad. La erosión es tal que los desengañados, los desinteresados oportunistas y los cínicos (como los clasifican los responsables del estudio), constituyen el 51,7 por ciento de los entrevistados. Testimonian que, como con el asesino invisible, se está levantando, sin que al parecer nos demos cuenta de ello, un espectro de muerte no solo sobre el sistema democrático, sino sobre la urdimbre socio-cultural que conforma nuestra nacionalidad.
Pero sí es una expresión útil en el manejo diario, en cuanto hace referencia a actitudes, creencias y comportamientos que retratan, por decirlo de algún modo, lo que ocurre en el seno de la sociedad. Y lo que resulta de este estudio para Costa Rica es, alarmantemente, todavía más grave de lo que podemos encontrar en una investigación similar que realizamos en Panamá.
En este sentido, varios elementos sobresalen del conjunto del estudio en nuestro país. En primer término está, obviamente, la mencionada pérdida de credibilidad del ciudadano en las estructuras políticas y el liderazgo partidario. En segundo lugar, resalta el fenómeno de la indiferencia que permea no solo a los desencantados, cínicos y desinteresados, sino también, y sobre todo, a los que el estudio clasifica como optimistas, que abarcan a un 27,4 por ciento, altamente satisfecho con el estado actual de cosas.
No se equivoque quien pretenda interpretar esta satisfacción como buena para el sistema democrático y para el país. Esta tiene la particularidad de ser, como todo privilegio, totalmente individualista, carente de solidaridad, despreocupada y crecientemente ajena a los valores profundos constitutivos de nuestra nacionalidad y cultura. Estos aparecen sustituidos por una mitología superficial, cuanto más folclórica más vulgar, autocomplaciente y roma.
Esto nos conduce al tercer componente actitudinal: la pasividad. Si bien desde otra perspectiva y enfoque, la oscilación entre sumisión y desafío, consenso y disenso, etc., ha sido señalada por Garita y Poltronieri, es lo cierto que la pasividad se lleva con mucho la partida, sobre todo a la luz del enfoque que se ha hecho en el estudio de Unimer. Esta pasividad es la que fatalmente ha conducido en muy diferentes sistemas políticos a situaciones límite, al impedir la aparición de opciones alternativas que permitan el desarrollo en democracia. La suma que hacen aquí los calificados de cínicos, cuya significación numérica no corresponde a la importancia de su formación, ubicación y posible rol socio-político, es altamente negativa. Es la que condujo en la Venezuela democrática a una caída vertical del sistema de partidos; hundió los esquemas partidarios en el Perú de Fujimori y levanta en Guatemala, para el mes de noviembre, el espectro del autoritarismo ahora con ropaje electoral, en la figura de Ríos Montt.
Descrédito, corrupción, indiferencia, impunidad, ineficacia y privilegio, unidos a crisis económica, empobrecimiento social y pasividad, son un coctel que termina siendo particularmente explosivo. La gravedad del problema no queda ahí. Estos factores disolventes del tejido socio-político costarricense impulsan una peligrosa tendencia a la desintegración nacional, que ya anunciábamos desde los años 70. No por una invasión externa que nos borre del mapa, sino por una erosión interna que nos convierte en sitio de paso, en mera referencia geográfica, sin cultura ni perfiles propios; sin personalidad nacional y sin más nacionalidad que una retórica vacía, que vive de un pasado que habría dejado de pertenecernos.
No Patria; sino mero objeto de despojo y transacción para algunos, con una impunidad que aúna pillos de dentro y de fuera, y que revela, como dice Julio Rodríguez, “una mano invisible, una mente lúcida” que teje la trama y dirige las comparsas, integrada siempre “por los mismos personajes”, que obran sus milagros con eficacia digna de mejor destino.
Estamos a tiempo. Pero la conciencia ciudadana más lúcida –y muy particularmente la de la prensa y las organizaciones sociales– no debe cometer el error de pecar de fina en tiempos duros; y seguir tolerando, por desidia, conveniencia u oportunismo, la consagración impune de quienes han llevado al sistema político nacional a la situación límite en que se encuentra.
En La Nación del 18 de junio de 1995.
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