Eduardo Carrillo: El villano no es el populismo

El riesgo no es el populismo, sino el estancamiento institucional y funcional de varias décadas y el despilfarro de cuantiosos recursos en proyectos nunca terminamos de hacer. Para combatir el populismo, que no es responsable de nuestras fallas, hay que llenar el hueco enorme de nuestra democracia. Es la respuesta apropiada. El liberalismo, por sí solo, no hará democracia, aunque es un pilar fundamental.

Eduardo Carrillo Vargas,(Ph.D. Administración).

A pesar de encontrarme muy distante (países de la península Indochina), he podido seguir las celebraciones del aniversario de un importante programa nacional de discusión pública. Los primeros, con participación de connotados periodistas, creo que reflejaron un sesgo frecuente en clase intelectual. Los dos últimos que escuché durante la primera semana de febrero, estuvieron más equilibrados y centrados en las causas fundamentales del problema de nuestra democracia. En relación con los contenidos de estos excelentes programas, que mucho disfruté, pienso, primero, que no es el populismo el culpable de nuestros problemas, pensamiento dominante de los diálogos. Es el fracaso de nuestra política y de nuestra institucionalidad lo que ha provocado un rechazo bastante generalizado en la clase popular (si se me permite anteponerla a la clase intelectual), en cierta forma asociada con la Administración Chaves Robles.

Es el fracaso de nuestra democracia en cumplir con sus objetivos y su condición especial de ser instrumento de inequidad social, es el gran enemigo de la democracia. En realidad, la política, con algunas excepciones, ha fracasado en producir mejores resultados, tratándose de la democracia más madura de la región de América Latina y parte del Caribe, que, entre otras cosas, nunca tuvo que soportar las dictaduras dominantes por diversos períodos en todos los países hispanoparlantes. Nuestros indicadores sociales y económicos son contundentes. Entre los primeros, la pobreza y la desigualdad. Entre los segundos, una economía que se mueve con una lentitud que no da esperanza de una mejora sustancial de nuestra delicada situación.

En la subregión de Centro América los intelectuales, con sustancial participación de la prensa nacional, han volcado su crítica contra el popular presidente Bukele de El Salvador. No puedo abstenerme de decir que viví 3 años en ese país desde inicios de los acuerdos de paz, con un gobierno que seguía siendo el mismo de las 14 familias y cuando muchos de los crímenes, por los cuales tenían responsabilidad, seguían si esclarecimiento o impunes. El ejercicio de gobierno mantenía las características de los anteriores a la guerra civil y la derecha extrema seguía gobernando. Las maras estaban en pleno auge, al punto que un reconocido profesional internacional y su esposa enfermera salvadoreña, migraron a Costa Rica, porque, para mantener su lugar de residencia, tenían que pagar un peaje que esas maras le imponían. Sin embargo, en esos años, lo que he llamado la clase intelectual se mantuvo silenciosa y la denuncia brilló por su ausencia, al menos no con la contundencia que ahora despliegan contra el actual presidente. Esto nos dice algo sobre las libertades civiles y la prensa en general.

Los primeros programas de la serie que escuché, como mencioné antes, culpaban, en respuesta a los problemas que enfrenta la democracia en nuestro país y en la mayor parte de nuestra región, principalmente al populismo. La problemática básicamente se refería a los derechos civiles, con alguna referencia a nuestra “rica” institucionalidad. Lo cual contradice claramente los frecuentes diagnósticos que revelan serias carencias en los tres o cuatro poderes que conforman el Estado costarricense: una crisis evidente de un congreso mediocre; un Poder Judicial que no ofrece justicia pronta y cumplida, el cual incluye procesos electorales cargados de partidos que no ofrecen a la ciudanía oportunidades de identidad regional e ideológica, aparte de arrastrar deficiencias importantes en el manejo del financiamiento; y un Poder Ejecutivo al que se le impide ejercer el gobierno nacional. En mi opinión, el país disfruta de claros diagnósticos de sus grandes debilidades institucionales, pero la mayor es sin duda la carencia de una visión para adaptar la frágil institucionalidad y la economía a las necesidades propias del objetivo de la democracia, es decir, procurar bienestar social para todos, sin discriminaciones importantes. Esta es la responsabilidad incumplida de los presidentes, en buena parte porque el contexto político no lo permite. Es una dura condena sobre la clase popular cuyas necesidades básicas siguen lejos de ser satisfechas.

La miopía política de la clase intelectual, en la que incluyo a quienes tienen mayor acceso a las oportunidades que conducen al buen vivir, es contundente. Entre otras cosas falla en ver lo que el Latinobarómetro nos ha venido diciendo como tendencia sostenida, confirmado por algunas encuestas ocasiones de carácter nacional. Los siguientes son acumulados para diversos períodos y deberían preocupar más a la que he llamado la clase intelectual, es decir, la clase pensante y la que posiblemente ejerce el poder político. Es notable y no debería ignorarse que las clases populares forman las mayorías en calificar el pobre papel de nuestras democracias, porque representan millones de personas que se sienten discriminadas, hambrientas y sin oportunidades para mejorar. Nótese la condena al sector político de la clase intelectual, cuando la confianza en los partidos políticos ha caído en el período 1995-2020 a una media de 10%. Es el origen del voto de protesta, que tal vez ha llegado a nuestro país y será peor si la Administración Chaves Dobles fracasa. No es el tema, pero leyendo el programa de gobierno no me llena de expectativas positivas.

Si bien el sesgo de los liberales es muy marcado, a qué nos referimos específicamente con nuestra crítica. Para aclarar mi posición, me parece conveniente copiar una cita que hace el Dr. Eduardo Lizano en su excelente documento titulado Después de la Pandemia: Una Visión de Largo Plazo. Dice así:

“¿Qué se entiende en este contexto por una democracia liberal? Para Mukend y Rodrik se trata de un sistema político, social, económico basado en un conjunto de derechos y garantías, del cual deben disfrutar todos los miembros de un determinado conglomerado humano (la sociedad costarricense, por ejemplo), sin discriminar ni excluir a ninguno de sus miembros. Estos autores distinguen tres grupos de derechos y garantías: los políticos (democracia representativa), los cívico-sociales (bienestar social) y los económicos (crecimiento económico, progreso material). Los derechos y garantías tienen ciertas características, a saber

  • Tienen una estrecha relación. Los tres grupos son condición necesaria de la democracia liberal. Están estrechamente entrelazados. Si alguno de los tres hace falta o queda muy rezagado con respecto a los otros dos, no podrá hablarse de democracia liberal.
  • No basta con proclamarlos: los buenos propósitos y las promesas deben transformarse en realidades. Es decir, los ciudadanos deben poder ejercer los derechos y disfrutar de las garantías en su vida cotidiana.
  • Su cobertura ha de ser universal. La discriminación, exclusión o marginación de determinados grupos de la población no tienen lugar en la democracia liberal. (iv) La cobertura debe ser permanente. Sin embargo, ante circunstancias excepcionales (catástrofes naturales, pandemias, crisis internacionales, etc.) su aplicación específica bien puede limitarse o condicionarse temporalmente” (*)

¿Es Costa Rica una democracia? Tal vez solo parcialmente y en relación con los derechos civiles. Sin embargo, como dice don Eduardo y los dos autores por él citados, solo cuando logremos los tres componentes mencionados podremos llamarnos con autoridad una democracia plena, una democracia que pone por delante la equidad y el bienestar de todos. Hoy más de un cuarto de nuestra población se encuentra en pobreza y el desempleo es sustancial, pero castiga con mayor severidad a los grupos más jóvenes, en particular a la mujer, que son nuestro principal recurso para el futuro del país. En desigualdad competimos por uno de los niveles más altos de ALC y primero entre los países OCDE.

Esta no es -no podría serlo- negar las conquistas que el país ha logrado, en especial a partir de las reformas de la década de 1940 y la aparición de la Segunda República en la década siguiente. El cambio producido por ambos nos acercó mucho a una democracia plena en las siguientes 3 o 4 décadas. Pero algo ocurrió a fines del siglo pasado que nos  estancamos y perdimos muchas de las conquistas antes logradas. Me parece que nuestro paso hacia el futuro -un futuro con democracia plena- como nos recuerda don Eduardo Lizano, requiere un ajuste de timón. Menciono solo algunos puntos que considero debilidades estratégicas, en sentido negativo, es decir, de impacto poblacional global:

  • Carecemos de Gobierno, que lo ejerce el poder ejecutivo. Nuestra democracia hoy parece diseñada para obstaculizar cualquier iniciativa de cambio. No ejecutamos nada porque, parafraseando a don Pepe, les pedimos que barran, pero nos paramos en la escoba para que no lo hagan. Sin autoridad ejecutiva, corremos el riesgo de no saber qué camino escoger y cuales herramientas nos darán el mejor resultado. Es un hecho doloroso que lo que hoy se hace en materia de desarrollo se queda en procesos, no en resultados, y perdemos en ello sumas $multimillonarias. Es crucial reconstruir la autoridad ejecutiva, porque sin ella no hay visión de gobierno (políticas nacionales) y nunca habrá unidad nacional. Lo impiden la excesiva judicialización, regímenes de autonomía que riñen con nuestra condición de Estado Unitario e, incluso, con la propia Constitución del 49, hecha en parte para evitar violaciones electorales de la época, que hoy no tienen justificación.
  • Tenemos un Estado oneroso. Invertimos proporcionalmente más que la mayoría de los países del planeta, pero, de nuevo, sin resultados concretos. El costo del Estado suma más del equivalente al 75% del PIB (fuente: CGR). Estudios propios revelan, como he mencionado reiteradamente, que la media de Argentina, Brasil y Uruguay es 38% y la de Noruega, Suecia y Dinamarca 52%.
  • El desarrollo económico y su impacto en el bienestar de la población no se logrará hasta que el costo del Estado baje en forma sustancial. Cada vez aportamos más recursos públicos, pero los resultados se pierden en instancias burocráticas. Es un aporte inútil cuando nos toma décadas construir una carretera, doblamos los costos de proyectos como los del ICE y pagamos para mantener una burocracia excesiva e improductiva. Reforzando este punto, los estudios de OCDE revelan que, como proporción del gasto público total, tenemos la planilla más cara del planeta, si se compara con la media de cualquier región del mundo.

Reitero, el villano no es el populismo. Es nuestra visión de democracia con sus componentes apropiados. El villano se encuentra en nuestra propia e inadecuada institucionalidad y la incapacidad de aplicar una visión de cambio a corto, mediano y largo plazo. Y en la incapacidad de ejecución del Gobierno, cuyo principal actor es el presidente, al que le hemos quitado autoridad y atribuciones. El riesgo no es el populismo, sino el estancamiento institucional y funcional de varias décadas y el despilfarro de cuantiosos recursos en proyectos nunca terminamos de hacer. Para combatir el populismo, que no es responsable de nuestras fallas, hay que llenar el hueco enorme de nuestra democracia. Es la respuesta apropiada. El liberalismo, por sí solo, no hará democracia, aunque es un pilar fundamental.


(*) Sharun W. Mukand and Dani Rodrik (2020), The Political Economy of Liberal Democracy, The Economic Journal, abril, pp.   765-792

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