Eduardo Carrillo: La persistente discusión sobre nuestro futuro inmediato
Si la democracia no funciona es nuestro deber repararla. Más de lo mismo asegura el inadecuado statu quo que queremos cambiar. La práctica de la democracia en nuestro país ha fracasado y requiere ajustes mayores
Eduardo Carrillo Vargas, (Ph.D. Administración).
Unos juegos de tenis, algunas cervezas y un excelente almuerzo, producto de la generosidad de uno de los jugadores y su señora esposa, debería ser motivo para conversar sobre temas livianos y disfrutar del calor de la amistad. En realidad, así fue. Pero, como viene ocurriendo con frecuencia, la sensación de crisis nacional se impone y termina por dominar la conversación. Somos cuatro amigos, uno de clara tendencia liberal y los 3 restantes de centro izquierda. Las posiciones son recurrentes, pero persiste la sensación de que, si todos los países se encuentran igual, entonces para qué preocuparse. Es decir, si todos andan mal, pareciera ser un estado natural, inevitable ¿Importa entonces del proceso político electoral ya bastante activo? ¿Importa que tantos se sientan calificados para gobernar un país que demanda grandes capacidades políticas y técnicas? ¿Es acaso el sufragio un juego irresponsable, cuando las demandas de cambio son esenciales para fortalecer una democracia en crisis? Me parece que este tipo de cuestiones son temas recurrentes de nuestras conversaciones grupales y merecen algunas reflexiones.
La actividad social fortalece la amistad y la solidez de grupos sociales diversos, pero con mucha frecuencia desemboca temas recurrentes sobre nuestra problemática nacional. Lo cual conlleva un factor de frustración porque hace bastante tiempo que el país arrastra las mismas crisis y vastos sectores de la población pagan las consecuencias. Incluso nos escudamos en fantasías que tienen el efecto de perpetuar nuestros problemas y la irritación popular con el sistema. En el fondo, nos desvía de la necesidad de reconstituir nuestra democracia, para evitar riesgos mayores que impulsa el enojo popular. Más aún cuando la política conlleva un elemento de falsedad que favorece el statu quo. En efecto, hay una crisis fiscal, sin embargo, no es el problema No. 1 del país y su relación con la escasez de recursos no concuerda con nuestra realidad.
Ya la CGR nos ha dicho que la sumatoria de los superávits de las entidades públicas suman una cifra similar a la que estamos negociando con el FMI. Y OCDE también ha revelado algunos excesos, entre los cuales se destacan dos: gastamos en educación bastante más que la media de los países OCDE, pero los resultados son muy inferiores. Entre las muchas crisis que encara el país, la de este sector parece central relativa a los nuevos retos del mundo actual. OCDE también ha expuesto lo que también ha sido un tema de discusión nacional: que el peso relativo de la planilla laboral del Estado es la mayor del planeta, comparada con la media de cualquier región del mundo. Es un hecho fáctico que tenemos recursos de sobra para nuestras necesidades, pero el despilfarro es enorme como resultado del ineficaz enjambre institucional, la ineficiencia extrema y la corrupción.
Los anteriores son temas de discusión popular en cualquier entorno social. Pero hay una distancia irritante entre la preocupación de la población civil y la relativa pasividad de la clase política. Los problemas crecen, los costos se los pasan a la población, vía contributiva, mientras una profunda crisis institucional con acerca a riesgos mayores. Frente a un nuevo proceso electoral, me parece justificable algunas reflexiones que deberían condicionar nuestra participación en las elecciones que se avecinan.
Estamos en el mismo bote que los demás: correcto, la crisis parece ser común a la mayoría de los países del mundo. Así, pareciera que estamos destinados a compartir los males que golpean a toda la región y al mundo occidental, principalmente. Podría ser una posición conformista, pero el alto costo social en crecimiento con equidad y en pobreza y desigualdad es motivo de persistente preocupación y fuente de crisis mayores, que golpea a varios países más cercanos al nuestro. No podemos ser indiferentes a situaciones catastróficas como la que se difunde en estos días: más del 90% de la población venezolana está en pobreza y más del 70% en pobreza extrema. Además, la crisis migratoria, alimentada por condiciones sociales o fenómenos naturales, adquiere una dimensión importante para toda la región. Sí, estamos en el mismo bote, pero debemos ser consistentes en nuestra pretensión de ser la democracia más antigua de nuestra región y asumir nuestra responsabilidad en su preservación.
Son recursos públicos. De alguna manera la crisis pasa por los recursos que los países invierten, presumiblemente para cumplir con programas de gobierno, siempre generosos en sus metas y casi siempre mentirosos en resultados. Es un tema de fondo, pero el problema parece estar más en la eficiencia del Estado, por su diseño y por sus modalidades de gestión, que por carencia de dinero. Los ejemplos abundan, pero la visión liberal expone un argumento contundente: es cultura. Así parece. Vemos a los recursos públicos con cierta indiferencia y, en su manejo, con una buena dosis de irresponsabilidad. Son de todos y son de nadie. Cualquiera puede meter mano en ellos, como en efecto lo hacen, sin rendir cuentas por los resultados de su aplicación. Sí, es cultural y solo se arregla generando valores que se han venido perdiendo a nivel de familia, tanto como a nivel de educación formal, desde la niñez hasta los ciclos superiores. Con alguna frecuencia aplaudimos la bondad en actos de solidaridad en beneficencia de algún grupo especial. Pero no alcanzamos a entender que ello degrada la capacidad económica nacional para lograr el objetivo final del Estado y la democracia: el bienestar de todos, no de unos pocos privilegiados. Nuestro país dominado por una multitud de pequeños esfuerzos, en teoría justos, pero cuyos resultados es la dispersión de recursos que degradan la finalidad mayor del estado y la democracia. Es también degradante la falta de autoridad ejecutiva cuando permite que pequeños grupúsculos paralicen la economía, haciendo un mal uso de las libertades que la misma democracia parece permitir. La huelga prolongada del 2018 tiene mucha responsabilidad en lo que se ha dado en llamar la pandemia de la educación, que tendrán un alto impacto en empleo en años futuros y en la capacidad para encarar nuevos retos de la época actual. En suma, hay una visión de la función pública y sus recursos que debilitan la capacidad de los gobiernos para avanzar hacia metas más ambiciosas que, en el mediano y largo plazo, nos pueden dar mayor estabilidad política y bienestar social.
Corrupción. ¿Dígame usted cuál político no es corrupto? Lo importante no es lo que se roban, sino la obra que dejen. Una explicación frecuente, pero que ignora los alcances del problema. En las palabras del expresidente Oscar Arias Sánchez, “La corrupción ofende a los ciudadanos, empobrece a los pueblos y subvierte a la democracia”. Además, hay consecuencias prácticas y puntuales que no deberíamos ignorar. La corrupción sustrae los recursos que deberían ser utilizados para beneficio de todos. Además, tenemos un sistema judicial que se comporta como socio de la corrupción. Uno de los robos más visibles e importantes de fondos públicos ocurrió durante la administración Chinchilla Miranda con la necesaria Trocha fronteriza. 10 o más años después las responsabilidad políticas y penales siguen pendientes. El caso de la Cochinilla posiblemente no tendrá resolución alguna por los siguientes 10 a 15 años. La que la impunidad se encuentra detrás de este problema.
El democrático sufragio. El acceso al poder y el dinero van de la mano. El financiamiento, con una fuerte participación individual o corporativa externa compromete las decisiones de las estructuras de poder. A ello se agrega el centralismo, donde se ejecuta la mayor parte de ese presupuesto público, hoy de unos 18 billones de colones. El sufragio está para que la población vote por una estructura de poder que favorece los grandes intereses económicos y que perjudica a los sectores más pobres. Además, nuestros representantes en el congreso son nombrados en buena parte por esas mismas estructuras jerárquicas, financiadas por el gran capital nacional. De modo que no debería sorprender decisiones como las relativas al arroz, la carne, el café, la caña, entre otras que elevan el costo para la población y los ingresos para los ricos.
Es la democracia, estúpido. Parafraseo al expresidente Clinton, con su expresión política y sin intención ofensiva alguna. Si la democracia nos ha fallado, cabe preguntarse entonces cuáles son las opciones. Si seguimos pegados a la posición Churchiliana, según la cual la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás. Y esto, creo yo, no es aceptable. Tenemos que enfrentar los problemas que enfrentamos cuando intentamos construir una democracia y los resultados son injusticia social e inestabilidad política y social. Los países soportarán ese estado de injusticia por algún tiempo, pero tarde o temprano optarán por otros caminos que pueden resultar más peligrosos. En nuestra región hay varios ejemplos. Y, además, sabemos cuán difícil es, cuando el fracaso aflora, retomar una nueva ruta. Cierto, mejor vivir en libertad que en dictaduras. Pero esta verdad no parece tener resonancia cuando hay un estómago vacío y ofensivas desigualdades.
¿Por qué los países asiáticos tienen éxito? Situaciones como las de Singapur o Corea del Sur, alguna vez de inferior riqueza y desarrollo que nuestro país, despiertan el interés de nuestra población. Es posible que la mayor parte del éxito de esos y otros países asiáticos tenga que ver con varios factores, pero en especial por dos razones: el ejecutivo tiene autoridad y la ejerce, mientras la población es disciplinada y apoya las iniciativas que producen resultados, no promesas. En esencia el “buen gobierno”. Por otra parte, parece haber mayor conciencia de que el mundo cambió y se han incorporado con éxito a la Cuarta Revolución Industrial.
En esos países, los gobiernos se ocupan de dirigir e interfieren poco con la actividad productiva, pero, además, saben hacia donde van y cuáles serán los resultados esperados en lo político, social y económico. En contraste, nuestra visión de la democracia, sobre la cual la mayoría de los costarricenses ha perdido su confianza, ocurre todo lo contrario: primero, nuestro carácter jurídico de Estado Unitario no se respeta y, segundo, el Presidente de turno carece de la autoridad necesaria para gobernar y, especialmente, para decisiones difíciles. El sistema educativo ha fallado en hacer entender a la población que la democracia implica delegación y que el progreso demanda unión. La población ha sustituido el derecho a la libertad por el libertinaje.
Si la democracia no funciona es nuestro deber repararla. Más de lo mismo asegura el inadecuado statu quo que queremos cambiar. La práctica de la democracia en nuestro país ha fracasado y requiere ajustes mayores. No queremos experimentar porque los resultados pueden traernos males peores, pero las condiciones actuales pueden impulsar al pueblo a ello. Los problemas son reales y por supuesto no son los que un grupo de amigos discuten amistosamente en sus tertulias. Pero hay coincidencias y ejemplo de soluciones posibles.
Primero, si todo el mundo está revuelto, Costa Rica no tiene que estarlo. Nos hemos distinguido por hacer las cosas diferente y tenemos las reservas intelectuales para practicar una democracia leal con su propio objetivo: el bienestar de todos.
Segundo, necesitamos crear una actitud de gran respeto por los recursos públicos principal instrumento para alcanzar el bienestar de todos, objetivo final de la democracia. Este es un imperativo ético que debe promoverse a nivel nacional y ser parte del sistema educativo. El Estado debe tener mecanismos de control sobre los resultados que en conjunto nos permitirá asegurar el bienestar de todos.
Tercero, la corrupción debe combatirse con otro diseño estatal, que destruya el centralismo mesetero. 83 municipalidades es un despilfarro porque diluye la función de gobierno. El país debería evolucionar a un sistema de descentralización más profunda, con una docena de gobiernos locales, con funciones, presupuesto y autoridad real de gobierno. Llevar el gobierno más cerca del pueblo fortalece la democracia y facilita formas de control directamente en las bases.
Cuarto, para combatir la corrupción el sufragio democrático debe prescindir del financiamiento privado. El financiamiento estatal debe ser más fluido y depender más del sistema bancario público. El TSE podría contribuir a desarrollar una plataforma digital que permita a los candidatos llevar su propaganda a todo el país.
Quinto, necesitamos disciplina sin perjuicio de las libertades propias de la democracia. La disciplina tiene dos dimensiones: una, que reside en el comportamiento del presidente de la república, en forma acorde con nuestra condición de Estado Unitario. El Gobierno es nacional, dentro de los derechos de autonomía administrativa que otorga la constitución en su artículo 188. Corresponde al gobierno nacional orientar la totalidad de los recursos del Estado hacia el objetivo superior de la democracia. Otra dimensión constituye la disciplina ciudadana. El pueblo debe apoyar las iniciativas nacionales que nos lleven por el camino del desarrollo y de la equidad. Esto requiere mucha educación, pero también depende del “buen gobierno”. El mal gobierno que nos han recetados en décadas recientes es una fuente de inconformidad y genera protestas que perturban su labor y la paz social.
Conclusión. No existe ninguna pretensión de tener la respuesta a nuestros problemas, que son muchos más y más complejos. El mensaje implícito en estas notas es que, ciertamente, la democracia nos ha fallado; que esas fallas emanan de problemas susceptibles de superación, siempre que se construya un entorno de confianza en nuestros gobernantes; y, que es política y técnicamente posible tener una democracia robusta y beneficiosa para todos si hay un acuerdo nacional. Tenemos los recursos y motivación civil por el cambio. Necesitamos gobernantes con visión y carácter.
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