Elizabeth Jiménez Núñez, Abogada y escritora.
Parece que no hay advertencia que alcance ni grito de espanto que penetre de un tajo hacia adentro. La naturaleza humana actúa de formas inesperadas. Más allá de los números rojos, parece que debería venir una especie de sombra lúgubre para llevarnos a una camilla, y proyectarnos la película: vernos entubados, o verdaderamente muriéndonos, a nosotros o bien a uno de los nuestros, para que la pandemia nos atraviese el entendimiento y la podamos ver como una gran tragedia.
La tragedia como género ha acompañado a la literatura universal, en ella los personajes presentan situaciones desfavorables donde abunda la muerte y el dolor.
Parece que en Costa Rica existe un sector que se declaró abiertamente inmune, como si la cosa no fuera estrictamente con ellos y ellas, donde las celebraciones y las rupturas de los protocolos dispuestos fuera la consigna perfecta para la I N S U R R E C C I Ó N, una suerte de autoengaño, sinónimo de falsa inmunidad .
Nos pasó las de Troya: Un caballo fue llevado dentro de nuestras reunioncitas a puerta cerrada, y pusimos al caballito a bailar por presión económica y social, «quédate en casa» resultó una fórmula inmediata que perdió fuerza y se convirtió en una frase débil e imposible de acatar, y de aquel caballo mítico, —tiempo atrás—, salieron guerreros que mataron centinelas y abrieron puertas para que entrara el ejército aqueo.
El caballo danzante costarricense flexibilizó burbujas y consecuentemente los burbujones fueron abriéndose paso, —lo que no se sabía— es que, el condenado virus tenía todas las intenciones de ganar terreno y la falsa inmunidad nos cobraría la factura de nuestra conducta, como ya lo había advertido centenares de veces el señor Salas en las conferencias de prensa.
¿Será este tiempo fantasía para los cronistas de otros tiempos? García Márquez con su frase célebre: «La vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla», nos estaba dando un mensaje anteponiéndose a su propia noción de la trascendencia como valor, y como cronista le interesaba «el otro». También otro gran escritor había comprendido que las familias felices no producían novelas, pero sí producían recuerdos ambiguos como «buenas familias» escondían trapos sucios.
Las crónicas vendrán y serán nuestros sucesores los que se deleiten o se horroricen con nuestros destinos, producto de nuestras buenas o malas decisiones, de nuestros trapitos sucios. Para algunos la muerte del «otro» no representa una sacudida ni una pérdida, se ha creado una distanciamiento social (distinto al que nos piden las autoridades sanitarias) con la indeterminación de la vida y sobre todo de su valor, y decimos sin decirlo: «no me afecta, no me incumbe, no me interesa, no me importa».
Regresamos rápidamente al instante en que iniciamos: estamos entubados, nuestros pulmones están comprometidos, nos queda poco, ese nivel de empatía a través del imaginario invisible de un servicio de salud históricamente eficiente, nos permitirnos trasladar nuestros pensamientos y sentimientos a la camilla de un hospital, un hospital que quizá muchos no visiten, pero que sí visitarán muchos otros desconocidos. La incógnita: ¿habrá o no suficientes camillas, respiradores, personal médico, esperanza, energía, dinero, confianza, sentido común, solidaridad? ¿Será el sistema de salud que recordábamos, cómo lo recordábamos?
Es cierto que hay algo que está maltratando la salud mental de los costarricenses, es cierto que la cultura nos antecede, nos puebla repleta de abrazos y de vinculaciones afectivas que responden a la cercanía: verse, hablarse, esa sensación de estar presentes, pero sobre todo la necesidad de sentirnos vivos a través del reconocimiento y del contacto físico. Sin embargo debería prevalecer el miedo al futuro, al colapso, a la muerte de alguien que, sin ser directamente amigo, hermano, o vecino, es un ser humano, un ser que merece respeto y consideración por su condición inherente de ser.
En sentido estricto no podemos detener los contagios, pero podemos disminuirlos. Ahora deberíamos salir de casa, «fuera de casa» con el protocolo, parece que no resultaría tan complicado: mantenerse en burbuja (en la medida de lo posible) distanciarse, usar mascarilla y sobre todo poner en práctica sentido común.
Habrá gente que dirá: «para cierto sector es imposible comprar mascarillas desechables, primero el arroz y los frijoles», pero también se venden mascarillas lavables.
En ese mismo imaginario embargo hago un recurrido por la imagen traducida en recuerdo, por más recóndito que sea el pueblo, en la mayoría de las casas costarricenses, la lucecita de un televisor de varias pulgadas cobra protagonismo ante una cortina transparente que deja entrever una realidad rara a la luz del ojo curioso, existen garroteras que dan entretenimiento a largo plazo. No es suficiente, no, ciertamente falta mucho por hacer y habrá mucho que no se haga.
Lo cierto es que las realidades del hacinamiento en zonas vulnerables disparan con mayor rapidez los contagios, eso responde a una dinámica social y económica de larga data, que no es desconocida para la mayoría. ¿Deficiencias en el modelo de Estado?¿Problemáticas con sabor a olvido? Lo que verdaderamente es insostenible es hacer reuniones con motivos de celebración: tés de canastilla en automóvil, cumpleaños, reuniones de cualquier índole y aún cuando es imperdonable e impensable que actuemos sin medir las consecuencias de nuestros actos sin que prevalezca el sentido común y la empatía como principio rector, tampoco podemos lanzarle piedras a la casa del vecino contagiado, porque el covid-19 toca la puerta sin avisar y nos sorprende ante la tonta idea de creernos por encima del bien y del mal, con la visita de cualquier asintomático que dejemos pasar para un asunto de corto plazo.
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