Enrique Castillo: La ambigüedad de Arturo de Montelimar

Enrique Castillo.

Arturo de Montelimar se sintió culpable por haber evitado todo contacto con su novia, la señorita Belarmina Alfaro Villadeste, después de haberse comprometido con ella. Si bien no podía negar que su actitud podía calificarse de grosera y cobarde, no podía evitarla. Por alguna razón aún no aclarada, el encanto se desvaneció la misma noche cuando en uno de los elegantes salones de la residencia de los Alfaro Villadeste, ante los familiares y amigos más cercanos, se comprometió a casarse con ella. Al día siguiente Arturo de Montelimar amaneció sabiendo que no estaba enamorado. Durante los tres días subsiguientes ni siquiera la llamó por teléfono. Al cuarto día consideró ineludible hacerlo, y ella respondió con un tono áspero y distante, para hacerle saber su disgusto y perplejidad por una conducta tan desconsiderada e inexplicable. Él quiso prolongar su alejamiento y le propuso no ir a visitarla esa noche ni la siguiente, con el fin de darle mayor tiempo para acompañar a su madre y ocuparse de la preparación del ajuar. La frialdad de Berlamina se quebró con tal propuesta.

-¿Cuándo, entonces, nos veremos?- preguntó dolida.

El tono tembloroso y triste de su voz fue lo que más avergonzó a Arturo. Se dijo que tratar así a su novia era una canallada. No tenía sentido haberla cortejado durante varios meses si la abandonaba de esa manera. Convino en ir a verla a la noche siguiente.

Se disculpaba a sí mismo diciéndose que a Belarmina sí había creído quererla, pero la verdad es que la había conquistado para compensar sus complejos y halagar su vanidad. En todo caso, aunque la hubiese amado, de sobra sabía que el amor le estaba vedado: para Arturo de Montelimar era imposible culminar una relación amorosa. No obstante, la tentación de saberse querido era irresistible. Por eso se involucraba con las mujeres.

Como en las ocasiones anteriores, en esta había un motivo, siempre el mismo, para que no pudiese casarse con Belarmina. Y como tantas veces antes, ahora ya era tarde para no herirla. Una vez más le causaría dolor a un ser inocente.

En descargo de Arturo de Montelimar debo decir que, a diferencia de un donjuán, no era cínico en el amor. No era su estilo aprovecharse desdeñosamente de las mujeres. Si bien su vanidad entraba en juego, esta se ponía en movimiento más bien por la conciencia de las propias limitaciones y, sobre todo, de la más grande de ellas, su fatal impedimento para asumir una relación de pareja a largo plazo. La imposibilidad de casarse lo hacía perseguir a las jóvenes para sufrir mejor la condena de su renuncia, actitud indudablemente masoquista. El motivo de esa renuncia obligada lo había guardado siempre como un secreto inviolable, razón de más para que nadie comprendiera sus incumplimientos, sus escabullidas, sus evasiones cada vez que lo daban por atrapado en una relación sentimental. En esta oportunidad, llegaría hasta el punto del escándalo.

Tenía fama de galán y en los mejores salones suscitaba simpatía de parte de amigos y amigas por igual. Era apuesto, alegre, educado, gentil. Nadie podía imaginar la naturaleza de su secreto, nadie podía imaginar que tuviera un secreto.

Él hubiera dicho que padecía un secreto. Y no hubiese sido inexacto; el sufrimiento por su condición era innegable.

Arturo de Montelimar no podía casarse porque no podía llevar vida marital. Y no podía llevar vida marital -tendría yo que decirlo tarde o temprano- porque aunque no lo pareciese, no era normal. De acuerdo, hay hombres con deformidades casados, eso depende de la clase de afección de que se trate, pero la de Arturo de Montelimar era una de las que impiden casarse y hasta tener amantes. Así de grave era.

Era una anormalidad grave y fea.

A pesar de ser muy guapo, Arturo de Montelimar tenía un sexo de simio. No como el de un simio, sino de simio. Sufría de una terrible tara consistente en un ridículo órgano sexual rosado, flácido y en extremo delgado como el de un chimpancé. Y no era su único defecto físico. Padecía de otro más impresionante: tenía un rabo de mono. Aquí, de nuevo, es necesario precisar: no tenía un trasero de mono, lo cual ya hubiese sido bastante desagradable, sino una cola de unos treinta centímetros de largo, delgada, oscura, tremendamente móvil, poblada de vellos en la parte externa y de piel rugosa en la parte interior, su lado prensil.

El secreto de Arturo de Montelimar era conocido por poquísimas personas: sus padres, el médico ginecólogo a cargo del parto, y sus asistentes de enfermería. Pero esos profesionales habían jurado mantener el más estricto secreto profesional, juramento que –hay que reconocerlo- acataban rigurosamente, aun a costa de la ciencia, que hubiese sacado gran provecho de estudiar de cerca tal fenómeno, si el ginecólogo hubiese querido exponer el caso en una revista especializada o en un congreso médico.

Los padres de Arturo, de buena posición social, sufrieron una conmoción con el nacimiento, pero el orgullo los obligó a reponerse de inmediato. Resueltos a que nadie tuviese acceso al secreto de aquel niño, desde el principio asumieron muchos sacrificios. La madre nunca aceptó ayuda ajena para los cuidados del bebé, especialmente para bañarlo y cambiarle los pañales. El padre, un capitán de industria, no faltó nunca a la solidaridad con su mujer y participó en todas las acciones necesarias para evitar el escándalo.

Como si debiera asumir la responsabilidad por aquel capricho de la biología, el médico les explicó que todo ser humano estaba expuesto a nacer padeciendo taras de toda suerte y mutaciones inverosímiles.

-Hay gente que nace con seis dedos en una mano, otros son hermafroditas, es decir, tienen los órganos de ambos sexos y hasta mujeres a las que luego les crece barba. Si bien es cierto que, hasta donde yo sé, nunca antes se había dado el caso de un ser humano con órganos tan simiescos, la posibilidad siempre estuvo abierta- les dijo, tratando de mantener el asunto en un plano científico.

Más tarde, el padre y la madre del pequeño Arturo lograron recabar otras opiniones sin exponer al muchacho ante los médicos. Para hacerlo, planteaban el caso como un asunto hipotético y siempre con ligeras variantes que disimularan su verdadero interés Sin embargo, las respuestas estuvieron siempre en la misma línea de la opinión del ginecólogo.

-Sin duda se trata de un carácter sumamente recesivo, pues tuvo que esperar miles de generaciones para reaparecer y lo hizo dando incluso un salto de especie. Pero la explicación es la misma de los caracteres recesivos evidenciados por Mendel- opinó una afamada bióloga.

-Lombroso llamaba a ese planteamiento ‘la teoría atávica’. La persona de quien me hablan está atada genéticamente a los primates anteriores al ser humano y eso no tiene nada de sorprendente, si hemos de creer a Darwin y a Spencer, en quienes Lombroso se inspiró- les dijo un viejo médico, quien añadió que Lombroso desarrolló esta teoría para explicar el nacimiento de algunos individuos modernos con características de seres primitivos.

Terminaron, pues, por aceptar la diferencia del pequeño Arturo como un hecho extraordinario, pero no por ello menos normal.

-Además -se oyó argumentar a la madre cuando el niño tenía unos nueve años- en todo lo demás es perfectamente humano y bueno.

Era verdad. Su apariencia -con la excepción en cuestión- era normal y agradable. Su personalidad no mostraba ninguna secuela y el chico era de buen temperamento: sociable, cariñoso, respetuoso, inteligente. Así aceptaron a su hijo y le enseñaron a asumir sus dos peculiaridades con tanto éxito que, al crecer, en lugar de lamentarse por sus diferencias, el muchacho aprendió a sacarles provecho. …Sobre todo al rabo. Cuando estaba en su dormitorio, a solas, prefería estar desnudo, pues de esta manera su apéndice posterior quedaba libre de la ropa que lo aprisionaba. Acostado sobre la cama miraba la televisión, mientras con la cola cogía distraídamente semillas de maní y se las llevaba a la boca. Cuando se convirtió en un joven adulto, para ir a los bailes de sociedad, el muy pícaro se colocaba el rabo hacia adelante, haciéndolo pasar entre las piernas, con la punta arrollada, para hacer creer a las jóvenes con quienes bailaba pegadito que estaba dotado de algo mejor de lo que en realidad tenía como órgano sexual. Sin embargo, casi al mismo tiempo, al llegar a la edad de los amoríos, comenzó verdaderamente a sufrir. Le gustaban las mujeres tanto como a sus amigos de juergas, pero a diferencia de ellos, no podía rematar sus aventuras en el lecho junto a alguna moza. Siempre tenía que inventar algún pretexto para retirarse más temprano. Y cuando le dio por enamorarse en serio, lo cual le había ocurrido dos o tres veces antes de Belarmina, empezó a mirar su condición y su destino con angustia.

Con la complicidad de sus padres y del médico, hasta entonces se las había arreglado para eludir la práctica de deportes en la escuela y en el colegio, aduciendo motivos médicos de distinta índole. De esta manera evitó el uso de los vestidores comunes, donde hubiese estado expuesto a la vista de sus compañeros. Gracias a estas y muchas otras triquiñuelas, el secreto se mantuvo inviolado e incluso pudo sostener varios noviazgos… hasta el trance presente.

La convicción de no amar a Belarmina resultaba lo peor en este momento: si la amara, le revelaría el secreto con la esperanza de que ella lo aceptara como era, pero sin la seguridad de quererla, no se pondría en sus manos.

El no querer a Belarmina Alfaro lo salvaría del drama de un fracaso, mas sería su aceptación, una vez más, de sólo ser capaz de amores platónicos, meras especulaciones del afecto.

Pasó por el tormentoso rompimiento, bajo la más oprobiosa reacción de la familia Alfaro Villadeste. Belarmina tuvo una crisis nerviosa y hubo de someterse a tratamiento psicológico. Los amigos comunes se dividieron en dos bandos: los que condenaron su conducta y quienes lo defendieron alegando que alguna buena razón habría de tener, y que nadie podía juzgarlo sin conocerla.

Un día, Arturo desapareció sin dejar explicación, ni siquiera un adiós para sus padres. Ellos pensaron en la posibilidad de un secuestro y, durante varias semanas, la policía lo buscó infatigablemente. En las páginas de sucesos de los diarios se expusieron varias hipótesis, desde la del secuestro hasta la del asesinato a manos de desconocidos. Temían encontrar su cadáver en un barranco, en cualquier momento. La sociedad estaba consternada y hasta quienes lo habían censurado por el desaire a Belarmina se preocupaban por su suerte.

Arturo de Montelimar se lo pudo imaginar, pero nunca supo el revuelo que causó su desaparición. Donde se encontraba, no podía enterarse de esas cosas: en medio de la selva, conviviendo con una manada de simios cuyo encuentro había buscado atendiendo lo que durante años fue un llamado de la naturaleza, indiscernible al principio, fuerte y claro desde hacía poco.

Allí estaba, emparejado con una mona tolerante de su ambigüedad. Mas nunca sería feliz: la nostalgia de los padres y los recuerdos de la infancia y de la adolescencia, cuando había sido casi humano, lo desgarrarían por siempre. Había emprendiendo una nueva vida, pero ahora la persistencia de la memoria sería la nueva mueca cruel que le jugaría el destino.

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