Enrique Castillo Barrantes.
Desde la ventana de su cuarto, situado en la planta baja del hotel, Andrés Mercader observa caer la lluvia sobre el jardín y la piscina, en la cual unos niños siguen jugando al voleibol acuático. Pertinaz, la lluvia cae también sobre el techo cónico de paja que cubre el bar, al borde de la alberca. Cuán distante le parece, desde ese lugar del Caribe, la noche en que corrió, con Helena, por las calles estrechas y torcidas del centro antiguo de una ciudad europea, húmedas después de una tarde de aguacero igual a esta. De eso hace tan solo un mes; sin embargo, la memoria le escatima hasta el nombre de la ciudad. Podría haber sido Copenhague o Hamburgo o Milán. Se sorprende de constatar cómo la memoria destroza, a la manera de un triturador de basura, los acontecimientos traumáticos. De algo sí está seguro: antes de aquella noche no conocía a Helena. ¿Por qué, entonces, se había visto envuelto en una huída a su lado?
Andrés cierra sus ojos negros, mientras su mente entreabre la ventanilla del recuerdo. El chapaleo de los niños en la piscina distrae su atención, haciéndole más dificultoso rememorar. Al mismo tiempo, la lluvia se intensifica y un trueno distante deja llegar su retumbo. De pronto, como un avión al salir de las nubes, Andrés ve claro en ese pasado reciente. La ciudad era Ámsterdam y eran alrededor de las nueve de una noche de otoño. Sí, había llovido y acababa de escampar. Caminaba por una calle bien iluminada, pero no circulaban autos ni otros peatones. Al pasar por la blanca fachada de un hotel, intempestivamente salió una guapa mujer, vestida con elegancia y calzando zapatos de tacones altos. Era ella, Helena. Bajó la escalinata a toda prisa y, abalanzándose sobre él, lo jaló de un brazo y le dijo: “¡Señor, ayúdeme. Me están persiguiendo!” De seguido, él hizo lo más tonto que podía haber hecho: sin preguntarle nada, ni siquiera quién la perseguía ni la causa de tal persecución, echó a correr a su lado, súbitamente poseído por una solidaridad irracional, sintiendo la misma urgencia de escapar. Sin duda, lo había movido el mandato de la galantería, impactado por la pelirroja hermosura de aquella mujer con quien, de manera tan abrupta, se estaba encontrando en el camino de su vida. Corrieron juntos y, antes de doblar en la siguiente calle, Andrés miró hacia atrás y vio a dos hombres salir del hotel, detenerse un instante sobre la acera en actitud de orientarse, justo el tiempo necesario para detectar a los escapados desapareciendo a la vuelta de la esquina. Ella corría con sus zapatos de tacón alto, incapaz de hacerlo descalza, y sus pisadas resonaban. “Como cascos de caballo”, pensó Andrés, corriendo a la par suya e incómodo por el carácter delator del taconeo de su compañera quien, no obstante, corría con perfecto dominio de su calzado. Andrés, buen conocedor de Ámsterdam, iba determinando la ruta. Se aproximaron a una zona con mucho movimiento de vehículos y continuaron zigzagueando entre los autos y cambiando de dirección con frecuencia. “Busquemos el sector sur; lo conozco mejor”, dijo Andrés, con voz sofocada. Penetraron en una calle por donde pasaba un carruaje tirado por caballos, de esos destinados a pasear turistas, sin pasajeros en ese momento. Lo ocuparon y el cochero, conminado por las vehementes instrucciones de Andrés, incitó a sus corceles a emprender una carrera imposible para los exhaustos perseguidores, quienes vieron, impotentes, desaparecer tan insólito vehículo por la siguiente bocacalle.
Helena y Andrés descendieron de él en un barrio tranquilo y caminaron silenciosos, a lo largo de un canal flanqueado de árboles, hasta las inmediaciones de un parque. Las hojas otoñales caídas, mojadas por la reciente lluvia, hacían resbalosa la acera. Por eso, caminaban lentamente. Habiendo recobrado el aliento, por causa de un exagerado escrúpulo de caballerosidad él no se atrevía a hacer las elementales preguntas a que tenía derecho para aclarar la situación; pero ella tampoco ofrecía espontáneamente las respuestas. Ambos esperaban el momento adecuado.
Frente a la entrada del parque, bajo la luz de un farol, se toparon con la figura altiva de una mujer de mediana edad, metida en un abrigo negro de invierno, apostada allí como si los estuviese esperando. Para estupor de Mercader, así pareció cuando la extraña, sin sacar las manos de los bolsillos del abrigo, le dijo a Helena:
-Tu madre te pide que vuelvas. Debes hacerlo, te necesita.
-No, ya la he servido mucho. Ya me ha manipulado demasiado. Ahora voy a hacer mi vida -respondió ella.
Helena dio la espalda a la mujer y, tomando a Andrés de la mano, empezó a caminar de nuevo. Cuando se habían distanciado una veintena de metros, miraron hacia atrás y la desconocida ya no estaba. Helena le dijo:
-Además del agradecimiento, le debo una disculpa. Se preguntará usted qué he hecho para ser perseguida, pero no considero conveniente decírselo. No quisiera involucrarlo más en esto; a la larga, puede resultarle peligroso. Le conviene quedarse al margen de todo. Ya arriesgó demasiado al protegerme en mi huída.
-Pero, ¿qué va usted a hacer? No puede marcharse a su casa así no más. La buscarán allí.
-Ya lo sé. Debo desaparecer y sabré hacerlo. Lo mejor será buscar un par de taxis y separarnos aquí.
-Ni siquiera me ha dicho su nombre.
-Me llamo Helena. …Siempre le agradeceré lo que ha hecho por mí.
Andrés se resistía a dejarla ir. Luego de haber sufrido juntos tan inusitada aventura, tenía la impresión, falsa, por supuesto, de conocerla desde antes y de haber compartido con ella otras cosas. Se sintió apegado a la gracia femenina de ese rostro pecoso, de ojos verdes, al cabello rojizo y largo, a la densa hermosura de su cuerpo.
-Si va a casa de alguna amiga, la encontrarán. Deben conocer sus relaciones. Si va a un hotel, será fácil localizarla, incluso por teléfono. Déjeme ofrecerle mi apartamento, mientras elabora un plan seguro para desaparecer- insistió.
-Precisamente, si conocen mis relaciones, pronto también sabrán quién es usted. La única solución es marcharme de Ámsterdam.
-Helena, asumiré el riesgo. Estoy de acuerdo en que debe salir de la ciudad, pero hoy no es prudente. Estarán vigilando la estación de trenes y el aeropuerto- prácticamente le rogó.
Helena guardó silencio por unos larguísimos segundos. Luego, lo miró a los ojos.
-Está bien. Aceptaré por esta noche.
Ella sabía que las suposiciones de Andrés eran correctas. Por lo pronto, lo más razonable era movilizarse lo menos posible. Había salido huyendo en medio de un altercado, sin haber medido las verdaderas posibilidades de sustraerse del alcance de la organización, que tenía muchas ramificaciones internacionales. Aunque desde hacía unos meses se sentía incómoda con todo lo que ocurría y había pensado en salirse, debió haber planeado cuidadosamente su ejecución. Ahora que lo había hecho sin planearlo, no sabía cómo continuar. Por eso aceptó el ofrecimiento de Andrés. Pero, también la indujo a ello una incipiente atracción por aquel hombre galante, fuerte y maduro, tal vez capaz de ayudarla a liberarse del control del que había decidido evadirse.
Ambos, a decir verdad, tomaban riesgo. ¿Cuánto sabía ella de Andrés Mercader? Nada, absolutamente. Ignoraba su condición de empresario ecuatoriano, exportador de mariscos y de plantas ornamentales, que viajaba a Holanda con frecuencia para ver sus asuntos comerciales; inteligente y frío, como buen negociante, y precozmente viudo. Era lo que suele llamarse una persona corriente, que llevaba una vida sin sobresaltos. No había nada en él que pudiese caracterizarlo como el héroe que esa noche Helena había creído presentir. Pero podía haber sido un truhán, un hombre peligroso, un sádico, un proxeneta, entre muchas otras posibilidades. Él, por su parte, ya advertía el peligro. Vislumbraba la existencia de un grupo implacable detrás de lo acontecido y no dudó mucho en enfocar dos posibilidades: una red de narcotráfico o una de trata de blancas. Sin embargo, suponiendo, para comenzar, que ese fuera su verdadero nombre, tampoco podía confiar en Helena. “Helena van Doorten”, había precisado la joven. Podría ser que ella hubiese cometido una fechoría, lo cual explicaría su necesidad de escapar. Una mujer puede ser tan peligrosa como un hombre. Incluso podrían ser todos unos malvados, ella y los otros, puestos de acuerdo en algún propósito ilícito.
No obstante, los dos confiaron. Una vez en el apartamento, Helena se duchó y, con la cabellera todavía húmeda, envuelta en una bata de baño, se acercó a Andrés para beber una copa a su lado, sentados en la sala. Pronto fue evidente que desde hacía rato el deseo los poseía, y terminaron saciándose en la ancha cama del dormitorio. Después se sumieron en un sereno relajamiento, bajo las sábanas, desde donde todo el trajín de las primeras horas lucía lejano y ajeno.
-Sabes –le dijo ella, mirando al techo-. He resuelto contártelo todo. No te conozco, pero eres la única persona con posibilidad de ayudarme, y si vas a hacerlo, incluso para decidir si quieres hacerlo o no, es necesario que estés informado. De todos modos, me siento relevada de cualquier juramento de guardar el secreto y de ser leal a quienes hoy debo considerar como mis enemigos.
-Ya te he demostrado mi deseo de ayudarte. Cuéntame, Helena- le dijo él, vuelto de lado para escucharla con atención.
-Trataré de hacer corta la historia, aunque es un poco complicada. Está relacionada con las ciencias, especialmente con la astronomía y con la filosofía. No sé cuál es tu formación, pero si no entiendes algo, me lo dices para explicártelo.
-Soy comerciante, pero espero entender; aunque ya estoy confundido: jamás me habría imaginado que este asunto tuviese que ver con la ciencia, en vez de ser una historia de mafiosos.
-Bueno; vamos adelante. Yo era asistente de la cátedra de física en una universidad inglesa, adonde había ido a estudiar con una beca, cuando terminé metida en este embrollo. Verás, en las últimas dos, a lo sumo tres décadas, los científicos se han venido rebelando contra la idea de que las ciencias puedan ser realmente precisas. Algunos lo han hecho a causa de la enorme dificultad práctica -más bien de la imposibilidad- de conocer todos los factores que intervienen en un fenómeno cualquiera; otros, porque postulan que el orden no existe, sino que la naturaleza es caótica y bastante impredecible, en todo caso mucho más impredecible de lo que se creía. Pero algunos de esos científicos desencantados y rebeldes conservan intactas la curiosidad y el ansia de saber. Por ello, se han tornado hacia la filosofía, madre de todas las ciencias, y al pasado, para reorientar la busca de conocimiento. Mi jefe, el profesor Sir Hubert Windbread, ganador del Nobel de Física e investido caballero por la reina de Inglaterra en reconocimiento a sus pioneras investigaciones, se involucró, como uno de los primeros, en ese movimiento renovador, a pesar de sus setenta y cinco años. Intercambiando información con otros colegas británicos y del extranjero, llegaron a la conclusión de que la fuente inspiradora estaba en una corriente filosófica alemana de principios del siglo veinte, denominada fenomenología, fundada por Edmond Husserl y hoy caída en el olvido. Algunos personajes importantes de la intelectualidad alemana habían figurado entre sus predicadores. Estos habían sido conscientes de las limitaciones de los sentidos como receptores de conocimiento, aunque no sospecharon que pudiese alegarse el caos como regla de la naturaleza. Más bien, habían puesto el acento en el carácter rudimentario de la vista o del tacto, por ejemplo, e inclusive de su capacidad de ser engañosos; además, habían señalado la existencia de entidades o conceptos abstractos que no eran cognoscibles por medio de los sentidos, tales como la belleza, el bien, la justicia, la eternidad y otros.
Helena hizo una pausa, sin dejar de mirar el techo.
-Hasta aquí, voy entendiendo…- aprovechó para decir Andrés.
-Muy bien -prosiguió ella-. El caso es que los fenomenólogos propusieron otro modo de conocer la realidad y este era el de la intuición, es decir, la percepción directa, por la mente, de lo que se desea conocer, sin mediación de los sentidos. Como quien dice, viendo con los ojos del espíritu. La novedad no estaba en descubrir la intuición, conocida desde siempre por los enamorados y los místicos, sino en hacerla valer como método científico.
-Eso venía a resolver el problema de gentes como tu profesor -dijo Andrés.
-Efectivamente, pero entre la mayoría de la comunidad científica esa posición carecía de credibilidad. Por eso la fenomenología no había perdurado. Si se puede desconfiar de los sentidos, con mayor razón de los ojos del espíritu. Sin embargo, el nuevo grupo se aferró a aquella tesis, desempolvándola y convocando a colegas de varios países y de varias ciencias a una serie de seminarios anuales. Acudían físicos, químicos, biólogos, astrónomos, oceanógrafos y demás. Así se fundó el Movimiento de la Nueva Fenomenología. No faltaron algunos científicos sociales, sobre todo de orientación marxista, decepcionados por las dificultades que, en ese campo tan vasto, presentaba la ciencia positivista, pero no permanecieron mucho en esa comunidad, incapaces de departir con los estudiosos de las ciencias mal llamadas -ahora sí estaban todos convencidos de eso- “exactas”, porque, aun así, aquellos y estos seguían siendo faunas diferentes. Los sabios como mi profesor continuaban pensando, a pesar de todo, que las sociales eran ciencias menos exactas que las otras y, por consiguiente, menos científicas, por lo cual miraban a sociólogos, economistas y demás con cierto menosprecio. Estos últimos, por su parte, reventaban de coraje ante la reticencia de los otros a reconocer la utilidad científica de conceptos como los de equidad, justicia o igualdad, y terminaron por separarse, en una polémica y espesa sesión plenaria.
-Todo eso me parece muy normal para gente de oficios tan diversos.
-Sí, yo también lo creo. Luego de la partida de los científicos sociales, los nuevos fenomenólogos seguían siendo una minoría y posiblemente por eso se generó entre ellos una estrecha solidaridad, cimentada en relaciones amistosas, en el plano personal. Fundaron una revista, La nueva fenomenología, publicada en Heidelberg por una pequeña editorial, y que servía de medio de difusión y foro para intercambiar sus experiencias. Integraron diversas comisiones por área de conocimiento y así los físicos, con todas sus especialidades, se reunían más frecuentemente entre ellos, lo mismo que los biólogos y los químicos, cada grupo por aparte. Las sesiones plenarias se redujeron a las reuniones anuales.
-Todavía no veo la causa de la persecución -cortó, inoportuno, Andrés.
-Falta mucho todavía, pero ya llegaremos a ello. Ten paciencia, por favor -dijo Helena, quien se volvió un momento para acariciar su rostro-. Lo interesante del trabajo que llevaban a cabo, como tarea general del grupo, era que trataban de contrastar los conocimientos adquiridos por medio de la intuición con el uso de técnicas de observación empírica. Por supuesto, muchas veces lo intuido no podía ser verificado por observaciones materiales, mas eso no impedía que se lo tuviera por válido. Durante cinco años ese esfuerzo se desarrolló normalmente. De pronto, algo ocurrió en la Sección de Física, en la que tomaban parte, además de los físicos puros, los astrónomos, los geólogos y los oceanógrafos físicos (había también oceanógrafos biólogos). Sir Hubert Windbread solo me dijo, a punto de salir a una reunión de urgencia en Lieja que, al parecer, se acababa de hacer un gran descubrimiento, pero que él mismo no estaba enterado de su carácter; de ello sería informado en la reunión. Según supe tiempo después, la convocatoria había sido hecha por un astrónomo del observatorio de Palo Alto, en California. En Lieja, ese y otros dos profesores presentaron una sorprendente ponencia. Comenzaron por reconocer que las técnicas actuales de observación del planeta Tierra y del universo siguen siendo rudimentarias, a pesar del enorme desarrollo en materia de satélites, telescopios y registro de ondas electromagnéticas. Era algo obvio para tan bien informado auditorio, compuesto de una veintena de destacados científicos. Enseguida, el profesor Ericksson, de Estocolmo, quien llevaba la carga de la exposición, continuó diciendo que ni siquiera conocemos apropiadamente los movimientos de nuestro planeta. Nuestros procedimientos de medición dejan incógnitas sobre el sentido, la amplitud y el número de oscilaciones y desplazamientos de la Tierra, y apenas estamos tratando de precisar la forma exacta de la órbita alrededor del Sol. Las trayectorias elípticas de los cometas que, con relativa frecuencia, se acercan a ella, nos son casi totalmente desconocidas, a pesar del eventual aunque remoto riesgo de una colisión. Dijo que si hablamos del Sistema Solar, nuestra ignorancia se ensancha considerablemente, y si hablamos de nuestra galaxia, la Vía Láctea, ahí alcanza las dimensiones infinitas del resto del universo, del que mejor ni hacer mención. Ericksson consideró afortunado que el grupo hubiera optado por otro método para superar esas carencias y que, gracias a eso, hoy pudiera presentarles el que se atrevía a considerar como el mayor y más grave descubrimiento de la historia de la ciencia, logrado a base de la intuición. Se trataba del primer fenómeno cósmico del que se tenía noticia, con posibilidades de incidir directamente sobre la supervivencia de la Tierra. Dijo que por sus enormes dimensiones, ha escapado hasta ahora a nuestros aparatos de observación y de medición convencionales porque -esta es la razón- forma parte, sin que estuviésemos conscientes de él, de los supuestos de la realidad observable, en sus manifestaciones dinámicas. Esto se explica tan sencillamente como cuando estamos de pie o sentados en algún lugar. Nos sentimos inmóviles mientras, en realidad, nos movemos en varias direcciones y a velocidades tremendas, transportados por la Tierra. Oscilamos con ella, rotamos, le damos la vuelta al Sol. Ericksson pidió a sus colegas que le perdonaran la impertinencia de repetir semejante simpleza, pero explicó que lo hacía porque el principio de conocimiento aplicable a este fenómeno era el mismo. Dijo que estamos embarcados en la Tierra, junto con el grupo importante de galaxias del que formamos parte, hacia un enorme hoyo negro. Dijo que se habían hecho pormenorizadas consultas en el seno del comité, y las conclusiones eran concordantes. Además, que como todos sabíamos, algunos compañeros habían publicado, en La nueva fenomenología, trabajos empíricos tradicionales cuyos resultados podrían apoyar estas conclusiones. Puso como ejemplo, el desplazamiento anual de las masas oceánicas, que según lo ha demostrado el profesor Amhito, de Tokio, arroja irregularidades en los últimos veinte años, solo explicables por la sumisión de la Tierra a una fuerza de atracción unilateral y ajena al Sistema Solar. Recordó que en los últimos cien años, nuestro planeta ha tenido un calentamiento promedio de 0,6 grados centígrados, analizado por la comunidad científica internacional en otros foros y que, como bien sabíamos, es significativo y podría deberse a la proximidad de un foco de absorción de energía de tal magnitud, que obliga a nuestro globo a una liberación anticipada de calor. Ericksson dijo que no es posible determinar la fecha del nacimiento de este hoyo negro. Que se suponía originado, como todos ellos, por el colapso de una estrella exageradamente grande. También que suponemos se halla muy distante de la Tierra. Agregó que la absorción de esta por aquel está muy lejana en el tiempo, por lo menos algunos cientos de miles de años luz, por lo cual no habría riesgo de cataclismo por el momento salvo que –y aclaró que no quería ser alarmista- la velocidad de absorción se acelerara al acercarse la Tierra al hoyo, como ocurre con un barquito de papel atraído por un remolino: una vez entrado en el círculo de atracción, donde todo indicaría que ya nos encontramos, la velocidad se acrecentará vertiginosamente. ¿Cuánto tiempo puede implicar esto: cien mil años luz, diez mil años luz, cien años ordinarios, un año? Ericksson dijo que desde ese momento quedaba abierto el debate, pero que en el estado actual de nuestras capacidades, no disponíamos de ningún método que no fuese la intuición para dilucidarlo.
Hubo una pausa de silencio. Luego Andrés intentó retomar un principio de realidad:
-Me extraña mucho que una noticia así no haya conmovido al mundo. No recuerdo que la prensa la mencionara. Es como para que todavía estuviese toda la humanidad hablando de eso.
Helena acomodó su cuerpo de lado, esta vez para no dejar de mirar a Andrés.
-Bueno –le dijo un poco impaciente- es que justamente en lo único en que concordaron desde un principio, apenas pasaron los primeros instantes de estupor, fue en las consecuencias de divulgar tal noticia. ¬¿Te imaginas lo que hubiese ocurrido en las bolsas de valores, por ejemplo, y el pánico en las calles, a pesar de que no estaba confirmada?
-Ya lo creo, sería el caos- asintió Andrés-. Pero, dime, por fin ¿es cierto o no que caeremos en un hoyo negro?
-Esa es la gran pregunta –le respondió Helena-. Después de que el profesor Ericksson terminó su perorata, se armó la discusión pero, de inmediato, se convino en examinar el asunto cuidadosamente. El encuentro de Lieja duró tres días seguidos, durante los cuales los participantes, sin salir del hotel, con mucha paciencia, dedicación y minuciosidad, se dedicaron a examinar todas las pruebas aportadas por el comité y a verificar las mediciones que, hechas con otras técnicas, apoyaban su tesis. Pizarrones enteros se fueron llenando de ecuaciones matemáticas, y los ordenadores, traídos especialmente, sirvieron para toda clase de ejercicios virtuales y para el procesamiento de datos cuantificados. No obstante, siempre se terminaba en que lo esencial reposaba sobre las intuiciones de algunos, no demostrables empíricamente. Aseguraban ver con la imaginación un flujo concéntrico de estrellas y otros cuerpos celestes, formando una flor de luces y destellos en cuyo centro, oscuro como el de una violeta, se apagaban, dormidas para siempre. Por más que insistían en el prodigio de que varios destacados investigadores tuviesen intuiciones concordantes, aceptar o no la existencia del fenómeno se convirtió en un caso de fe: creerles o no creerles, creerlo o no creerlo. Por esa razón, al final del tercer día se dio un pleito más grande que cuando se separaron los sociólogos. La intuición, como pretendido método científico, no pasó la prueba para algunos quienes, sin embargo, la habían aceptado hasta entonces. Un sector se declaró disidente, rechazó el uso de la intuición como método reconocido y sentenció que el anunciado fin de la Tierra no contaba con suficiente evidencia ni siquiera para ser aceptado como hipótesis. Consideraron que hablar de ello públicamente sería una charlatanería. Optaron por denunciar la posición contraria a la suya como una patraña y resolvieron pedir la disolución del Movimiento de la Nueva Fenomenología. Esto último fue, desde ese mismo momento, un hecho, por estar presentes los más prominentes fundadores y líderes del grupo original.
-¡Tamaño lío! Pero me parece que tenían razón -dijo Andrés.
-Ahora creo que sí –dijo Helena- pero por un buen tiempo pensé lo contrario. Sir Hubert Windbread, mi querido jefe, fue de los ocho que aceptaron la teoría del comité. Al concretarse la separación de los contestatarios y la disolución del Movimiento de la Nueva Fenomenología, dos semanas más tarde se volvieron a reunir en Utrecht, aquí en Holanda, los once defensores de la idea del apocalipsis, y decidieron constituirse en una especie de asociación secreta denominada Orden de los Caballeros de la Fenomenología Ortodoxa. Ericksson fue nombrado Gran Científico Mayor, como quien dice el presidente, y a Sir Windbread lo designaron Custodio Vitalicio del Estatuto Solemne, una especie de secretario general. La misión del nuevo grupo era la de continuar observando el proceso de acercamiento al hoyo negro y de actuar anónimamente en la preparación de la humanidad para el desenlace. Este podría ocurrir, en términos terrestres, pronto o mucho tiempo después, así que dispusieron que deberían prepararse para, de ser necesario, divulgar y transmitir el saber de la nueva sociedad de generación en generación, por los siglos de los siglos, hasta el fin.
-Eso me suena a secta religiosa- dijo Andrés con ironía.
-Y tienes razón. Luego el matiz religioso se haría incluso más marcado. Pero, al mismo tiempo, se empezaron a mezclar otros intereses. Por un lado, si el mundo se va a acabar, los bienes materiales se valoran en una perspectiva diferente. Hay que aprovechar la vida mientras dure. Por otro lado, para financiar sus actividades, la asociación creó una serie de sociedades mercantiles o corporaciones, en muchos países, en las que nunca se presenta con su verdadera faz. Solo se conocen fachadas de pequeñas empresas con nombres como “New Technological Developement, Inc.”, “Scientific Services”, “Apoyos Avanzados para la Ciencia, S.A.” y otras. Algunas de estas empresas organizan seminarios de actualización en cuestiones científicas, políticas o económicas, por los que cobran sumas de dinero sustanciosas, pero no son más que maneras disimuladas de fortalecerse económicamente y de reclutar adeptos, cuyo número ha ido creciendo hasta llegar, en la actualidad, a unos seis mil, repartidos por todo el mundo y bien colocados en posiciones importantes en sus respectivos países. Los iniciados conservan estrictamente el…
De pronto, alguien tocó a la puerta, con firmes golpes de nudillos. Andrés miró el reloj de la mesita de noche. Era más de la una y treinta de la madrugada. Ambos se miraron perplejos. De seguido, un fuerte golpe les indicó que estaban violentando la entrada. Se levantaron de prisa y avanzaban hacia el vestíbulo poniéndose las batas, cuando la puerta cedió con un crujido seco y penetraron cinco hombres, armados con pistolas. Eran corpulentos estaban vestidos de negro. Usaban guantes y botas. Evidentemente, formaban parte de un cuerpo de seguridad privada. Rodearon a Andrés y a Helena, les dieron ocasión de medio vestirse, les ataron las manos hacia atrás, les taparon los ojos y, a empellones, los sacaron del apartamento, los metieron en el ascensor, los llevaron al estacionamiento del edificio, en el sótano, donde ocuparon varios vehículos en los que cruzaron la ciudad, hasta otro sótano. Andrés y Helena iban en automóviles diferentes y no pudieron comunicarse.
Al llegar a otro recinto, les destaparon los ojos y se encontraron, de pie, frente a una especie de tribunal. Desde el estrado los miraban cinco figuras canosas y hostiles, uniformadas con togas negras. El techo era abovedado y, al igual que las paredes, de piedra. Desde los muros, antorchas colocadas a cierta distancia una de la otra proporcionaban una luz amarillenta y suave, apenas una atenuación de la penumbra. Allí se producía un cierto eco cada vez que alguien susurraba unas palabras o carraspeaba.
-¡Santo cielo! -murmuró Helena- es el Severo Tribunal de la Lealtad. Había oído hablar de él pero no creía que existiera realmente.
-¡Silencio! -impuso un sujeto que debía ser el secretario del Tribunal-. Solo pueden hablar cuando el Justísimo Magistrado Presidente les dé autorización.
Cuando el Justísimo Magistrado Presidente empezó a hablar, su voz clara y poco grave resonó por todo el espacioso local, en cuyos oscuros rincones se adivinaba la presencia de observadores, ujieres y otros servidores, atisbando silenciosos el solemne desarrollo de la sesión.
-Estamos aquí para juzgar sumariamente a Helena van Doorten y a su cómplice -dijo, sentado en medio de los otros cuatro miembros del Tribunal-. Para informarnos de la acusación, tiene la palabra el señor Procurador de la Pureza.
Desde las sombras, donde no se le podía ver, empezó el anónimo Procurador de la Pureza a formular los cargos. Dijo así:
-Honorables miembros del Tribunal: desde que la Orden se fundó, sabíamos que estaría expuesta a los más arteros ataques de quienes son hoy unos renegados. Por eso, en el Estatuto Solemne se incluyeron reglas rigurosas para proteger el secreto de nuestras acciones, para sancionar los actos de nuestros enemigos externos y para garantizar la lealtad de los asociados. Hemos sufrido, ciertamente, agresiones de parte de personas o grupos ajenos a nuestra asociación. Cada vez hemos respondido con energía, aunque algunos agresores han quedado impunes. Pero nunca había sido convocado este Severo Tribunal para conocer traición más grave que la cometida por Helena van Doorten. Al menos los otros no ocultaron su animosidad, pero ella se ganó la confianza de su jefe, el distinguido sir Hubert Windbread, para introducirse en nuestra agrupación y tener acceso a todos sus conocimientos, así como a los detalles de su manera de operar, y ahora, cuando creíamos que era un miembro comprometido con la noble misión que nos hemos impuesto, ha optado por abandonar sus deberes. Con lo que sabe, si permitimos que circule por todas partes, la existencia de la Orden y, por consiguiente, su finalidad de salvar a los seres humanos, estarán amenazadas. Para salvar a millones es preciso eliminar a esta mujer desleal y peligrosa, lo mismo que a su acompañante. Pido que esta misma noche ambos sean arrojados al mar con un pesado lastre, desde la ruta de las esclusas. He terminado, Honorable y Justísimo Presidente.
-Gracias, señor Procurador. Los acusados pueden hacer manifestaciones de descargo. La señorita van Doorten puede hablar a nombre de los dos –dijo el Justísimo Magistrado Presidente sin mirar a Helena.
Ella dio un paso al frente y, visiblemente molesta, comenzó su alegato.
-Señores Magistrados: lo primero que deseo decirles es que este hombre es inocente. No ha hecho más que ayudar a una mujer desconocida. Yo tampoco soy culpable porque defiendo la razón. Solo he querido separarme de una organización que se ha vuelto intolerante, que defiende sus planteamientos con fanatismo, sin estar dispuesta a considerar sus errores. No puedo estar de acuerdo con la exterminación de quienes discrepan. Tampoco está bien que la Orden se haya infiltrado en las esferas políticas de varios países, respaldada por el dinero acumulado en diversos negocios, ni que sus dirigentes se deleiten con el uso del poder.
-Ya veo que además de infiel, es usted insolente -la interrumpió, visiblemente alterado, el Justísimo Magistrado Presidente-. Sus manifestaciones son la prueba directa de la acusación del señor Procurador. No se hable más. Conducid a los acusados a la celda mientras el Severo Tribunal delibera para fijar el castigo.
Con los ojos vendados nuevamente, fueron llevados a una amplia celda. Eran los únicos prisioneros.
-Falta poco más de una hora para el amanecer. Con suerte, por hoy no podrán ejecutar ninguna decisión radical -dijo Mercader para consolarse.
-Me siento como si estuviera en la Edad Media –dijo Helena mientras examinaba la celda-. Todo esto es una locura increíble. No me explico cómo personas que han sido durante toda la vida los mejores ejemplos de la razón, han podido desviarse de modo tan absurdo por los vericuetos de una locura colectiva. Cuando dijiste que te sonaba a una secta religiosa, no sabes cuánta razón tenías. Desde que aceptaron la existencia del agujero negro, su concepción del universo adoptó un nuevo cariz teológico: la noción de Dios ha tomado la forma de un centro de energía inteligente, radicado en el hoyo, centro del universo, del que habría provenido la vida -lo que otros llaman “la creación”- y hacia el cual, desde hace muchísimo tiempo, estaría retornando progresivamente. Cuando todo el universo se haya concentrado allí, será el fin. La energía liberada al morir cada ser viviente circula en la naturaleza y será absorbida por la fuerza gravitatoria del hoyo en el cataclismo final para permanecer, consciente, retenida allí, en un estado de felicidad absoluta y eterna, integrada a la energía originaria. Por eso, los miembros de la Orden han desarrollado una liturgia y una terminología que difiere muy poco de las religiones cristianas predominantes en Occidente. Dicen, por ejemplo, que en el momento final, “viviremos en Dios”. Al revestirse con ese carácter religioso, han adoptado una actitud fanática e intolerante, propia de los defensores de credos. Por esa razón me tratan como hereje. A sus ojos, es lo que soy.
-Helena, no me causan ninguna simpatía, sino un miedo terrible, pero me pregunto si, siendo gente tan sabia, no tendrán razón. Quizás hayan logrado algo que nadie más ha podido: conciliar la ciencia y la religión.
-¡Qué va! –respondió Helena con enojo-. En materia de ciencia también se han vuelto tozudos. A fines de agosto de 1998, la profesora Andrea Ghez, de la Universidad de California, anunció que, por medio del telescopio Keck, de Maunea Kea, Hawái, había descubierto la existencia de un hoyo negro en el centro de la Vía Láctea. Observando los movimientos de unas doscientas estrellas desde 1995, había notado que un diez por ciento de ellas, unas veinte, giraban a velocidades anormalmente altas, con una trayectoria alterada, lo que solo podía ser producido por una fuerza gravitatoria extraordinariamente potente. Ghez llegó a concluir que el fenómeno era causado por un agujero negro ubicado en el centro de la galaxia, a veinticuatro mil años luz de la Tierra. Este descubrimiento, alcanzado inductivamente a partir de observaciones telescópicas y procesamiento informático de los datos, venía a constituir una nueva versión de la historia presentada en Lieja, pero basada en datos empíricos y sin connotaciones esotéricas. Ghez demostró que los métodos tradicionales tenían la capacidad de hacer descubrimientos concretos. La Orden sacó una contra teoría: dijeron que no había una sola clase de agujeros negros sino muchas. Que los hay de muchos tamaños y ninguno es igual a otro. El mayor de todos es el descubierto por la Orden, bautizado con el nombre de Magnum Centrum: centro del universo y de todo lo que existe, principio y fin. Habrá de absorberlo todo, incluso los demás hoyos negros. A medida que absorbe objetos celestes, su fuerza de gravedad aumenta, lo cual explica que, habiéndose originado en el colapso de una sola estrella, hoy sea capaz de absorber galaxias enteras y hasta grupos de galaxias. Todo habrá de recaer inevitablemente en él. La realización plena de la humanidad será su inmersión en el Magnum Centrum: tal es el destino del hombre.
-Ahora sí me pones pesimista- dijo Andrés-. Con gente así no hay posibilidad de transigir. Pero tú eras una de ellos. Dime, entonces, ¿por qué decidiste separarte? Si no lo hubieras hecho, no estaríamos como estamos.
-Porque soy una mujer de ciencia. Al principio me presté a ayudar en lo que pude por aprecio a mi profesor. Trabajé en las actividades proselitistas, pero siempre creyendo que eran eminentemente científicas. Cuando me percaté de las desviaciones religiosas y de las persecuciones contra quienes discrepan, me alarmé. Sir Hubert Windbread dudó de mis conclusiones, pues él creía aún en la seriedad científica de la agrupación. Sin embargo, un día desapareció. Aparentemente, haciendo sus propias investigaciones había llegado a dudar de la existencia del Magnum Centrum e ingenuamente comunicó sus inquietudes a Ericksson y algunos dirigentes. Creo que le hicieron un juicio como el de hoy y lo eliminaron. Me di cuenta de su discrepancia porque dejó en el laboratorio el protocolo, donde había anotado sus últimas observaciones sobre la falta de fundamentación de la teoría del Magnum Centrum. En ellas reconocía que puede haber un centro del universo, si por ello se entiende el lugar donde se originó la explosión primigenia, el Big Bang, pero que nada permite asegurar su ubicación como la del supuesto Magnum Centrum, del que nunca se han observado indicios concretos, ni mucho menos las propiedades espirituales que se le atribuyen. Para la camarilla dirigente de la Orden, estas dos últimas objeciones eran herejías mayores. Pero, para serte franca, la discusión acerca de si existe o no el Magnum Centrum no me parece tan importante. Después de todo, aunque se carezca de pruebas, la tesis de su existencia no es, en principio, irracional ni descabellada. Si se puede tener como probado que los hoyos negros existen, nada se opone a que haya uno más grande y potente que los demás. En ese sentido, el descubrimiento de Andrea Ghez y la teoría astronómica del Magnum Centrum no se contradicen. Además de probar su presencia, queda por ver si este se sitúa en el centro del universo. Tarde o temprano se sabrá. En cambio, lo grave es que, de hecho, y desde hace ya bastante tiempo, la supuesta doble misión de la Orden de los Caballeros de la Fenomenología Ortodoxa, de continuar observando el fenómeno y preparar a la Tierra para su desaparición y eventualmente, salvarla, fue abandonada. Ericksson y sus seguidores se dedican a proteger y desarrollar la Orden en sí misma, de modo que esta ha pasado de ser un medio de salvación a convertirse en un instrumento de acceso a la riqueza y al poder. De ahí que, según ellos, la supervivencia de la institución requiere y justifica los más terribles excesos. Por otro lado, la orientación religiosa que han tomado les legitima el cambio de metas: la caída en el agujero sería el logro de la felicidad eterna, por lo tanto, de ser cierta, no habría que temerla sino desearla. A pesar de la desaparición del profesor Windbread, yo seguí trabajando para los Caballeros de la Fenomenología Ortodoxa, aunque seguramente me observaban con desconfianza por mi relación con él. Otros miembros, de rango menor, se me acercaron para informarme del clima de represión en que vivían, y me relataron casos de tortura y de exterminación. El Severo Tribunal de la Lealtad es un órgano inquisidor, cruel e injusto. Ayer no pude más y cometí el error de desahogarme, reprochándole, nada menos que a Ericksson, las aberraciones que te cuento. Se puso tan colérico que tuve que salir huyendo de su oficina, en el falso hotel, y quienes nos persiguieron fueron dos de sus guardaespaldas. En el apartamento, nos echaron mano otros, los del cuerpo de la Reverenda Guardia Ordenalicia, que en realidad está constituida por una banda de matones al servicio del Gran Científico Mayor, el imponderable profesor Ericksson. Andrés…-añadió Helena con un suspiro- …Te confieso que en este momento tengo mucho miedo.
-No es para menos, aquí no tenemos defensa- replicó él, tratando de mantener la calma.
Andrés observó el rostro de Helena. Estaba cansada y la piel de su rostro había perdido la lozanía de las primeras horas. Demacrada como estaba, denotaba una mayor edad que la que Andrés le atribuía. En ese momento le seguía pareciendo joven, pero ya no tanto. Quizás de unos treinta y cinco años. Taciturna y tensa, no pertenecía, sin embargo, al tipo de criatura que mueve a la ternura por su fragilidad. La reciedad de su carácter, mostrada ya ante el Severo Tribunal, se percibía en la firmeza de los movimientos de sus manos y en su mirada profunda, en la que subyacía un encanto sensual.
Aunque no era el momento apropiado, Andrés pensó que, en vez de ternura, Helena despertaba su deseo.
Se oyeron pasos. Una puerta se abrió y se volvió a cerrar. Gente se aproximaba a la celda. El enrejado dejaba ver todo lo que ocurría en el pasillo. Dos hombres se acercaron, abrieron la reja e invitaron a Andrés a salir. Al traspasar la salida de la celda, cruzó una mirada de interrogaciones y de impotencia con Helena. Fue llevado a una sala contigua, en la misma planta, amueblada con gruesos sillones y una espesa alfombra. Allí le esperaba el propio profesor Ericksson.
-Tome asiento, señor Mercader –le dijo señalando un cómodo sillón-. Ha de estar cansado después de tan fatigosa noche.
Receloso y todavía sin conocer la identidad de quien le hablaba, Andrés se sentó.
-Bien -prosiguió Ericksson con condescendencia- encuentro lamentable que haya sido arrastrado a una situación en la que no le corresponde estar. Tengo entendido que es usted una persona ajena a nuestro oficio y se ha involucrado en una acción lesiva a nuestros intereses… por accidente, si puedo ponerlo en esos términos.
Andrés lo escuchaba sin asentir, a la espera de que Ericksson fuera al grano.
-Permítame decirle que todavía está a tiempo de desligarse de un caso tan comprometedor. He decidido ayudarlo, informándolo de los inconvenientes de su nueva amistad, así como de la injusticia de oponerse a nuestra abnegada organización. Parto de que desconoce las características de esta asociación y doy por un hecho que ignora los antecedentes de Helena van Doorten. De lo contrario, no se hubiera relacionado con ella.
-Escucharé con atención lo que tenga que decirme.
-Magnífico. Dentro de media hora amanecerá. Para entonces, sabrá mucho más que ahora, si logro sintetizar bien y, dependiendo de su deseo de enmendarse, puede que salve su vida.
-Créame que, en este momento nada me interesa más que eso- fingió Andrés.
-Así lo supuse. Antes de proseguir, permítame ofrecerle mis disculpas por no haberme presentado debidamente: soy el mayor Sven Ericksson.
-¡Cómo! ¿No es más bien el profesor Ericksson?- preguntó con sorpresa.
-No, de ninguna manera. Soy policía, como todos los demás miembros de la organización.
-Pero Helena me explicó que los miembros de la Orden son científicos de todas partes del mundo. Y me habló del profesor Ericksson como el más elevado personaje, a menos que haya otro Ericksson además de usted.
-No, no. Ignoro qué cuentos le habrá inventado, mas le aseguro que está en un error. Se lo voy a aclarar porque, de todas maneras, en el punto a que usted ha llegado, podemos permitirnos hacerle algunas revelaciones. Claro está que hay muchos aspectos que debemos callar; que constituyen secreto de Estado. A pesar del honor que me hace, no soy el del más alto rango. Soy el único Ericksson aquí y mi superior es el coronel Windbread, a quien conocerá pronto. Por encima de él existe un alto mando internacional que actúa en el más absoluto anonimato. Incluso el coronel Windbread y yo ignoramos la identidad de sus miembros.
-Pues le ruego que me explique todo, ya que me tiene muy confundido.
-¿Ha oído hablar de los acuerdos de Maastricht, del año 1992?
-Sí –dijo Andrés casi con alegría-. Como empresario me interesaron mucho porque tendrían repercusiones importantes para mis negocios de exportación a Europa. Por ejemplo, la idea de la moneda única…
-Exacto. Pero hay algo que la gente común desconoce. La cumbre se desarrolló en varios niveles simultáneamente. Lo que el gran público llegó a conocer fue la reunión de Jefes de Estado y de Gobierno, y los acuerdos de política económica. Sin embargo, al mismo tiempo y en la misma ciudad, los países participantes realizaron otras reuniones específicas en privado, sobre materias tales como energía, seguridad, ciencia y tecnología, a cargo de funcionarios especializados. Una de esas fue la de los servicios secretos. Los gobernantes convinieron en que para consolidar la Unión se requería neutralizar el espionaje recíproco entre los países miembros y, al mismo tiempo, coordinar, compartir y fortalecer la búsqueda de información proveniente del exterior de la comunidad europea. Suele haber espionaje militar, industrial y de otros tipos, pero el mejor punto de partida es el espionaje científico. Al fin de cuentas, lo militar, lo industrial, lo tecnológico, dependen de la ciencia. Hicieron, pues, que nos reuniéramos los cuerpos de investigación de los distintos países, y fue así como fundamos la Red Europea de Servicios Secretos, con énfasis en la captación de información científica, y que los hombres del oficio llamamos, en nuestra jerga, “la Orden”.
-¿Me quiere usted decir que la Orden no tiene una misión de tipo religioso?
-¡Para nada! Es una organización de espionaje. Por supuesto, no esperará que le cuente todo lo que hemos descubierto. Le he dado esta larga explicación para llegar hasta Helena van Doorten. Ella fue uno de los oficiales aportados por Holanda a la Red. En los últimos tiempos, hemos tenido sospechas de que vende información a países ajenos a la Unión Europea y puedo decirle que ya tenemos las pruebas. La Orden, o la Red, como prefiera llamarla, tiene que protegerse y tomará medidas radicales. Su relación con la señorita van Doorten lo pone en una situación, digámoslo suavemente, delicada, aunque ya hemos verificado sus antecedentes y las bases de datos consultadas nos indican que usted no está relacionado con las operaciones investigadas por nuestros agentes. Los únicos problemas son que se haya enterado de la existencia de la Orden y que no sabemos lo que Helena haya podido revelarle. En esas circunstancias, no podremos liberarlo sin tener… ¿Cómo decirlo?…Sin tener ciertas garantías.
-Pero ¿y lo del agujero negro, lo del Magnum Centrum?
-Francamente, no sé de qué me habla. Supongo que Helena se habrá inspirado en algunos de nuestros informes sobre descubrimientos astronómicos para engatusarlo. No le haga caso. Ahora, preocúpese de usted mismo. Tengo que llevarlo ante mi superior, quien decidirá su suerte.
Nuevamente vendado, Andrés fue conducido a un ascensor que lo llevó a uno de los pisos superiores del edificio. Introducido en una vasta oficina, quedó a solas, sin la venda. De inmediato, por una puerta lateral, apareció un hombre viejo pero erguido y de modales rígidos.
-Buenos días. Soy el coronel Windbread. Puede sentarse.
-Buenos días -contestó Andrés, casi sin saber qué decir, desconcertado al oír aquel nombre.
-Bien. Nos han puesto ustedes en una pequeña emergencia. A estas horas suelo estar dormido todavía. Vamos a ir al grano. El mayor Ericksson ya le explicó su situación. No nos deja más que una salida: pensamos que no merece ninguna represalia pero, para que pueda salvar su vida y volver a sus negocios, necesitamos garantizarnos su silencio. Helena van Doorten es cosa juzgada: será eliminada. Conservaremos la prueba de que fue usted quien la eliminó. Así, si un día decide ser indiscreto, se lo podremos cobrar muy caro, tanto que no se atreverá ni a pensarlo. Un proceso por homicidio, apoyado por el trabajo de los servicios secretos, que proporcionarían todas las evidencias necesarias, le significaría la cárcel de por vida. Entonces, concretemos: usted la arrojará al mar, y nosotros filmaremos y fotografiaremos la operación. Así de sencillo.
-¿Es una propuesta? ¿Puedo rechazarla? Del todo, no me agrada la idea- dijo Andrés con evidente molestia.
-No tiene alternativa.
-Pues le diré que nada de esto tiene sentido. Me ha dicho el mayor Ericksson que son policías, lo que para mí significa que deberían proteger el orden y la legalidad, y me propone que asesine a una persona. Además, no tengo ninguna seguridad de que lo que me han dicho sea verdad. ¿Quién me asegura que Helena van Doorten sea una espía traidora? Por más que las historias contadas por ella parezcan fantásticas, contienen tantos detalles y son tan congruentes, que me resulta difícil creer que sean puro invento suyo.
-Puede dudar todo lo que quiera, pero hay una realidad: ella y usted están en nuestro poder. No tengo por qué discutir con usted la veracidad de nuestra organización. Lo que le puedo decir es que, aunque estemos al servicio de nuestros gobiernos, no podemos tolerar una desviación como la de Helena. Por la seguridad institucional de la Red Europea de Servicios Secretos y por la de la misma Unión, este asunto debe liquidarse radicalmente y con el mayor sigilo. Si no acepta la vía que le ofrezco, sufrirá la misma suerte que ella.
-En ese caso, necesito que me dé tiempo. Deseo pensarlo mejor.
-Muy bien -contestó secamente el coronel Windbread, a la vez que oprimía un botón bajo su escritorio.
Entraron dos hombres.
-Pueden llevar al señor Mercader a la celda –ordenó el coronel.
Lo vendaron de nuevo y lo condujeron al ascensor. Andrés se dejó llevar dócilmente. En el trayecto, caminando a ciegas, pensaba que no sería capaz de traicionar a Helena y, mucho menos, de darle muerte. Menos de doce horas atrás era un anodino y desconocido hombre de negocios y no sería ahora, aunque se debatiese en medio de una intriga en la que, por lo visto, su vida estaba en gran peligro, cuando tendría carácter para convertirse en un homicida a sangre fría. Pero lo peor era la desorientación: realmente no sabía si creerle a Helena o a los otros. ¿Cuál era la verdadera naturaleza de la Orden? ¿Serían científicos convertidos en aventureros del poder o policías sin ley? Calculó que ya había amanecido.
Helena lo recibió en la celda, con una sonrisa de alivio, pero llena de inquietudes. Se abrazaron con calidez.
-¡Qué bueno que regresaste! ¿Qué te hicieron? ¿Qué te dijeron?
-Quieren que te traicione, pero no lo haré.
En ese mismo momento, desde su gran escritorio, el coronel Windbread llamaba por el intercomunicador al mayor Ericksson.
-No va a cooperar. Proceda con el plan B- dijo secamente.
El plan B fue ejecutado a la medianoche siguiente. Varios hombres los sacaron de la celda y los condujeron a la enfermería. Mientras los sujetaban, una mujer con gabacha blanca les aplicó una inyección a cada uno. Era un potente somnífero. A los pocos minutos, Andrés se desmadejó como un muñeco de trapo. Los enfermeros lo despojaron de sus ropas, con las cuales uno de los hombres se vistió. Envuelto en una bata de hospital, Andrés fue conducido a la celda, donde permaneció varias horas más, profundamente dormido.
A Helena, también inconsciente, la introdujeron en un vehículo y la transportaron a la vía que pasa sobre las esclusas que regulan el flujo y reflujo de las mareas con las que Holanda le ha ido robando tierra al mar. En la niebla de la hora previa al amanecer, varios autos se detuvieron sobre el puente. Hacía frío y los sujetos llevaban guantes de lana, bufandas y gorras. De sus rostros de piedra exhalaba un vaho misterioso. Sedada y atada de pies y manos, Helena fue tomada en brazos por el sujeto que vestía la ropa de Andrés. Sin decir palabra la deslizó por el barandal hasta dejarla caer al agua con un lastre que colgaba de sus piernas. El silencio fue roto un instante por el chapoteo del agua. La escena fue filmada por otro hombre con una videocámara infrarroja mientras que otro más tomaba fotografías con una película hipersensible. Un cuarto individuo vigilaba los alrededores. Luego, los cuatro se quedaron silenciosos, observando por unos minutos la fuerte corriente que discurría hacia el mar, como para cerciorarse de que el cuerpo no volviera a flote. Finalmente, se miraron sin decir palabra y con un gesto dieron por concluida su tarea.
Por la tarde de ese mismo día, Andrés Mercader vio, en la oficina del mayor Ericksson, el vídeo en que aparecía arrojando a Helena al mar.
-Ya lo ve –le dijo a Andrés-, le ahorramos la molestia de pensar. Bajo los efectos de una moderna droga siguió usted al pie de la letra nuestras instrucciones y arrojó a Helena a la muerte. Guardaremos este vídeo y las fotografías con la esperanza de nunca tener que usarlos, a menos que quiera causarnos dificultades. Hemos hecho arreglos para que se tome unas vacaciones en una linda isla del Caribe, como una manera de compensarlo por los contratiempos sufridos. Nuestros agentes lo vigilarán de lejos sin molestarlo y, pasadas unas semanas, podrá regresar a su país. Sus pertenencias se encuentran empacadas y, dentro de media hora, los oficiales lo llevarán al aeropuerto. Lamento todo lo que ha tenido que pasar y me acongoja que se lleve una mala imagen de la Red. Quisiera sugerirle que la olvide por completo.
Andrés calló. Estaba conmocionado por la muerte de Helena y por la maldad de la Orden. No opuso ninguna resistencia: se dejó llevar al aeropuerto, hizo el viaje en avión con dos agentes, se instaló en el hotel a vegetar en esa isla caribeña, deprimido y con la mente confusa, y hoy es el primer día que repasa mentalmente lo ocurrido.
La lluvia acaba de cesar y Andrés se anima a salir de su habitación, se dirige al bar de la piscina, se sienta a una pequeña mesa y, con un gesto de la mano, llama al mesero y pide un ron con cola. Cuando este regresa con la bebida y se la sirve, le dice:
-Servido, con los saludos de la Orden.
-Andrés lo vuelve a ver, escudriñando sus ojos. Es un hombre bajito y moreno, de origen kuna, que le sonríe mientras agrega:
-No se nota, pero ya casi llegamos al Magnum Centrum.
El hombre se aleja y Andrés se queda pensativo, mirando el mar.
En el espacio no se oye nada porque no hay nada para oír. Inalcanzable para los sentidos, un inmenso agujero negro palpita absorbente. Andrés nunca lo sabrá, pero en ese instante un invisible suspiro de energía que antes se llamó Helena van Doorten se adelanta a caer en él.
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