Gustavo Arroyo González. Abogado
La disolución y proscripción del ejército por parte de la Junta Fundadora de la Segunda República, mediante acto solemne, formal y simbólico, el 1 de diciembre de 1948, presidida por Don José Figueres Ferrer y preceptuado en el artículo 12 de nuestra Constitución Política, como acto concluyente de la Revolución del 48, me lleva a pensar por un lado, en la culminación de un conflicto armado acaecido entre compatriotas, donde la lógica supone una sociedad polarizada políticamente y fragmentada socialmente; y por otra parte, interpreto que este acontecimiento histórico expresa la reivindicación de una situación indeseable que otrora, reproducía un orden de cosas hostiles y la vez expresaba la necesidad de un cambio o transformación radical, que condujera al país, a un estadio de cosas nuevas, donde se reestableciera el orden social, jurídico y económico, con el fin de aspirar a un conjunto de ideales mínimos, que requiere un Estado para la continuidad y estabilidad del sistema y que a la vez, ubicara a la persona humana, como el epicentro de la historia.
Más que la celebración de un acto oficial, la abolición del ejercito es un acontecimiento político y cívico, que exige un ejercicio intelectual amplio, pues nos permite descubrir también en su dimensión antropológica, la praxis política y el pensamiento de un estadista, de la talla de Don José Figueres Ferrer, siendo a mi modo de ver, el líder político costarricense, más importante de la primera mitad del siglo pasado; gestor y protagonista de los hechos que sin lugar a dudas, se convierten con el tiempo, en uno de los logros más significativos de la historia patria, propios de un líder y político visionario, quien nos heredó una sociedad inclusiva y democrática, al recuperar las fibras del tejido social y reafirmar la esencia del ser costarricense.
En el momento del triunfo de la revolución, las fuerzas políticas tuvieron que elegir entre dos caminos: o la instauración de un régimen político con la presencia de fuerzas armadas, con estructuras castrenses, similares a la de los gobiernos autoritarios, que en el pasado se impusieron en Costa Rica, al estilo de las dictaduras de América Latina; o la adopción de los valores y principios democráticos- constitucionales, que nos permitirían alcanzar el mejoramiento económico y social, mediante las vías reformistas, para asegurar el bienestar general de nuestro pueblo, y de esta forma garantizar las condiciones esenciales para las generaciones futuras de la nueva sociedad costarricense, donde tendríamos que forjar nuestros proyectos de vida e ilusiones colectivas.
La decisión de suprimir el ejército para muchos es catalogada como una acción ilógica de las fuerzas políticas vencedoras de la guerra civil, sin embargo, a mi juicio pone de manifiesto por un lado, la relevancia del valor de la libertad, la igualdad, la justicia, la fraternidad y búsqueda de la reconciliación nacional. Asimismo, constituye un mensaje directo a las fuerzas políticas futuras, de descartar cualquier intento de instaurar formas de gobierno, basadas en ideologías extremas y más bien, acentuar el valor democrático de nuestras instituciones, así como la progresividad del Estado de Derecho, que acompaña al constitucionalismo de occidente.
Decía el profesor Enrique Obregón: “El estadista es un político, pero los políticos no siempre son estadistas. Para el estadista, su tiempo no es más que el punto de apoyo, que le permite proyectarse hacia el futuro”. Sin lugar a dudas, estas palabras, son la prueba de que Don Pepe siempre en su labor desprendida y su deseo de ayudar al país, abrazaba los ideales de aspirar a un Estado con compromiso social, que garantizara la igualdad entre los miembros de la sociedad costarricense, pensando en el fortalecimiento de la democracia, el mejoramiento del aparato institucional y en los sectores menos favorecidos del desarrollo nacional.
En consecuencia, la abolición del ejército supone un antes y un después, en la vida política del Estado costarricense, este hecho incontrovertible, único en su particularidad, situó a nuestro país, como un ejemplo en el mundo, en su vocación por la paz y la democracia como parte de nuestra idiosincrasia y el uso de la razón en vez de la fuerza; institutos que hemos logrado consolidar desde la fundación de la Segunda República, los cuales son los pilares de nuestra pervivencia como nación.
Recientemente, el primero de diciembre de cada año, ha sido declarado oficialmente, como “Día de la Abolición de Ejército”, mediante ley de la República, N°9803, de 19 de mayo de 2020, no cabe duda, que la abolición del ejército representa el surgimiento de nuevos valores en la cultura del pueblo costarricense, y la tradición por la cultura pacifista, en este punto reside la necesidad de invertir más en educación, salud, cultura, ambiente y en áreas fundamentales del desarrollo nacional, así como en la tutela de las libertades individuales y los derechos humanos. Para ello, es vital la orientación correcta de la inversión pública, como la tuvo el país desde la puesta en marcha del modelo de desarrollo basado en la justicia social y la dignidad humana, a diferencia de otros países que se ocuparon de instruir a sus pueblos con armas y prácticas militares, creando una cultura de violencia entre sus congéneres, justificando de este modo el “status quo”, basado en una economía de guerra, y sembrando el dolor y la destrucción entre los pueblos, como suele ocurrir con algunos países del orbe, en su afán desenfrenado por la carrera armamentista y la primacía del conflicto armado.
La selección de los mecanismos democráticos, el diálogo y la paz como medios idóneos para la solución pacífica de los conflictos inter-subjetivos, son prácticas institucionalizadas en la cultura de nuestro pueblo, y se manifiestan a lo largo del desarrollo de la historia de Costa Rica, como por ejemplo: los logros alcanzados en el contexto de la Guerra Fría, por el expresidente Don Luis Alberto Monge Álvarez, con la proclamación de la Neutralidad Perpetua, Activa y no Armada, en 1983; declarada luego como día oficial el 17 de noviembre de cada año, mediante Decreto Ejecutivo N°15.832 del 14 de noviembre de 1984 y el Proceso de Pacificación y el Desarme del área Centroamericana, el cual se logra con el Plan de Paz, del expresidente Oscar Arias Sánchez, y culmina con los acuerdos de Esquipulas I y II, para establecer la paz firme y duradera en Centroamérica, suscrito por los expresidentes del área el 8 de agosto de 1987, y posteriormente se le otorga el Premio Nobel de la Paz, al expresidente Arias, por su liderazgo y protagonismo en los acuerdos de paz y sus ideas oportunas, sólidas y coherentes sobre las realidades de los pueblos centroamericanos, traducidas en soluciones efectivas, que propiciaron la salida de la crisis política y la finalización del conflicto armado, sufrido por los pueblos durante años, para instaurar la paz en la región y transformar positivamente la historia de Centroamérica.
El día de la abolición del ejército, no solamente es una fecha conmemorativa de un hecho histórico que surgió de la iniciativa de Don Pepe (como le decían cariñosamente) y de sus correligionarios; este acto plasma e inmortaliza el pensamiento, la filosofía, así como la vocación patriótica y democrática de José Figueres, siendo a la vez una salida pacífica a la crisis social y política de la época. En ese mismo sentido la abolición del ejército, es una cátedra de historia, para las nuevas generaciones y para la clase política del futuro, pues era necesario preparar el terreno fértil para la instauración de un nuevo modelo de sociedad democrática y reformista, que creara las condiciones para la convivencia pacífica entre los miembros de la sociedad costarricense, y de esta manera, censurar la existencia perniciosa de los gobiernos fallidos, que abrieron heridas en los países hermanos de América Latina y recordar a la vez, que el gobernante es un simple depositario del poder político, y por tanto, el poder debe estar dirigido a esa incesante aspiración, de construir una patria mejor para todos.
Es un hecho innegable, que los ejércitos en América Latina, que acompañaron las dictaduras desde los años 50 a los 80s, fueron el brazo opresor al servicio del gobernante déspota, cuyo fin era reprimir el malestar popular o la disidencia política, antes que garantizar el orden público o defender al país, de amenazas externas. Este acto marca un hito histórico sin precedentes y es consustancial a la visión de una generación de líderes y patriotas, cuyos ideales salvarían a la nación, del avance de los dogmas y de las ideologías radicales, así como de los “istmos doctrinarios extremistas”. Sin lugar a dudas, Don Pepe, figura como uno de estos líderes carismáticos, siendo su virtud principal la humildad, la sabiduría y el amor a su patria, al desprenderse de la estéril vanidad que genera el poder y la devoción por el cargo público, abonada por el triunfo del Ejército de Liberación Nacional y de las bases populares, para luego retribuirlo al servicio del pueblo, dándole a la política un aire fresco, desde la dimensión de la ética y de la solidaridad, que será posteriormente un ejemplo para los gobernantes del mundo.
En definitiva, el sufrimiento o la alegría de los pueblos, reside en la forma en que la política es conducida por los cauces de la institucionalidad democrática, para mejorar las condiciones de vida de la gente. Por ello, el poder político es un instrumento en cabeza del gobernante o Príncipe (Maquiavelo) que basa su legitimación en la legalidad de los actos, y en el deber moral (Kant) de apartarse de toda actuación arbitraria o abuso de poder. En consecuencia, el fin de la política es el bien común (Platón), el beneficio de todos los ciudadanos y no la defensa de privilegios de clase y mucho menos servir a los caprichos e intereses del gobernante.
El ejercicio del poder político, es la voluntad del soberano depositada en sus representantes, para hacer que la sociedad, alcance mayores niveles de bienestar general. Don Pepe en su acto heroico de la abolir el ejército, será recordado desde el corazón de la patria, por ser un estadista, un patriota y un costarricense, que se desprendió de la vanidad del poder y pensó en los demás, siendo este último, el más noble principio y la más sagrada y admirable condición de un ser humano. Por todo ello, su pensamiento y acciones, confirman la grandeza de su obra, estando presente en cada uno de los costarricenses, al rememorar el primero de diciembre.
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