Hámer Salazar, Biólogo. info@hamersalazar.com
Hay confesiones que no se deberían hacer, principalmente porque nadie las pide, pero también porque ha nadie le importa, pues son del ámbito privado, y la siguiente es una de esas. Debo confesar, con la certeza que no recibiré ni condena ni penitencia alguna que, por muchos años, fui un ciudadano disidente de los procesos democráticos. Durante varias elecciones nacionales, me presentaba en las urnas y dejaba mi voto en blanco y, esto, porque me había costado asimilar las “creencias democráticas” que existen al respecto, debido a lo amañadas que eran, y que aprendí cuando era niño y adolescente, ya que, junto a mi padre, participaba activamente “pegando banderas” y acompañando a los representantes políticos en sus visitas a las casas de mis familiares. En aquellos años, la bandera del partido al que le apostaba mi padre era azul y amarillo. Mi viejo nunca aspiró a ningún puesto político y, aunque no recuerdo haberlo visto recibir dádivas, siempre supuse que el trabajo no era gratis.
Cuando llegó el tiempo de ejercer mi primer voto, en las elecciones de 1982, lo hice por el candidato del partido contrario al que militaba mi viejo. Curiosamente, el muchacho universitario lo convenció de votar por quien llegó a ocupar la presidencia en ese periodo. Después de esas elecciones, debieron pasar 20 años para que volviera a las urnas con la intención de hacer efectivo mi voto. Esta vez votaría para presidente por un profesor universitario, con aires mesiánicos y que, alguna vez, puso su mano en mi hombro para decirme que me necesitaba en las filas del nuevo partido. Pero también votaría por mi mismo, por la posibilidad de ocupar una curul en la Asamblea Legislativa. Aquel fue un involucramiento total. Nada de medias tintas. No solo contribuí con la organización del partido en mi cantón, sino que terminé siendo, a regañadientes, candidato a diputado por la provincia de Alajuela. Afortunadamente, no quedé. Siempre pensé que era mejor para mi continuar en el ejercicio de mi profesión en las aulas universitarias y selvas ramonenses, donde habitaban muchas serpientes, pero todas de muy buen carácter, que no en la Asamblea, donde el peligro y el veneno podría brotar de cualquier parte. Afortunadamente, la mayoría de las serpientes no son venenosas y la falta de extremidades no debe ser un sinónimo de malignidad.
Sin embargo, antes de aceptar formar parte del partido, le indiqué a su fundador que yo no era de confiar en la política y le comenté del historial que tenía. ––Pues por eso es que lo necesitamos, gente como usted es la que requiere el partido ––me dijo.
Claro, enarbolábamos la bandera de la honestidad, de la transparencia, de la justicia; en una palabra: de la anticorrupción. Pero ¿qué sabía yo, un biólogo, un científico dedicado a la docencia y a su ciencia, de política? La respuesta era sencilla: nada. Así que, como estudioso que he tratado de ser, en poco tiempo debí convertirme en autodidacta de la política y me leí todos los libros de Platón; la República y la Ética a Nicómaco, de Aristóteles; El Príncipe de Maquiavelo; El Elogio de la Locura de Erasmo de Rotterdam; El Malestar de la Cultura de Sigmund Freud, entre otros.
Quería ilustrarme sobre el tema de la ética en la función pública, pues ese “era” el estandarte del partido. Una de las lecturas que más me impactó fue la del mito del Anillo de Giges, contado por Platón en el libro II de la República. El diálogo se daba entre Glaucón, hermano de Platón, y Sócrates, y que ahora lo cuento aquí utilizando un estilo muy libre, pero conservando la esencia del mito; por lo que espero, también, el perdón del eterno Platón y la compresión de usted, que me hace el favor de leer estas líneas.
Giges era un joven pastor de ovejas que servía al rey de Lidia, quien, con el paso del tiempo, se convirtió en uno de los mejores pastores de todo el reino, pues cuidada a cada una de las ovejas con mucho esmero, como si fueran de su propiedad. Sus ovejas siempre estaban bien alimentadas, gozaban de buena salud y un excelente pelambre. En una oportunidad, se encontraba Giges apacentando los semovientes, cuando sobrevino un torrencial aguacero y, de seguido, un gran terremoto. Aquella fue una tarde de angustia y zozobra para Giges. Pero aún faltaban más sorpresas. Como consecuencia del terremoto, cerca de donde estaba, se abrió un gran grieta que la escorrentía, provocada por la intensa precipitación, terminó lavándola y haciéndola más ancha. No era una simple grieta que provocara alejarse de ella. No. Todo lo contrario. Era tan ancha y profunda que invitaba a explorarla y así lo hizo Giges. Se introdujo en la zanja y caminó un poco en ella. La hendidura tenía una pendiente que Giges comenzó a descender con cautela. Arriba los borregos balaban y asomaban sus cabezas para ver perderse a Giges en las entrañas de la tierra. El pastor comenzó a observar objetos resplandecientes en las paredes de la grieta. Continuó descendiendo y, pronto, se dio cuenta que aquellos objetos que relucían eran de oro y plata. La grieta lo condujo hasta una gran caverna que contenía un enorme tesoro: monedas de oro y plata, vasijas, ánforas, estatuillas, perlas preciosas, diamantes… Todo era reluciente, bello y tentador. En medio de aquella estancia había un caballo de bronce enorme, con seis aberturas en el vientre. Algo había dentro, pero, desde abajo no lograba verlo, así que buscó una banca de plata, como apoyo, para subirse y ver el vientre del caballo de bronce. Dentro había un cuerpo humano que, a la vista de Giges, era mucho más grande que cualquier ser humano que él hubiera conocido. Estaba totalmente desnudo, excepto por un anillo de oro que lucía en uno de los dedos de sus manos.
El corazón de Giges estaba muy agitado. Esa tarde fue de muchas emociones y, ahí, con la cabeza dentro del vientre el caballo, pensó: “debo informarle a mi rey Caundales de este hallazgo, a fin de cuentas, yo solamente soy su humilde siervo y estas son sus tierras”. Pero su mirada estaba fija en el anillo. Finalmente, tomó el anillo y pensó en dejar todo tal y como lo encontró para informarlo al rey. Después de todo, nadie sabría que él había tomado solamente el anillo, además, la sortija era una pieza muy pequeña e insignificante en comparación con el gran tesoro que había en aquella recámara.
Aun no llegaba la noche. Salió de la caverna, reunió las ovejas y, entre balidos, se dirigió a su casa, con la convicción de visitar, al día siguiente, al rey de Lidia e informarle del hallazgo. El no era como los demás. Sabía de quienes no informaban al rey de algunos nuevos nacimientos y separaban para sus familiares los nuevos cabritos; algunos los criaban, otros se los comían pero, de esos, el rey nunca se enteraría; otros, en la trasquila, llevaban para sus casas puños de pelambre, que luego vendían a un mercader; otros, que apenas le daban agua durante el día a los pobres animales, mientras se dedicaban a hacer otras tareas particulares; algunos preparaban banquetes con algún carnero y luego informaban al rey que los lobos lo habían devorado. Pero él no era como los demás. Él era un hombre, además de humilde y respetuoso, recto, íntegro, honesto y justo. Jamás traicionaría sus principios y menos a su querido rey.
En su descanso, a la luz de una vela, no dejaba de pensar en el tesoro y no veía la hora en que amanecería para correr a darle la buena nueva al rey. Tenía el anillo puesto en el dedo anular de su mano izquierda, curiosamente, se ajustaba perfectamente a su dedo, a pesar de que el difunto que lo tenía era de una talla muy superior a la de él. Mientras pensaba en lo ocurrido ese día, comenzó a acariciar el anillo con su mano derecha. De pronto, comenzó a girarlo, lentamente, y vio que él mismo desaparecía. Luego lo volvió a su posición original y de nuevo se hizo visible. Repitió la operación varias veces, sin salir del asombro de ver el poder que tenía el anillo. No quería volver a verse desparecer y apagó la vela. Y ya, en medio de la oscuridad, no pudo dormir. Sus pensamientos fueron cambiando radicalmente. Su mente se vio tan convulsa como el torrencial aguacero, con rayos y centellas, de la tarde y el movimiento telúrico. Tierra, agua, aire y fuego llenaban su mente con pensamientos que nunca antes había tenido. Le había llegado la oscuridad a su mente, el tesoro lo había deslumbrado y el anillo lo convertía en un súper hombre, que podría estar por encima de la ley. El poder del anillo le permitiría llegar al cualquier parte, conocer los secretos más íntimos de las personas, entrar a las cámara del tesoro del rey, entrar a la habitación de la pareja real y deleitarse observando el paisaje escultural que representaba Nisia, la bella esposa del monarca.
Sus pensamientos y sus sentimientos ya no eran los mismos antes de apagar la luz. Ahora ya no pensaba en revelar su secreto el rey, sino que pensaba en Nisia, a quien había visto pasear por los jardines del palacio. Allí había visto sus labios rojos y carnosos, la voluptuosidad de sus senos, la cadencia de sus caderas, los ojos profundamente negros y misteriosos, que delataban una gran inteligencia reprimida por la grandeza de su esposo. De su mente solo surgían cuatro pensamientos recurrentes, tres imágenes que se entrelazaban como serpientes: el anillo, el tesoro y la mujer y un pensamiento aparte: los otros también engañaban el rey y no pasaba nada.
¿Por qué pensar en entrar a la recámara del rey, si podía tener a la misma Nisia en sus brazos? ¿Para qué ver los tesoros del rey si podían ser todos suyos?. Es más, ¿Para qué seguir cuidando ovejas si todas las del reino podían ser suyas?. Con ese anillo de poder, nadie podría contra él.
Al día siguiente, Giges debía asistir a la reunión habitual de los pastores, en la que rendían cuentas sobre sobre sus rebaños. El pastorcillo llegó, como siempre, de manera puntual, pero estuvo más silencioso que nunca. En plena reunión, dio vuelta al anillo y se invisibilizó. Esto causó el asombro de los asistentes, quienes no lograban comprender lo que había ocurrido con el humilde y esmerado zagal. Todos seguían hablando tan bien de él como si estuviera presente. Su ausencia, o mejor dicho, su invisibilidad, no había deteriorado su imagen, pues nadie llegó a decir nada negativo de él. Nadie conocía su secreto ni los secretos de su mente y su corazón.
Giges verificó, en público, que el anillo funcionaba. Se dirigió a su casa y se vistió con las mejores ropas que tenía. Luego, tomó rumbo hacia el palacio, en busca de Nisia. Se acercó con paso firme y seguro, no tubo obstáculos para llegar hasta la mujer, debido a la altivez con la que caminaba. Ya no lo hacía como pastor, sino casi como monarca. Se sentía tan grande como el cadáver que había encontrado dentro del caballo de bronce. Le susurró que tenía que hablarle a solas, tenía algo muy importante que decirle, pero que el rey no debía enterarse. Así lo hicieron y cuando estuvieron a solas, en uno de los jardines del palacio, fue la mujer quien, con intriga, le pregunta a Giges sobre el asunto que lo trae.
––Mi querida y hermosa reina, siempre he tenido gran admiración por vuestra hermosura, inteligencia y cordura y es mi deseo pasar a vuestro lado el resto de mi vida.
La inaudita declaración dejó perpleja a la hermosa Nisia, quien no salía del asombro y estaba lista para gritar por ayuda, ante el exabrupto del pastorcillo. Fue entonces cuando Giges giró el anillo y se invisibilizó. La mujer se llevó las manos a sus mandíbulas, que cayeron con la boca abierta, al ver como el hombre había desaparecido. Cierto que Giges era un pastor humilde, como todos los pastores, pero era apuesto, cordial e inteligente. Segundos después, Giges hizo girar la sortija y la dama pudo verlo nuevamente surgir de la nada. Su asombro fue mayor; con gran curiosidad y una leve sonrisa, preguntó:
––¿Cómo lo habéis hecho? ¿Qué poder os han dando los dioses para hacer esto? Mostrádmelo y os recompensaré muy bien.
––No mi reina. Tengo algo mucho mejor para vuestra merced, más que todo lo que vuestro esposo, nuestro rey, os ha dado hasta ahora.
––¡No puede ser!. No hay quien posea más riquezas que Candaules.
––Sí. Os aseguro que yo te las puedo dar. Pero para esto yo requiero de vuestra lealtad para que vivamos juntos el resto de nuestras vidas.
––¡No!. Eso no puede ser. El rey no lo permitirá. Ordenará mataros de inmediato ––dijo Nisia con angustia, pero con cierta avidez por los tesoros e, incluso, por la juventud del pastorcillo.
––Eso lo podemos arreglar, mi bella señora. Será muy sencillo. Usted invitará al rey a dar un paseo por estos jardines, durante esta noche, que será de luna llena y yo los seguiré, pero de manera invisible. Me acercaré al rey y lo asesinaré. Al día siguiente lo encontrarán muerto y, entonces, podremos vivir juntos. Diréis que fue un ladrón que entró y lo asesinó.
––¿Y qué hay de los tesoros? ––preguntó la mujer.
Giges, percibiendo que Nisia estaba dispuesta a hacerlo, le describió todo lo que había visto en la caverna y sobre el secreto del anillo. Fue entonces que acordaron seguir el plan del muchacho y lo ejecutaron.”
Glaucón terminó el relato diciendo:
––Aquel pastorcillo honrado y justo, con el poder del anillo que lo hacía invisible, logró seducir a la mujer del rey y no solamente pretendió para sí mismo el tesoro que había encontrado después del terremoto, sino que mató al rey, se quedó con su bella esposa y con todo el reino. Así es, mi querido Sócrates, la honradez y la justicia están hechas para quienes no tienen poder y no les queda más remedio que ser honrados y justos, pero denles un poco de poder y ya los verá por encima de ley.
Glaucón insistía en que no hay ser humano bueno en este mundo, que quienes lo son es porque así las circunstancias lo tienen sumiso, pero que todos tienen un alto grado de perversidad cuando tienen poder y se burlan de la justicia y resulta de más provecho ser injusto que justo.
Platón tomaba nota mientras Sócrates, con aires de paciencia y benignidad, le contestaba:
––No querido hermano, las cosas no son así, pues es peor cometer una injusticia que padecerla. Ya veréis que todos los injustos, cuando son descubiertos, terminan siendo odiados y malqueridos por todos; terminarán con el peso de la justicia sobre su humanidad: en el cepo, en la horca o en la pira; algunos preferirán nunca haber nacido y, si pueden, se quitarán la vida, porque no soportarán el peso del desprecio, incluso de aquellos a quienes creyó sus amigos o que eran su familia. Ya no les será posible vivir sin poder…
En Costa Rica, “Giges” ha transitado, invisible, por la Caja (Fishel); por el ICE (ALCATEL); por el MINAE (Crucitas, Dirección de Hidrocarburos y muchos casos denunciados por el señor Oscar Loza); por la banca nacional (BCR y ASEBANACIO), por algo relacionado con el caso del cementillo, llamado así porque no se ha llegado a nada, sin olvidar la quiebra del Banco Anglo y del Crédito Agrícola de Cartago; incluso, se ha movido por el sector cooperativo (caso INFOCOOP); RECOPE con las convenciones colectivas y la refinería china (SORESCO); pero llegó al MOPT para quedarse: caso ALTERRA, a principios de la década anterior; ruta 27 y Autopistas del Sol; falsificación de licencias; cierre del ferrocarril para favorecer a ciertos grupos de transportistas; concesión de la ruta San José – San Ramón (OAS); los interminables arreglos en el caso de La Platina; La Trocha, en la zona norte y ahí sigue impune, sin que pase nada después de diez años; y, no me quiero acordar, por cierto, de la carretera San Ramón San Carlos, que se volvió como un mito (¿qué estará pasando con esta ruta?); la pifia en APM Terminals; y luego, todas las carreteras y puentes del país (MECO-HSOLIS). Y, para un gran proyecto que está en curso, como es la Ruta 32, habrá que dar un poco más de tiempo para conocer las cifras de la diferencia entre lo presupuestado y lo que vamos a tener que pagar, pues el modelo de construcción, con varios frentes de trabajo a lo largo de la ruta, algunos que parecen abandonados, hacen pensar que algo no muy bueno se avecina (Dios me haga “jetón” y no profeta). Pero ¡cuidado!, que este “Giges” anda suelto, ya ha pasado por Zapote, pero podría llegar ahí, para quedarse, aún cuando pasaran diez años jugando de hombre invisible, para luego volver a su forma original y pretender llegar a la silla del pequeño e ingenuo reino de tiquicia.
Pero, ¿cuántos Giges –corruptores– invisibles deambulan por las instituciones públicas y privadas, con la esperanza de no ser descubiertos? ¿Cuántas Lisias andan por ahí, seductoras y ambiciosas, esperando, aunque sea por un remedo de Giges para dejarse corromper? El poder de ese anillo, el mismo del Cantar de los Nibelungos y de El Señor de los Anillos, aun sigue campeando por las instituciones públicas y privadas.
La premisa de Sócrates, en cuanto a qué uno de los frenos para evitar la corrupción es que le caiga el peso de la justicia encima, sigue siendo el aliciente que tienen los Giges de nuestra vilipendiada patria, pues la justicia sigue siendo, además de ciega, sorda y muda. Se les olvida a algunos jueces la investidura que tienen y que deben ser ejemplo de “honestidad y justicia” y no de acomodarse a las circunstancias para liberarse de hacer más trabajo o de complacer otros intereses. Pues, por mi propia experiencia, ni en la misma Sala Constitucional se puede confiar, pues ahora se lava la manos enviando muchos de los casos, que son de derecho constitucional, al juzgado Contencioso-Administrativo, bajo la excusa de que ya hay suficiente jurisprudencia sobre estos temas; incluso cuando se trata de recursos de amparo, por falta de respuestas por parte de la administración pública, dice que “es cuestión de legalidad ordinaria”, cuando todos sabemos que el derecho a respuesta, por parte de la administración pública, es un derecho constitucional.
En cuanto a mí, he querido llevar este diálogo como mi compañero de viaje por esta aventura de la vida, convencido de que es posible tratar de ser honrado y justo. Y, en cuanto a la política partidista, bastaron solamente dos años, después de aquellas elecciones donde debuté como aprendiz de político, para nunca más volver a transitar por esa sendas, pero esto es mariola de otra colmena.
Comentarios