Hámer Salazar: El misterioso jinete

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Hámer Salazar, Biólogo. info@hamersalazar.com

Desiderio (Yeyo) Salazar era conocido a principios del siglo XX por ser un hombre muy valiente y el mejor espadachín, o mejor digo el mejor “crucetero” de la región.   En Santa Gertrudis Norte de Grecia, su pueblo natal, era respetado y a la vez temido por todos.  Como muchos otros de aquel  tiempo, era boyero y trabajaba los siete días de la semana.  De lunes a viernes halando caña o leña para el trapiche y los sábados y domingos se iba a la plaza de dulce en Alajuela, con su carreta llena de atados y tamugas de dulce.

De día o de noche se le podía encontrar con sus bueyes “maisoles” por las calles y callejones de su pueblo, y de madrugada ya salía de la calle Los Cangrejos, donde vivía, para iniciar la jornada. Ni él ni sus maisoles parecían cansarse.  Aquellos grandes y robustos bueyes, de larga cornamenta, lucían tan temperamentales como el mismo Yeyo.  Los tres tenían movimientos firmes y seguros, y si algún boyero los veía venir lo mejor era acomodarse a la vera del camino para evitar problemas.   No pocos boyeros debieron enfrentar la ira de Yeyo cuando no le dejaban el paso libre y sacaba su famosa cruceta para enfrentar a aquellos que se atrevían, pero ninguno podía con él.  Gracias a su destreza con la cruceta, nunca llegó a matar a nadie, pero si a dejarlos heridos, casi como para estampar su sello, una cicatriz que les duraría para toda la vida y que serviría para que lo recordaran siempre.

Yeyo Salazar era de baja estatura, de piel blanca, delgaducho, de bigote poco más extendido que el de Charlie Chaplin, pero era un gato para pelear, porque cuando eso, los viejos eran buenos pa volar cincha.  Y es que a punta de cincha, desde carajillos, debían aprender a usar la cruceta o la cutacha. Y el chiquillo que no quería aprender, va juete, cubierta y cincha hasta que aprendiera. Y eso lo había aprendido muy bien Yeyo. Tanta cincha llevó cuando chiquillo que ya no aguantaba que nadie lo pisoteara, y menos con la cruceta.

Peor se ponía cuando se mandaba un par de farolazos de chirrite en la pulpería de Chepe Alpízar.  Ahí sacaba la cruceta, la golpeaba contra las piedras del camino esperando a algún imprudente para calmar la bestia que llevaba dentro.   Pero en el pueblo había un señor, que nunca andaba con cruceta y, sin embargo, era el único que podía desarmar a Yeyo.  Ese valiente fue Eliécer  Alfaro, a quien cariñosamente le decían don Yeye y era el Juez de Paz.

Aquel, que más que un puesto era una distinción,  no lo tenía por casualidad. Don  Yeye, campesino como la mayoría, tenía algunos cañaverales a los que se dedicaba, pero se había hecho acreedor de una gran reputación como hombre inteligente, estudioso, de buen ánimo, conciliador, colaborador, solidario  y muy responsable.  Se había ganado el cariño y respeto del pueblo y del gobernador quien lo había nombrado Juez de Paz, por lo cual tampoco recibía ninguna retribución.

Cuando a Yeyo se le metía el “pisuicas” y comenzaba a gritar en la calle blandiendo su cruceta en el aire y estrellándola contra las piedras, el pueblo quedaba en silencio y hasta don Jesús Bolaños y don Luis Suárez, que eran los del Resguardo, la autoridad, los policías del pueblo, debían aguardar a que llegara don Yeye para apaciguar aquel hombre convertido en una bestia.

Don Yeye era alto, como de metro ochenta centímetros, delgado, de pelo ya canoso y bien peluqueado, bigote poco denso pero largo que imitaba los cuernos de los maisoles de Yeyo, pantalones negros de paletones y pliegue del ruedo hacia afuera; una cadenilla en su cintura delataba un viejo reloj; camisa blanca de manga larga,  pañuelo largo rojo  alrededor de su cuello y unos zapatones negros y sucios que, por la naturaleza de los caminos, nunca podían estar limpios.  Hay quienes decían que los zapatos eran la prenda de vestir que le daba un aire diferente a Yeye, y es casi todos andaban con los pies descalzos. Aunque siempre olía a alcanfor y ruda.

Yeye conocía de toda la vida a Yeyo.  Se acercaba a este lentamente y mirando al suelo, nunca se detenía y llegaba hasta donde Yeyo, quien ya mirándolo cerca dejaba de dar voces y blandir su cruceta.  Le ponía su mano en el hombro, no en señal de poder sino con el cariño con que un padre hace descansar su brazo sobre el hombro de un hijo.  Un brazo que se convierte en sanador, en protector.  Un cruce de miradas entre los dos hombres y seguidamente don Yeye extiende su mano para que Yeyo le entregue la cruceta.  Don Yeye, sin quitar la mano del hombro de Yeyo, lo encamina hacia su casa, primero en silencio y luego hablando del viaje del fin de semana a la plaza de “Pio Pol”, en Alajuela, donde debía entregar dulce. Don Yeye siempre terminaba diciéndole: Yeyo, pórtate bien, recuerde que en la vida uno nunca sabe qué es lo que viene.

Un buen día, cuando su esposa, Honoria Barrantes, estaba en cinta y  a pocos días de dar a luz a su décimo hijo, decidió llevarla al hospital de Grecia.  Ya estaba cansado de ver parir a Nora, como cariñosamente la llamaba, en la casa.  Así que un martes en la tarde se la llevó al hospital.  A pesar de lo rudo que se comportaba con la gente, era muy cariñoso con su esposa y con su familia, lo cual no significa que no agarrara a juete a los chiquillos cuando no le obedecían o se metían en problemas.  El viaje hacia el hospital lo hicieron con toda calma desde Santa Gertrudis Norte, desde El Norte como abreviaban los vecinos a aquella localidad,  hasta Grecia por las empolvadas carreteras de La Arena y Corinto.  Doña Nora llegó en muy buenas condiciones al Hospital donde dos días después nacería Urbano (Nano) Salazar, el penúltimo carajillo de la familia.

Yeyo esperó unas tres horas en el hospital hasta que una enfermera le indicó que mejor se marchara, porque la criatura aún no nacería.  Al ser las nueve de la noche, Yeyo salió del nosocomio, se montó en su bestia y ató la de su esposa en su albarda.  Era una noche de luna nueva de marzo, apenas iluminada por la multitud de estrellas en un cielo libre de nubes; soplaba una fuerte briza que hacía mover las copas de los árboles de un lado a otro.  Pero a pesar de que Yeyo era  un hombre muy valiente, las sombras de la noche lo inquietaban y aunque nada lo detenía, caminar de noche lo perturbaba. En su mente permanecieron los cuentos de su padre y sus abuelos relacionados con el cadejos, la llorona, la segua y otros criaturas que salían después de las ocho de la noche y por eso desde hacía muchos años ya, como él mismo decía, se acostaba cuando lo hacían las gallinas.  Cosa curiosa, porque de madrugada caminaba sin ningún temor, como si los espantos no soportaran el frio de las madrugadas.  Era como la sensación de tener que acostarse temprano para madrugar lo que lo mantenía tranquilo, porque era un hombre de acostarse temprano pero también de madrugar tempranito.

Veinte minutos después de haber dejado el hospital ya transitaba por la oscuridad de la calle Corinto, donde solo se escuchaba el cascoteo de las bestias, la estridencia de los grillos y el canto de los cuyeos, que parecían figuras fantasmagóricas que se espantaban a su paso.  Adelante, una figura blanquecina se agitaba a la orilla del camino. Su corazón, latía un poco más a prisa, mil imágenes y leyendas pasaban por su mente mientras se acercaba. No era nada, solo su imaginación y una vieja camisa blanca que alguien había amarrado en un arbustillo de güisaro de los que crecían en los paredones del camino.  Pero aquella camisa había despertado los recuerdos de niño y las historias que contaban sus padres y abuelos. A tientas, por la oscuridad de la noche,  sacó de la alforja que llevaba guindando de la montura de su bestia una botella y sorbió un trago de guaro de caña, del que él mismo sacaba en la quebrada Los Cangrejos. Aquel líquido entró en su  cuerpo como si la botella en lugar de líquido tuviera fuego.

Al poco tiempo de caminar, observó otra figura blanca que se movía adelante, pero esta vez pensó que se trataba de una camisa blanca o algo parecido, así que no tuvo temor y continuó su marcha saboreando aun los vapores del aguardiente en su boca y que irritaban su nariz. A medida que se acercaba escuchaba una especie de sollozo y eso sí que le aceleró los latidos de su corazón.  Al acercase más notó que era un niño como de diez años que caminaba solo, descalzo y sin abrigo.  El niño le relató que estaba en el hospital con su abuela quien desafortunadamente había muerto y que debía llevarles la infausta noticia a sus padres, que vivían cerca del Ojo de Agua, en el camino que comunica Santa Gertrudis Norte con Santa Gertrudis Sur.

Yeyo, tanto por el susto de haber encontrado a un chiquillo de esa edad en aquel paraje y a esa hora, como por la pena del chiquillo no le preguntó su nombre ni el de sus padres, pero si le ofreció la otra bestia, la de su esposa, para que el carajillo la montara, así llegarían más rápido y ambos se podían hacer compañía.  Le ayudó al chiquillo a montar sobre la yegua y ambos reanudaron la marcha sin cruzar palabras. Ahora, la noche tenía un sonido más que eran los sollozos del muchachito.  Caminaron juntos unos cien metros pero, de pronto, el niño quien no dejaba de sollozar, comenzó a quedarse atrás.  Yeyo pensó que tal vez el chiquillo sentía pena de que lo escuchara llorar y no lo esperó, solamente escuchaba los cascos de la yegua atrás.  La noche era tan oscura como el hocico de la yegua.  Ya no se veía nada, no se escuchaban los sollozos y apenas si se escuchaba el cascoteo de la yegua.  Unos pasos más adelante y Yeyo se confíó en que el niño y la bestia venían detrás, el sueño combinado con el trago de guaro de caña lo estaban matando y sus ojos empezaban a cerrarse. Ya era muy tarde para él como para no estar horizontal en su camastro de estera.

Un cuyeo lo pone en alerta, sin embargo, segundos después sus párpados empezaron a cerrarse, sus oídos a hacerse sordos para la otra bestia y para el niño.  De pronto, escucha una  bestia que venía a todo galope, se irguió en su caballo como si hubiera recibido un chuzazo como el que él le da a sus maisoles, desenvainó su cruceta en un instante solo para ver la bestia negra que a todo galope pasó a su lado, y cabalgando sobre sus lomos iba una criatura de grandes dientes y túnicas e iba bufando más que la propia yegua. Se le encresparon los pelos y su cruceta cayó al suelo.  No pudo ver más, ni su cara, ni su ropa, ni nada.  Un extraño olor inundaba la noche.  Aquel valiente hombre estaba ahora desecho de miedo.

“¿Qué diablos fue eso?” Se preguntaba, mientras detenía a su bestia, esperando escuchar el cascoteo de la yegua negra o el sollozo del niño.  Pero nada. Hasta los grillos habían dejado de cantar.  Con gran temor desmontó su bestia para esculcar entre la nata de polvo de calle Corinto su cruceta.

Montó de nuevo y ni siquiera intentó devolverse para buscar al niño. Supuso que lo que acababa de ver o era el niño o un loco que necesitaba llegar a su casa y si no era el niño, es porque seguramente este se había devuelto con lo cual ya daba por perdida la bestia.

Después de unos segundos, reanudó la marcha, se desvió hacia la derecha, cuesta abajo hacia el río Rosales. Casi llegando al puente que une Calle Corinto con la Arena, encontró debajo de unos zotacaballos la yegua negra. Era su yegua, la que cabalgaba el niño.  El pobre animal como que lo estaba esperando para dar su último suspiro para finalmente morir. Allí quedó tendido el equino y también la valentía de Yeyo Salazar.

Al día siguiente, Yeyo no madrugó y relató a sus hermanos lo sucedido.  Tres de ellos fueron a buscar la bestia y la encontraron en el sitio exacto donde les había indicado.

A partir de aquella noche, Yeyo guardó su cruceta y dejó de matonear con los demás hombres, aunque nunca perdió el respeto y la admiración que la gente le tenía por su valentía.  Tampoco volvió a salir solo durante las noches, aunque nunca le confesó a nadie su miedo a la oscuridad

Hay quienes dicen que en las noches de luna nueva se escucha en la calle Corinto el sollozo de un niño y el  galopar de una bestia negra cabalgada por una criatura de grandes colmillos blancos.

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