Hámer Salazar: Junio, el mes del Medio Ambiente

El coronavirus no es el responsable de este desastre sanitario, hemos sido los seres humanos quienes lo hemos propiciado y lo hemos replicado.

Hámer Salazar, Biólogo. info@hamersalazar.com

El 11 de diciembre de 2019, en la ciudad de Wuhan, China, en el mercado de mariscos se confunde la biodiversidad ahí presente con la gente.  Entre pulpos, cangrejos, camarones y tiburones; arañas, lagartijas, pangolines y tejones; entre sapos, rana, serpientes y gran cantidad de especies más, muchas de ellas vivas en pequeñas jaulas, esperan por algún comprador de hábitos muy distintos a los nuestros. 

Unas cuantas personas tosen, tienen fiebre y problemas respiratorios. Una extraña neumonía los tiene enfermos.  Otros siguen su vida normal, solo con síntomas leves de resfrío. Un enemigo silencioso comenzaba a asechar en el mercado de aquella populosa ciudad china. En realidad la amenaza era para toda la humanidad, que se preparaba con algarabía a celebrar la Navidad y el año nuevo.  Ni en aquel mercado ni en ninguna otra parte del mundo, se sospechaba de la guerra que se avecinaba. Una guerra muy silenciosa, sin armas, ni destrucción de infraestructura porque el enemigo sería invisible.  Asecharía por todas partes, pero nadie lo podría ver ni atacar, porque nadie sabe como hacerlo. Por la naturaleza del enemigo, muchos se esconderían  en sus casas, a muchos otros se les obligaría a confinarse; miles de empresas cerrarían, millones de trabajadores quedarían sin empleos; grandes empresas turísticas, de aviación y cruceros, vivirían una pesadilla jamás imaginada; incluso conciertos con grandes artistas, campeonatos de fútbol, incluyendo la Champion League, y prácticamente todas las actividades humanas, se verían paralizadas.

Ahí estaba, silencioso, diminuto, insospechado, incubando la paralización del planeta. Mientras tanto, ese mismo día en la ciudad de Madrid, un grupo de gente de casi todos los países del mundo, participaban en la Asamblea de las Partes No. 25, del la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático y anunciaban que el 5 de junio de 2020, Día Mundial del Medio Ambiente, tendría su sede en Colombia y sin sospechar lo que se avecinaba, proclamaron que el tema sería el rol crucial de la biodiversidad, en un año que sería crítico, para la toma de decisiones ambientales.

La gran preocupación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), para este 2020, es que cerca de un millón de especies de plantas y animales se encuentran en peligro de extinción debido a los efectos del cambio climático, por lo tanto, con un gran interés de conservar la mayor cantidad de ecosistemas amenazados por la crisis del cambio climático, para evitar la extinción de las especies.

Pero aquel mercado “gourmet” con “frutos del mar y la tierra”, estaba dando una campanada diferente; y es la relación entre los seres humanos y las demás formas de vida que, por su abuso, nos está pasando la factura. Es que hablamos de elementos de la biodiversidad que, con frecuencia, son de poblaciones bajas o raras, como los pangolines, que son especies en peligro de extinción, porque en aquel mercado, entre más raro sea el bicho más caro y más “sabroso” debería ser. Si aquellos animales enjaulados tendrían conciencia de lo que le pasaría a la humanidad, probablemente morían de la risa, de saber que millones de personas terminaríamos enjauladas por temor a una criatura minúscula; que casi todos los aviones permanecerían en tierra durante meses, que muchos vehículos no saldrían de sus cocheras durante semanas; que las playas y montañas, por fin, estarían libres de los humanos, que hemos invadido todos los territorios posibles del planeta. Por fin, ellos, sin saberlo, tocaron el botón de “parar”, de “stop” y como si se tratara de un compromiso con el tiempo, el primero de enero de 2020, fue como un nuevo amanecer de un nuevo día, una nueva semana, un nuevo mes y nuevo año, radicalmente diferente a lo que había vivido la humanidad, al menos durante el último siglo.

Lo que muchos ambientalistas añorábamos de desacelerar la velocidad con la que la humanidad venía consumiendo los recursos del planeta y el atropello a la vida silvestre, al aire, al agua y al suelo; el desenfreno por el consumismo; la polarización de la economía; la falta de solidaridad con nuestros congéneres; la desvinculación entre el ser humano y la naturaleza; el alejamientos de los miembros de la familia, aunque cercanos unos de otros, siempre lejanos por la muralla de la tecnología, y de un día, de un año para otro, todo cambió.

Hasta que llegó el día en que no se volvieron a ver rayas blancas pintadas en el cielo por los aviones, y los gansos, patos y cientos de aves más pudieron volar sin temor;  se apagaron las propelas de los cruceros y las ballenas pudieron cantar sin otros ruidos; se detuvieron los remos de los gondoleros de Venecia y allí se volvieron a ver los peces; el ruido de las lanchas y barcazas de los canales de Tortuguero descansaron y los manatíes, las enormes vacas marinas, se convirtieron en turistas en la ciudad de Limón. En todo el mundo se han reportado animales silvestres en las ciudades, porque ahora somos nosotros los que estamos encerrados.

La disminución de los niveles de contaminación han sido inusitados. En la provincia de Hubei, que vió nacer al coronavirus, solamente durante el mes de febrero, la contaminación por emisiones de dióxido de nitrógeno, según datos de la NASA, disminuyó en un 21,5%; en Barcelona, con solo tres días de confinamiento se redujo la contaminación del aire por dióxido de nitrógeno, en un 50% y, al 23 de marzo, la contaminación por dióxido de carbono se había reducido en un 75%; en Madrid la contaminación se redujo en cerca del 75% también. En Costa Rica, de acuerdo con el datos del Laboratorio de Análisis Ambiental de la Universidad Nacional (UNA), hubo una disminución de entre el 28% y el 52% del dióxido de nitrógeno, comparando los meses de marzo y abril, en la Gran Área Metropolitana. La disminución se debe tanto a la restricción vehicular como a las medidas de confinamiento establecidas por las autoridades de salud.

Sin embargo, tenemos las esperanza que esta guerra también terminará. Que los aviones levantarán el vuelo nuevamente, que los cruceros levarán anclas, que las góndolas de Venecia y las lanchas de Tortuguero se volverán a mover. Entonces, dentro de dos años, si no hemos aprendido la lección, volveremos a tener los niveles de contaminación de teníamos a finales de 2019.

Durante el confinamiento, hemos aprendido que se puede vivir con menos de lo que tenemos, que pudimos ser solidarios con los que menos tienen, que pudimos decir con humildad: sí gracias, al aceptar una bolsa de víveres, porque nunca pensamos que estaríamos en una situación tan difícil; que el propietario le pudo decir al inquilino: tranquilo, yo se que no hay dinero ahora, no me pague durante estos meses; porque el dinero llegó a ser un tema menos importante. 

Pero el coronavirus no es el responsable de este desastre sanitario, hemos sido los seres humanos quienes lo hemos propiciado y lo hemos replicado. De hecho, el virus son moléculas humanas convertidas en moléculas virales. El mercado de mariscos de Wuhan no era un establecimiento secreto.  Desde hace muchos años hemos (la humanidad) sabido de las particulares prácticas gastronómicas de los orientales, pero hemos mirado hacia otro lado, porque aquello ocurría en otro continente, en tierras lejanas. ¿Será que este junio de 2020, la Organización de las Naciones Unidas, cumpliendo con el motivo de celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, le exija a China erradicar esas prácticas retrógradas de utilizar la vida silvestre de manera indiscriminada, tanto para comer, como por su piel y otros derivados e incluso que le imponga sanciones económicas o comerciales, para que comprendan que de continuar con esas prácticas la humanidad volvería a repetir la misma historia que estamos viviendo?

 

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