Hámer Salazar, Biólogo. info@hamersalazar.com
La montaña que forma el Volcán Poás, especialmente en sus laderas del sur, sur-oeste, la que vemos desde la ciudad de Grecia, es la más linda de las montañas del mundo y debo decir también que los cerros que forman la Reserva el Chayote, en Naranjo, también lo son. No tanto por su belleza natural, sino porque sin ellas mi vida sería otra, pues fueron las montañas que, durante muchas, pero muchas mañanas, observaba al salir de la casa, ya fuera para salir a estudiar o para ir a trabajar, cuando vivía en un caserío al que le llamábamos “Viento Fresco”, en la parte baja del distrito de San Isidro y en propiedad de la Cooperativa Victoria. Era una tradición para los de aquel caserío, especialmente en el mes de marzo, cuando la cima del Poás lucía despejada, hacíamos una mochililla con algunos víveres y nos íbamos hasta la cima del volcán a pie.
Con el paso de los años el camino se fue haciendo más corto, aunque la distancia era la misma. Los lugares y senderos se fueron haciendo cada vez más familiares. Las partes más bajas de la montaña eran ocupadas por potreros de la Finca Inés, donde la Cooperativa Victoria tenía ganado vacuno. En algunas oportunidades ese ganado lo bajaban desde la montaña hasta los pastizales cercanos a la lechería de la Cooperativa. Aquel espectáculo era como los “Sanfermines” de España, porque el tropel de vacas y toros hacía que todos se apartaran del camino.
Dentro de los potreros, el más conocido de todos era el que llamábamos “El Descansadero”, que era una pequeña terraza de pasto bajo que la convertíamos en cancha de fútbol, mientras “descansábamos”, en nuestra travesía cerro arriba. El otro potrero estaba a la par de la Finca Inés, que perteneció a don Lalo Rodríguez (que llegó a ser el suegro de mi suegra) y desde allí se podía ir por un camino que se conocía como “El Avispero”. Pero en la década de los años de 1970 hubo un despertar de la conciencia de algunos visionarios que pensaron en la necesidad de proteger la naturaleza y de recuperar la que se había perdido. Fue así como se creó la mayoría de las áreas silvestres de Costa Rica, incluida la Reserva Forestal de Grecia, de la cual forman parte también la Finca Inés y la finca que fuera propiedad de don Lalo Rodríguez.
La finca de don Lalo fue adquirida por el gobierno, en la administración de Rodrigo Carazo y por iniciativa de la primera dama, doña Estrella Zeledón de Carazo, en 1979 se hizo una campaña con escuela y colegios de Grecia, para reforestar estas tierras, incluida también parte de la Finca Inés. Sin embargo, a pesar de la avidez que ya comenzábamos a tener los costarricenses para la conservación de la naturaleza, no se tenía mucho conocimiento científico sobre reforestación, y fue así como los técnicos del Instituto Costarricense de Electricidad junto con los del Ministerio de Agricultura y Ganadería, propiciaron la siembra de tres especies de árboles de crecimiento rápido en viveros y que se adaptaban muy bien a las condiciones climáticas y de los suelos, estas especies fueron el pino, el ciprés y el eucalipto.
Pero, ninguna de ellas forma parte de la flora local y con el paso del tiempo, fuimos aprendiendo que los objetivos de conservación no se alcanzaban con estas especies. Por ejemplo, los suelos se acidifican y las plantas autóctonas no crecen bajo su sombra, entonces el suelo permanece casi desnudo y endurecido por una sustancia de las hojas llamada lignina, en consecuencia, el agua de lluvia corre superficialmente hacia los ríos y quebradas, pero para esas tierras altas lo apropiado es que se infiltre en el suelo para que forme parte de las aguas subterráneas y no de las superficiales. Otra característica es que, a falta de flores y frutos, la vida silvestre está casi ausente de los bosques de pinos, cipreses y eucaliptos, y estos parajes se convierten en desiertos verdes.
Claro que también está el lado positivo. El aroma que despiden las coníferas (pinos y cipreses), el silbido del viento circulando entre las hojas en forma de aguja, las bellotas, una que otra ardilla juguetona, alegran el espíritu de cualquiera. También han funcionado como fijadores de dióxido de carbono, pero son especies maderables que están en una “reserva forestal” y, en consecuencia, son susceptibles de cortarlas para aprovechar la madera.
Ya han pasado casi cuarenta años, desde que aquellos niños y adolescentes dejaron las aulas para sembrar los árboles del Bosque del Niño. Ya todos tienen más de 50 años. Ya ellos y los árboles están mayores. También la sociedad costarricense ha crecido en más conocimiento y conciencia en relación con la naturaleza, y así como se hizo con los árboles de eucalipto y ciprés del Parque Metropolitana La Sabana, que se sustituyeron por especies de nuestros propios bosques, así también debemos pensar seriamente en sustituir los pinos y cipreses del Bosque del Niño y La Finca Inés, por especies propias de la zona que cumplan con los objetivos de conservación, como mejorar la “producción de agua” y favorecer la vida silvestre.
El Bosque del Niño es un buen ejemplo de un “bosque”, que es un área con muchos árboles, pero de la misma especie y con pocos animales, mientras que una “selva” está compuesta por árboles de muchas especies, acompañados de arbustos, hierbas, orquídeas, bromelias, bejucos, etc., donde la vida animal es abundante en insectos, aves, reptiles y mamíferos. Tenemos la madurez para tomar esa decisión y pasar “del bosque del niño a la selva de todos”.
Afortunadamente, hay en Costa Rica profesionales calificados que puedan hacer un plan de manejo para el aprovechamiento de la madera y, especialmente, la sustitución paulatina de los árboles de pinos y cipreses, por especies autóctonas de la zona, como el aguacatillo, que es la fruta preferida del quetzal, que se encuentra en esa zona; o el yos, el maría, los robles, entre muchos otros. Hay que atreverse a cambiar, porque lo único constante es el cambio…

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