Jacques Sagot: Cuando “los buenos” son peores que “los malos”

Luego se quedaba en silencio, suspiraba profundamente, bajaba la cabeza, y farfullaba, amargamente: “¡y pensar que es un dolor y una culpabilidad que me acompañará hasta el último pálpito de mi vida, y quizás también más allá de la muerte!”  Yo me limitaba  a oírlo, estremecido, observando lúgubre silencio.  Creo que el viejo tenía razón, sí.  Criminales de lesa humanidad.  Los maldigo desde el fondo de mi entraña.

Jacques Sagot, Pianista y escritor.

Con los bombardeos de Dresde, las Fuerzas Aliadas se rebajaron al nivel de los nazis y fascistas, a la peor calaña que el mundo ha visto.  Asumieron miméticamente toda su perversidad, malevolencia y saña.  Tengo la convicción de que el infierno de Dresde constituye un crimen de guerra.  Nunca fue procesado como tal porque -ya lo sabemos- la historia la escriben los vencedores, pero si esa masacre no es un crimen de guerra, no sé qué podría serlo.

Fueron asesinados más de 25 000 civiles, muchos de ellos asfixiados por el humo.  A las 9:45 pm del 13 de febrero de 1945, las sirenas de alarma alertaron a los ciudadanos, que buscaron cobijo en sus sótanos o en los pocos búnkeres disponibles.  La Real Fuerza Aérea Británica (RAF) y las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos (USAAF) arrasaron la ciudad con bombas incendiarias que crearon una tormenta de fuego absolutamente incoercible.  La noche se hizo día, con el macilento, fantasmal resplandor de aquella inmensa tea de 6,2 kilómetros cuadrados.

A la mañana siguiente, los estadounidenses vinieron a “cortar el rabo y las orejas” con más de 300 bombardeos que derribaron lo poco que había quedado de la devastada ciudad.  Era un cadáver urbano: no cabía siquiera hablar de ruinas: literalmente no quedó piedra sobre piedra.  Fue una bestialidad innecesaria, completamente fútil.  Un total de 1 800 toneladas de bombas y de material incendiario llovió sobre la capital sajona entre las 9:45 de la noche y la 1:00 de la madrugada.  Fueron dos ataques de 20 minutos cada uno de ellos.  En días subsiguientes los bombardeos continuaron.

Aun el primer ministro británico, Winston Churchill, expresó dudas después de la masacre: “Me parece que ha llegado el momento en que debería revisarse la cuestión del bombardeo de ciudades alemanas simplemente para incrementar el terror, aunque bajo otros pretextos.  La destrucción de Dresde es un serio interrogante contra la conducta de los aliados”.  Churchill es eufemístico, perifrástico, y como el notable escritor que era, hace un uso acomodaticio y self-serving de la litotes (el recurso literario consistente en atenuar el significado de un concepto excesivamente cargado semánticamente).  Para mí, este viejo puerco, borrachín, mujeriego, fumador, disoluto y holgazán, da pruebas con esta crudelísima acción, de no estar un milímetro por encima de los más sanguinarios sátrapas de la historia.  Lo que sucedió en Dresde se cuenta, junto a Auschwitz, el Domingo Rojo, Guernica, Hiroshima y Nagasaki, la noche de San Bartolomeo, el arrasamiento de Granada, la masacre de Tlatelolco y las Torres Gemelas, entre los más reprensibles actos de ensañamiento y crueldad que ha maquinado la criatura humana.

“Operación trueno”.  Así se llamaba el plan que los aliados fraguaron en 1944 para atacar por aire varias ciudades de Alemania: Berlín, Chemnitz, Leipzig y Dresde eran parte de los objetivos militares.  Dresde era conocida como la “Florencia alemana” o la “Florencia del Elba” debido a su rica vida cultural, con numerosas colecciones de arte, bibliotecas, iglesias barrocas y pequeños y sinuosos callejones empedrados.  Era, además, un semillero de arquitectos visionarios, pintores modernistas, compositores y escritores.  Una de las capitales culturales de Europa.

Ya varios ataques aéreos habían destruido por completo ciudades alemanas.  En julio de 1943 la operación “Gomorra” había reducido Hamburgo a escombros.  Los habitantes de Dresde con toda probabilidad esperaban un bombardeo sobre su ciudad, pero jamás imaginaron la clase de Armagedón que ingleses y estadounidenses encendieron en la urbe.  Los aliados demostraron con esos bombardeos estar hechos de la misma estofa moral que los nazis, los igualaron en materia de ferocidad y ensañamiento.  Se homologaron a sus rivales en el menosprecio de la vida humana y de todo cuanto constituía patrimonio cultural de la humanidad.  Se comportaron como cerdos, mejor aún: fueron cerdos piloteando aviones, esa aciaga noche y la mañana siguiente.  No me inspiran más que desprecio y asco.

Un total de 722 aviones de la RAF laminaron Dresde esa fosca noche del 13 de febrero de 1945.  En solo 20 minutos, los aviones británicos lanzaron miles de toneladas de bombas.  En tierra, los habitantes intentaban refugiarse sin éxito.  La primera oleada de bombas dejó a la ciudad sin electricidad.  Algunos salieron de su escondite justo cuando la segunda oleada se abalanzó sobre ellos.  Los cuerpos descuartizados volaban por el aire, mientras otros huían de las llamas.  La testigo presencial Margaret Freyer describió la cruda escena de una mujer con su bebé: “Ella corre, se cae y el niño vuela hacia el fuego…  La mujer permanece tendida en el suelo, completamente quieta”.

El escritor estadounidense Kurt Vonnegut sobrevivió al bombardeo como  prisionero de guerra en Dresde.  En su libro Slaughterhouse-Five nos dice: “Dresde fue una gran llamarada.  El fuego destruyó todo lo orgánico, todo lo que podía quemarse.  La totalidad del área que me rodeaba se parecía a la luna.  No había nada más que minerales.  Las piedras estaban calientes.  Todos los demás en el vecindario estaban muertos”.

En el Reino Unido, Dresde era conocida como un destino por excelencia para el turismo cultural.  Varios parlamentarios y figuras públicas cuestionaron el valor del ataque.  Un artículo publicado por la agencia de noticias Associated Press dijo que los aliados estaban llevando a cabo bombardeos terroristas, propagando más el horror de la guerra.  Claro está, los verdugos adujeron todo tipo de pretextos para justificar lo que no era más que un acto de ruindad y barbarie: seguir golpeando al rival ya tendido en el suelo, inconsciente y moribundo.  Una abominable cobardía.

Según ellos, el ataque estaba “estratégicamente justificado”: evitar la migración alemana desde el este, pues los derrotados preferían caer en manos de los occidentales que de los temibles partizans soviéticos y yugoslavos; golpear una ciudad que, cercana a la frontera polaca y checa, representase a la Alemania profunda; destruir líneas ferroviarias y fábricas.  Pues lo que destruyeron fue un mundo de cultura, una ciudad esculpida por los más diversos estilos arquitectónicos, un crisol artístico, una irrepetible, única cristalización de belleza urbana que pertenecía a la posteridad.  Los gringos, cínicos como siempre, declararon que Dresde era “un objetivo militar legítimo” (¡cualquier cosa podía haberlo sido, imbéciles!) y que el ataque no contravino “las políticas de bombardeo establecidas”.

Ya a aquellas alturas de la guerra no había nada más que destruir en Alemania.  Nada, por lo menos, que constituyera una amenaza real para los aliados, o una posibilidad de fuga para los culpables.  Dresde es una página negra de la historia inglesa y estadounidense.  Se les salió el Mr Hyde que llevaban dentro, se convirtieron en feroces licántropos, como ya dije (y este es un fenómeno común entre contrincantes muy enconados) absorbieron camaleónicamente los rasgos psíquicos del rival, y lo igualaron en brutalidad y sed de sangre.  Se contagiaron de lo peor de él, y lo reprodujeron.

Durante muchos años tuve un amigo judío estadounidense cuyo padre había participado en los bombardeos a Dresde.  Tuve el privilegio de hablar con él varias veces sobre este tema.  Siempre me dijo que “no era cosa de la que se hubiera nunca sentido orgulloso”, y que tal cual él la vivió, “los aliados habían bombardeado Dresde por divertirse”.  Luego se quedaba en silencio, suspiraba profundamente, bajaba la cabeza, y farfullaba, amargamente: “¡y pensar que es un dolor y una culpabilidad que me acompañará hasta el último pálpito de mi vida, y quizás también más allá de la muerte!”  Yo me limitaba  a oírlo, estremecido, observando lúgubre silencio.  Creo que el viejo tenía razón, sí.  Criminales de lesa humanidad.  Los maldigo desde el fondo de mi entraña.

 

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