Jacques Sagot: El Homo Emax

Pero no desesperemos, que la fe posee, como decía Cocteau, el don de la “fenixología”, esto es, la capacidad de renacer una y otra vez de sus propias cenizas.

Jacques Sagot, Pianista y escritor.

Nuestra era asiste al surgimiento de un nuevo personaje en la evolución de la especie humana: el homo emax.  El término -me duele tener que confesarlo- no lo he acuñado yo.  Cicerón lo utiliza un siglo antes de Cristo para designar a aquellas personas aquejadas por la manía de comprar compulsiva, rabiosamente.

El homo emax es al siglo XX lo que el pitecántropo fue al pleistoceno. ¿Su hábitat natural?  Los malls y plazas comerciales.  ¿Sus postulados filosóficos?  “Tengo, luego existo”; “yo soy yo y mi tarjeta de crédito”; “soy lo que tengo”.  ¿Su perfil sicológico?  Frenético, adictivo, víctima de una aguda furia adquisitiva, extremadamente reacio al autoanálisis, propenso a la más abrupta pendularidad anímica: a veces presa de una euforia rayana con la histeria, otras veces desencantado y taciturno.  Vale la pena ensayar un pequeño bosquejo antropológico de esta peculiar especie, hoy por hoy el orden de homínidos más diseminado sobre la faz del planeta.

El homo emax compra para conjurar su miedo a la vejez y la decrepitud.  Previendo con inconfeso terror el día en que no podrá salir de su cuarto, viéndose a sí mismo senil y valetudinario, opta por fabricarse una especie de microcosmos autosuficiente, un paraíso doméstico equipado con todos esos objetos proveedores de placer sin los cuales no sabría vivir. El subconsciente anhelo de este tipo de comprador consiste en transformar su casa en algo parecido a una de esas fortalezas de la Edad Media, consideradas inexpugnables precisamente en virtud de su ilimitada capacidad de autoabastecimiento.

Mucho menos racional y más proclive al pensamiento mágico de lo que él mismo sería capaz de admitir, el homo emax compra a fin de vencer su temor a la muerte.  En algún oscuro nivel de su ser, el comprador supone que la posesión de objetos materiales va a conferirle cierta forma de inmortalidad.  Al rodearse de chunches reedita, sin apenas sospecharlo, la creencia de los antiguos egipcios, que morían en la esperanza de llevarse consigo las más preciadas de sus pertenencias.  Así, pues, él último sueño del homo emax consiste en ingresar al paraíso armado con su computadora, su televisor y su teléfono celular.

Comprar es también uno de los muchos falsos antídotos contra la soledad que el homo emax se ha inventado.  Un electrodoméstico, un automóvil o un televisor proporcionan la ilusión de la compañía.  Los tres hacen bulla, dimanan calor, y nos sirven con incondicional lealtad, sin acarrear ninguna de las inevitables concesiones a que nos obliga toda relación humana.  Podemos “personalizarlos”, ponerles nombres, hablar con ellos, reprenderlos cuando se descomponen.  Yo, por mi parte, me limito a preguntar: ¿habrá a todo lo ancho y lo largo del universo una criatura más patéticamente sola que el hombre contemporáneo?

El homo emax compra porque experimenta una necesidad permanente de autogratificación: se premia por el mero hecho de existir, de sobrevivir en un sistema agobiante que no le concede el espacio sicológico para disfrutar de alegrías más puras.  No bien termina la semana, el delirante comprador se precipita al mall, inagotable Eldorado de sus sueños, jardín de la eterna gratificación.  El acto de comprar adquiere entonces un carácter poco menos que erótico: es una caricia para el alma, un masaje al espíritu, el premio que se concede a sí mismo por haber cumplido con un trabajo ajeno, para una institución ajena, dentro de un sistema ajeno, en un mundo ajeno.

Es lo propio de este extraño antropomorfo el oficiar el ritual de la compra con devoción genuinamente religiosa: los centros comerciales son para él auténticos sitios de peregrinaje.  Cada nuevo chunche le promete una felicidad mística, definitiva: la bienaventuranza adquiere sucesivamente la forma de una licuadora, un jacuzzi, un horno de microondas, cualquier cuchufleta.  El éxtasis se diluye en cuestión de días, y al disiparse la intoxicación, el adicto descubre que su sed no ha hecho sino redoblarse.  El comprador recicla entonces el mismo patrón de autoengaño: inventarse una nueva necesidad, dedicarse a satisfacerla, y asegurarse así de que su vida no carezca nunca de motivación.  A la larga tiene razón.  Como diría Mafalda, si hemos de creerles a los anuncios de televisión, habría que ser muy tarado para no encontrar la felicidad cuando se maneja un Jaguar, se fuma Chesterfield y se usa el Jabón “de las Estrellas”.

Por encima de todo, el homo emax compra porque vive en un estado de intemperie y orfandad metafísica, porque ha asistido impotente al derrumbe de todos sus absolutos, porque una tras otra ha visto desmoronarse aquellas cosas que alguna vez juzgó sagradas, porque se ha despojado a sí mismo de sus asideros existenciales, y su innata vocación de fe, como un río sin estuario, no encuentra el curso que le permitirá irrigar su vida.  Y el culto del Becerro de Oro surge como un divino bálsamo, para mitigar día con día la angustia inherente a su miserable condición.  Mala cosa es privar al hombre de absolutos: su frágil constitución espiritual le hará entonces aferrarse de cualquier cosa, así sea un carro último modelo o una nueva licuadora.

Pero no desesperemos, que la fe posee, como decía Cocteau, el don de la “fenixología”, esto es, la capacidad de renacer una y otra vez de sus propias cenizas.

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