Jacques Sagot: Vértigo

Jacques Sagot, Pianista y escritor.

El otro día tuve un momento de epifanía.  Oficiaba yo uno de los rituales más anodinos de nuestra postmodemidad: ir de compras.  Y es que ya no puede uno entrar a un supermercado sin que la experiencia en cuestión adquiera resonancias existenciales.  Tal es el caso de cierta cadena de supermercados estadounidenses cuyo nombre no diré, porque lo último que necesita en el mundo es que venga yo a hacerle publicidad.

A lo largo de los infinitos escaparates de aquel vasto galerón fui descubriendo, uno tras otro, quesos franceses, mangos tahitianos, manzanas canadienses, cerveza tailandesa, culantro californiano, tabaco nepalés, aceite de coco de Sumatra… y corazón de palmito costarricense. Me acometió el vértigo.  El mundo entero se encontraba comprimido en aquel recinto.  La realidad no era otra cosa que un enorme caleidoscopio, un poliedro, un carnaval de culturas yuxtapuestas en inarmónica contigüidad. ·

Sí, el mundo es un escaparate.  El mundo cabe dentro de un paralelepípedo convexo de ochenta metros de profundidad por sesenta de ancho.  El mundo está en venta.  El mundo es un acorde de sétima disminuida que ha renunciado ya a buscar la estabilidad de la consonancia, y se goza en su propia disonancia.   El mundo es un popurrí del disparate, un mosaico hecho de mil retazos donde la discontinuidad y la heterogeneidad son soberanas.  El mundo no quiere unidad, no quiere cánones absolutos, no quiere un eje totalizador.  Quiere, antes bien, embriagarse en su deliciosa pluralidad, vivir el gozo de la diferencia pura.

El mundo está loco: el diagnóstico es claro.  Lo difícil es emitir juicios de valor, saludar jubilosos el despuntar de una nueva era, o emitir más bien el acta de defunción de eso que llamamos cultura.  Y no esperen de mí la respuesta, que si la tuviera podría, con todo derecho, considerarme el hombre más clarividente que jamás viviera.  La “Cultura” -esa que solía escribirse con mayúscula- pareciera haber corrido la misma suerte de los dragones, las sirenas y los unicornios.

Y después del estallido, del big bang social planetario henos aquí deslumbrados por una infinidad de “culturas” -todas con minúscula- que se desparraman a nuestro alrededor como la luminosa lluvia que sucede a un gran bouquet pirotécnico.  Todas proclaman su derecho a existir, todas afirman su validez, todas se ofrecen a nosotros seductoramente ataviadas en el variopinto menú de la postmodernidad.

De nuevo, ¿es esto prefacio o epílogo?  Hay quienes dicen una cosa, hay quienes suscriben la otra.  Yo me limito a rascarme la cabeza y contemplar el mundo con mis desorbitados ojos de músico y escritor asustado.

Una cosa, por lo menos, parece segura: hace siglo y medio aparejamos hacia la Utopía, y es con una insospechada Heterotopía que hemos venido a dar.  Nos creíamos enrumbados hacia el Asia Mayor, y fuimos a parar a las Indias Occidentales.  Vano es lamentarse, vano es negar lo innegable, vano es llorar los paraísos perdidos.  Somos ahora ciudadanos de un enorme bazar multicultural, cartas de un naipe barajado día tras día por manos anónimas, partículas revueltas en un cuerno de la abundancia donde la Verdad ha quedado atomizada en las infinitas formas de la singularidad, la relatividad y la “autenticidad”.  En materia de ciencia y de ética la noción de relativismo es muy, muy peligrosa.  Pero bueno, ya somos grandecitos y se supone que tenemos discernimiento para saber lo que hacermos.

En esta nueva Arca de Noé cada cual vive su pequeña utopía privada: la del fabricante de tabaco nepalés no es la misma que la del connoisseur de quesos franceses, que a su vez no tiene nada que ver con la del productor de palmito costarricense.  Es un carnaval donde cada hombre baila su utopía personal al compás de su propio ritmo, pues aún la música -elemento unificador en todo carnaval- ha asumido tantas formas como bailarines hay.

Así, pues, el individuo puede confeccionar su propio perfil como quien arma un collage: despertarse con cantos gregorianos e ir en la noche a bailar con la “música” de Britney Spears o el reguetón, profesar el budismo y el cristianismo simultáneamente, decirse ecologista y trabajar para una compañía petrolera, degustar quesos franceses y mangos tahitianos al mismo tiempo… y al llegar a casa preguntarse, en un raro momento de auto-cuestionamiento, “¿quién soy?”.  Y se responderá alborozado: “¡Soy todos!” Tal vez, tal vez, a menos de que a fuerza de eclecticismo haya terminado por ser exactamente lo contrario: nada ni nadie.

Unitas multiplex: la unidad dentro de la multiplicidad.  El multiculturalismo es saludable, beneficioso, enriquecedor, siempre y cuando la relación entre las diversas culturas sea recíprocamente fecundante, y no hegemonista: una cultura que fagocita y asimila a las otras.  Celebro el multiculturalismo, pero es preciso que tal modelo convivencial no aniquile nuestro principio identitario, que no nos deje en la terrible incertidumbre que vivió Kafka: ¿quién -o qué- soy?  El pobre Franz era oficialmente un ciudadano de Bohemia, pero también un súbdito del Imperio Austrohúngaro, un judío que era llevado a la sinagoga de la oreja por su mamá, a partir de 1918 un checoslovaco, escribía y publicaba en alemán, hablaba en la calle en checo, y en su casa en yídish.  Añadamos a esto el horror de su doble vida: durante el día trabajaba hasta el agotamiento como funcionario en una firma jurídica en la que se encargaba de los casos relacionados a accidentes laborales, y en la noche, como un animal nictálope y noctívago, se transformaba en el escritor de pesadillas y pavorosas visiones oníricas que todos conocemos.  ¿Qué hay de sorprendente en que terminara viéndose a sí mismo como un monstruoso e inclasificable insecto?

Pero podemos estar seguros de que la duda no atormentará al ser humano de la postmodernidad más de la cuenta, pues el carnaval espera, y el momento habrá llegado nuevamente de salir a comprar, comer y bailar.  La alienación, la enajenación no preocupará más de la cuenta al vulgus pecum: a ese le basta con tener la barriga llena y poder cloroformizarse espiritualmente con el divertissement (la diversión), ese paraíso artificial contra el que el gran Pascal tantas veces nos puso en guardia.

Vivirá y morirá en la ignorancia, que quizás no sea tan mala manera de morir.  El ignorante ignora lo que ignora, que es, precisamente, la definición del ignorante.  La ignorancia tiene esa terrible ventaja: viene armada con su propia anestesia.  Como decía Nietzsche: “No conviene privar al hombre mediocre de la mentira, pues sin ella no podría vivir”

 

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