Jeanette Amit: La lucidez del cuerpo (III)
Transfiguraciones inconclusas. Semejanzas. Iluminaciones. Doble en la mirada. La furia. Trazurándonos.
Jeanette Amit.
III
Por un segundo soy otra en este juego.
Se oculta mi reflejo y el tiempo no me mira.
Transfiguraciones inconclusas
Hay un mínimo sitio donde cabe la sombra
y es aquí a mitad de mi cuello,
en la justa juntura del animal y el sueño.
Hay un grito silenciado
en cada posición de la palabra,
un animal esquivo
que se abalanza rencoroso hacia las horas,
dolido por las cifras que giran
quemándole los ojos.
Bajo el fuego se detalla el borde de su zarpa,
el horizonte de su lomo zozobrando de polvo.
Me azotará el frío debajo de su olor y sus metales.
Me dolerán poemas a su paso.
Aun así me acuesto a mirarlo.
Mirándolo soy ojo entre la máscara,
esa violencia casi domeñada por la pasión del miedo,
un huésped de vapor encerrado en la noche
mientras la noche es vasta…
y la mirada se desteje contra ese lomo que arde.
Me miro con escándalo.
Hay cuernos perforando mis caderas
y tantas transfiguraciones
que no terminan siquiera con la muerte.
Semejanzas
No. No se parece a nadie.
Este rostro es una piedra nueva
cincelada esta tarde a tus espaldas
y no se parece a vos ni a tu demonio,
a pesar del cometa que transita en sus ojos
girando en ese juego vascular de la muerte.
No se parece en nada.
No hay herencia en la risa.
No hay marcas en la boca ni en el filo del grito.
Tal vez sea el impulso a la batalla,
este gesto suicida de escribir con el cuerpo,
de entreabrir las pupilas para mirar lo oscuro.
No hay certeza en la estirpe.
No hay parecido fiel.
Todos los rastros caen extintos hacia el agua.
Y aun así no puedo desgajarlo de mis huesos.
Quizá este laberinto nos conozca,
su silueta no es el camino
pero se cruza con todas las treguas de tu miedo.
En esa hora que nos muerde juntos.
En la marca del látigo que dibuja unos labios
tras la casa sin besos del futuro.
En la tierra y la cama que no existen.
En el nombre Soledad que nos domina.
Este rostro es un hueco
donde cada maleficio hace una marca,
un ojo atravesado por todo lo que mira.
Y aun así no puede descifrarse semejanza
pues todo lo que resta es raza del olvido.
Iluminaciones
No hay nada que temer,
todas las batallas son deudas de locura.
Nada me asusta ahora.
Me doblo en 10.000 trozos de párpados abiertos
y cada uno vuelve como un ojo nuevo y combativo.
Nadie puede dañarme
hoy que no hay nadie sujetando mis manos.
El miedo es una casa de ventanas gigantes
y a lo lejos mi cuerpo sigue ardiendo,
mueble manchado por los juegos de la furia.
Nada me asusta ahora.
Nadie me conoce tanto.
Cada pieza perdida se hace semilla de mi sombra
girando bajo el peso de la tierra,
amando sobre techos enlodados,
descifrando imposibles en un solo destello,
un solo golpe húmedo,
un instante en que conviven
las horas y los sitios de mi muerte.
Doble en la mirada
Digo tu nombre
y es otra mujer subiendo por tu espalda,
desatando el turbante de sus manos,
desnudando el sutil puño de tu sexo.
Hurga debajo de tus ojos,
quizá ahí su cuerpo se confunde,
sus huesos se asemejan
y en sus talones se oye el simple itinerario de mi fuga.
Deja ya de mirarme sin sospechas.
Es mi peso el que pesa en su garganta,
deseo que busca una palabra apenas hecha rastro,
un guiño que delate su inútil estrategia
de espejo hecho pedazos.
Me miras con un breve gesto de locura
preñado de minutos hasta el cuello,
y no la ves aquí,
jinete de esta zarpa que me guía,
caricia que me va rompiendo el cuerpo
en otro cuerpo agazapado.
La furia
Hay momentos de furia.
Simplemente hay momentos en que la piel se quema,
en los ojos hay rastros de cometas cayendo
y la voz es un puño que destruye miradas
donde cada palabra es un golpe brillante.
Hay momentos que invaden la niñez de mis huesos
hechos larvas de fuego,
cuando el mar se ha empozado entre mis manos
silbando como un ojo que conoce la muerte.
Hay momentos que son una guerra entre el cuerpo,
el pecho se nos abre como una flor con ríos
y nuestro doble avanza más allá de su sombra
amenazando todas las puertas que se cierran.
Trazurándonos
Paralelos como los demonios.
Ojo contra ojo enmohecido de furia
garabateando sangre en la pupila
hasta saber un trazo de la muerte.
Erizos los dos puños.
Árboles quemados entre el cuerpo.
Los minutos que se van callando a gotas
para que nadie pase,
para que cada tajo se haga cuerpo en mi cuerpo,
palabra desgajada en el poema.
Trazurados los dos como metales viejos:
uno contra otro repetido y repitiéndose.
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