Julieta Dobles.
Del libro
Una viajera demasiado azul
(La Semana Publishing Co. Israel, 1990)
Una viajera demasiado azul
Tengo, bajo mis senos,
entre mi cuerpo donde
todo moreno gesto palidece
en eterna tensión de danza y beatitudes,
una impaciente huésped que palpita de ansia
ante paisajes nuevos y ríos que inaugurar.
una viajera demasiado azul,
niña que fui saltando
en la espuma de gozo de los mares,
mujer que soy, amando
paisajes recién creados
con todo el entusiasmo de los advenimientos.
Ella hace zozobrar mi corazón
en cada muelle abierto que convida
con su salobre gusto a lejanías.
En cada andén sin nombre,
donde el silbido largo de los trenes del mundo
crea ventanillas que pasan velocísimas
y nos llaman y ofrecen los dones de la Tierra.
Desde cada aeropuerto y su viento impuntual,
pie del aire profundo e infinito
que nos recogerá en su mano abierta,
traspasando latitudes, horarios,
diminutas señales del hombre y sus cuidados
para intentar asir el universo.
Así, pasajeros de la noche al día,
en un solo segundo de asombro y altitudes
nos sorprende allá abajo
la curva luminosa de la Tierra,
perfil de la alborada en el total silencio
de la noche y su música inconclusa.
Una viajera demasiado azul
Que discurre parajes y caminos
y que va recogiendo voces,
afectos, músicas humanas
en su mochila de eterna caminante
que no se detendrá,
ni ante la puerta inmóvil de la muerte
y su gozne secreto, inevitable
como la misma vida.
Móvil, atónito, incesante río
del que somos apenas viva espuma.
Persistencia del romero
(Fragmento)
II
El romero irrumpe en el aire de Jerusalén
y en la sed de los recién llegados,
como una campanada que se multiplicase
y se multiplicase sobre sí misma
y sobre los jardines innumerables
a la puesta del sol.
A la puesta de los miles de soles
que crecen en Jerusalén.
A las siete de la tarde de todos los veranos
que han sido sobre la Tierra.
A las siete de la tarde de todas las piedras
amarillas en su luz
que son Jerusalén.
A las siete de la tarde de todas las piedras
rojizas en su sangre
que son Jerusalén.
El romero desborda los caminos de piedra,
el romero se yergue
en sus verdes candelas olorosas,
el romero estalla y se recoge,
incienso leve,
el más humilde incienso de este mundo,
llevando,
como un órgano vivo de múltiples acordes
éste, su aroma casi sonoro,
casi musical,
a todos los rincones de ese templo
cóncavo, azul, sereno y aromático
que son los cielos de Jerusalén.
Peregrina en Belén
Una estrella,
dadme, alta y sola, una estrella.
Una estrella rotunda, como el nacer,
perenne, como el brazo inicial de cada cosa.
Una estrella de gozo y plata sola
contra el cristal profundo
de la noche sonora y azulísima.
Una estrella total,
deslumbramiento absorto que no llora,
porque en ésta, su absoluta alegría,
Leer más
no hay espacio de lágrima posible.
Una estrella sin tiempo,
hecha para el ahora perpetuo de su lumbre.
Una estrella de éxtasis dulcísimo
que lo recoja todo y que todo lo ofrezca.
Seré una parte de su llama absorta
y brasa libre al fin, todo al unísono.
Por un momento
se me ofreció en Belén aquella estrella,
destello de un temblor,
instante de la palabra que no acaba,
gloria de la sola presencia.
Quise llevarla bajo el lino doloroso y letal
con que renazco en todas las mañanas,
pero la fibra burda no pudo sostenerla,
ni ésta, mi mano torpe recogerla,
y se esfumó, dejándome tan solo
su perfume de espacio sin palabras,
su recuerdo de luz sin adjetivos
donde la muerte vive
y la vida no tiene transcurrir ni acabarse.
Y por eso, os lo ruego,
dadme esa estrella una vez más,
para un niño con frío
que soy yo misma
y todos los niños de este mundo.
Dádmela, para un hombre con lágrimas
de impotencia y temor,
que soy yo misma
y todos los tristes de este mundo.
Devolvedme mi estrella que quedó allá,
en la gruta de arrodilladas sombras
que es Belén.
En los muros de humo
miles de manos la han buscado a tientas
desde su oscuridad.
Dadme esa estrella irrepetible y mía
y quedaré absoluta por desnuda,
sin lino, cuerpo, o noche,
pero con una estrella ante los ojos
donde quedarme
con las piernas dobladas,
las manos móviles y extendidas
como dos pájaros celebrando al sol,
el rostro trasmutado
en un vitral de gozos y agonías
ante el pesebre abierto.
Una estrella en el alba de Belén
para ganar
el esplendor de vida
de la muerte.
Equipaje judío
A esta tierra cada emigrante trae,
fardo gozoso pero nunca leve,
el sueño de sus muertos.
¡Ay, secreto bagaje,
como el nombre de infancia con que Dios nos conoce!
El fardo tiene nombres de ghettos encendidos,
de poblados, de cárceles mortales,
de barcos zozobrando, de sinagogas rotas,
de exterminios feroces.
Y entonces, ¡qué alegría entreabrir las ventanas
al sol, mano de cobre y vida,
profeta de esta tierra,
y al canto cercenado que emprende nuevas voces!
Encender todo el aire de velas extasiadas,
este aire del desierto que está lleno de ecos
y susurros y canciones antiguas
que habían muerto y hoy viven
en la resurrección de un lenguaje ritual,
de una plegaria que recordó de pronto
cómo se dice mesa y jugo y madre
y duele, y te amo y todavía.
Y se puso a cantar sobre los surcos,
entre los autobuses,
en las panaderías y los cuarteles,
y se abrió, boca de risa roja en las escuelas,
y gritó su impaciencia en los mercados,
e inventó rondas y acertijos
en manos de los niños agoreros
jugando, simplemente jugando, juegos de vida y vida,
sin saber que los muertos, aquellos tan amados,
están riendo detrás de las palabras
y sus alefs silentes
y sus zains afinadas
y sus tafts conclusivas,
riendo, por siempre riendo
desde atrás de la muerte.
Comentarios