Julieta Dobles.
Del libro Amar en Jerusalén
(Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, San José, 1992):
Elogio de los senos
En mi primera infancia
siempre hubo un sitio para mí
en la magia inquietante de los chicos
y en sus juegos móviles y atrevidos,
donde la fantasía es salto, vuelo.
El reto de las piernas con las cercas punzantes,
el amor de los charcos,
la energía de la piedra devorando los cielos,
o vibrando, certera, al centro mismo
del agua y de sus círculos perfectos.
Yo era uno más, sudorosa y jadeante
entre los trotes infantiles,
tratando de emular al campeón de los saltos
y de no mostrar miedo frente a las lagartijas
que brillaban al sol,
como botones nuevos de la vida,
invitando a los dedos a ir detrás de sus colas,
fugaz golpe de luz entre las piedras.
Era mi orgullo ser uno más entre todos,
con la prerrogativa sutilísima
de mi falda y mi nombre.
Con esa “a” final de campanilla breve,
misteriosa y rotunda.
Pero un día los noté: breves yemas silentes
apuntando, asustadas,
a la caricia misma de la vida,
a algo demasiado íntimo, inevitable y hondo
que se escapaba ya de mis manos de niña
y empujaba, implacable, todo mi ser
hacia otras realidades
temidas y deseadas.
Lentamente mis senos maduraron
como el deseo en la bruma de los sueños.
Y entonces fue mi orgullo ser distinta,
femenina y fecunda, como la tierra misma,
nutricia y dulce, apetecida
como una fruta extraña
que da sin agotar sus mieles y frescuras.
Hoy que los miro blancos, como entonces,
firmes, grandes y tiernos, como panes del día,
dolientes o gozosos, como la lluvia que alza
su humedad en la tarde,
cruzados de ríos profundos y azulinos,
recorridos por tus manos inquietas,
por tus labios de suave tenacidad,
con los pezones rosados y violentos
que alimentaron hijos, pasiones y dulzuras,
agradezco su silenciosa vida propia,
su placidez turgente ante la sed del niño,
su urgencia antes el placer
que despierta su rosa delicado,
en fin, su gozosa y a veces
dolorosa presencia
que me define mujer de pie,
nutricia y compasiva,
velita desafiante ante los vientos
que no la extinguirán,
cuerda sensible al siempre de la vida.
Caramelos para el niño eterno
Tanto niño te colma los momentos de ira,
tanto niño sorprende en tus gestos de amor,
niño que a veces no pudiste ser
y se quedó a mitad de los caminos
desolado, inconcluso,
niño que eres, mimoso por el pan,
el pecho, la caricia,
enfermo a veces de las fiebres azules
que atacan por igual
a poetas y a niños ateridos.
Que he debido aceptar que me derrotan
tiernamente, tu infancia inesperada
y tus ojos, que me dan razones
absolutamente irracionales
sobre la vida y sus páramos hostiles,
sobre el amor de Dios y sus criaturas,
sobre los juegos nuevos que inventarás de noche
para mí, para esta sed de gozo
que nos hermana en la mitad del beso,
cuando la oscuridad es tacto delicado
sobre la piel del mundo.
Y cuando entre el fragor de la tiniebla
tu niño llega a mí
dando voces de auxilio.
Y ese grito oscurísimo y remoto,
que pudo ser el grito del primer desamparo,
me acosa, me atormenta, me disuelve
en un mar espantoso y amarillo,
sé que he llegado a ti
como la luz al árbol verdecido,
como el plancton, minúsculo milagro,
es a los mares, sutil razón de vida,
silencioso sustento, ancla del entusiasmo,
roca que no se ve bajo el oleaje,
pero fija las islas y sostiene los sueños
para que el viento, rojo entre los desamparos,
no lo destroce con sus dientes hondos
de niño cruel y triste bajo de la tormenta.
Por eso a veces el horizonte frío,
alto y hermoso que me sobrecoge
desde mi soledad de diamante con lumbre,
me llama, me convoca,
me urge para perderme
con dos alas de pura liviandad aterida,
en el azul sin nombres y sin tiempos.
Y volar más allá de los caprichos
de la letal carencia que germina
en letal posesión,
de los niños que recobran su infancia
buscando caramelos en todos los regazos,
de la prisión en que el amor convoca,
y de tu torpe y deliciosa
manera de querer
de adolescente grande y asustado
que va por vez primera al amor y lo encuentra,
veterano de pasiones y urgencias,
experto de caricias,
goloso de pequeñas tibiezas,
jinete de blancuras turgentes.
Que en tu avidez te finges aprendiz,
desatas entre todas el afán de enseñarte
y bogas de sorpresa en sorpresa
como un niño despierto de navidades y albas.
Pero no puedo, amado.
Tus violencias ternísimas
me retienen, me anegan
y me devuelvo mansa y salobre,
ola de marea baja que no quiere morirse,
riachuelito que solo puede seguir su cauce,
madre entera de todos,
repleta de manzanas amargas y de besos
para tu alta avidez de niño con luciérnagas,
que en la tarde persigue
tanta luz titilante
en el ciego universo
que es el amor del hombre.
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