Julieta Dobles.
Del libro Amar en Jerusalén
Del libro Costa Rica Poema a Poema (Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, San José, 1997):
Amarguras del limón dulce
(Citrus aurentifolia)
Te atrapa como lo hace la vida,
astutamente,
Leer más
con un dejo pequeño de amargor
después de cada hilo de dulzura.
Y como entre la vida vas levantando velos
y cada velo te reserva algo
para otro amanecer,
el limón dulce da,
bajo cada velillo transparente,
el ordenado juego de botellas minúsculas,
jugosas y turgentes, que estallan en la lengua
como un don racionado del agua de la Tierra.
¿Un limón dulce?
Nadie, lejos de estas tierras
altas y ecuatoriales,
con su propio esplendor enardecido
por un sol casi eterno,
concibe un limón así,
con sus cinco letras y su tilde
de acidez estimulante,
desprovisto de todo ácido ofensivo
y de toda violencia contra el sufrido paladar.
Y sin embargo,
aquí tiene su reino
de dulces amarguras el limón,
su hálito inevitable y único,
sutil y único,
como el de su dulzor apaciguado,
que nos recuerda,
después de unos segundos sobre la lengua,
que no hay dulzura que no acabe,
ni gozo que lo complete todo
porque allí, en el centro mismo del placer,
tiene su pequeño inicio la amargura,
como otro dulzor malicioso y rotundo.
Limón, sorpresiva fragancia,
como las cumbres que te incuban.
Yo te tomo de la mano,
aspiro tu corteza brillante y verdecida,
la parto, con un golpe limpio y filoso,
la desprendo con suavidad
y busco tu corazón de botellitas breves,
enorme corazón contra la sed del mundo,
mientras el mundo no te cree posible
y supone que eres una broma
tropical y magnífica
de la montaña pródiga y mentirosa,
como la misma vida.
Legado del cas
(Psidium friedrichsthalianum)
A mis hermanas Mariceci, Vera, Georgina e Ileana
aún aquellos cases…, y a Prince.
El cas es cotidiana estrella de entrecasa.
La fruta que se bebe despacio, con fruición,
y se come despacio, con el mohín que el ácido
de su carne imprevista produce en nuestra boca,
hecha agua ante el acoso del aroma
y del mordisco claro, casi beso.
Es el don de los montes,
un legado de selva que se resiste a irse,
un árbol decidido que habita la meseta
y sus patios caseros con su naranjo agrio,
sus helechos, sus chinas renacidas,
su chayotera, selva y espesura,
su limonero de aromática espina.
En casa de mis padres reina un árbol de cas.
De todos los árboles sembrados por la mano paterna
sólo el cas sobrevivió las plagas,
el rencor de la hormiga,
la saña del gusano y del tiempo, feroces.
Y se yergue en el patio su follaje de himno,
su claro tronco por donde el cielo baja
puntual, todas las tardes.
Su copa sigue siendo la escalera secreta
de los niños que, ocultos en su verde
burbuja esplendorosa,
intercambian las sorpresas del mundo.
Prince tuvo algo que ver
con esta sutil sobrevivencia.
Prince era el perro más humano
que alguna vez amé.
En su rostro de pastor policía
su mirada expresaba las mil complicidades
de su alma de perro milagroso.
Después de doce años de caminatas plenas,
juegos, peleas, custodias,
pasiones apremiantes y brevísimas,
aullidos a la luna, retozos en el prado,
persecución a todos los gatos de este mundo,
Prince se nos fue, herido por un boyero torvo.
Pero como nunca quiso alejarse
del barrio luminoso y de la casa,
fue sepultado al pie del cas,
entonces arbolillo de nada todavía.
En el año siguiente,
el árbol se extendió como un deseo
apresurado y generoso.
Sus ramas, fuertes y altas,
cubiertas de miles de hojuelas diminutas y rojas
que al crecer verdecían en el patio luciente,
fueron escala nueva de la tarde.
Y hubo dos cosechas entre cases de aroma
para calmar la sed de todos
en el largo verano sin Prince,
sin sus ladridos, sin su pelaje tan acariciado.
Pero yo estoy segura
que el árbol se estremece si le pasas la mano
por su tronco plenario.
Y en las noches de luna
algo como un temblor de hojas jadeantes
parece recordarnos un aullido lejano
en el patio de todos los recuerdos.
Cantata del cedral
(Cedrela odorata)
¡Cuántos cedros y cedros
columbrando los altos secretos de la patria!
Esperando entre las impredecibles
y furtivas veredas
de sus bosques y parques de neblina…
Otorgando un latido común que se despierta,
de verdor y de sombra haciendo inviernos.
Espejo vegetal de multitudes,
variedad luminosa de maderas intensas,
de resinas que callan y que cantan.
Cedros y cedros de madera invasiva,
antigua, incontenible.
Cedros en busca de la infancia del mundo
y del bosque donde crecer, deseados.
Venid, cedros de mis delicias,
ay, cedros acosados de los trópicos,
a inundar de penumbras y de ardillas
y follajes trinados y murmullos,
nuestras talas infames.
A cubrir con vuestra savia musical
de inusitada y pronta luz,
nuestros cerros desnudos y borrados
donde fuisteis señores
de la sombra y del ala.
Traedme los jilgueros invisibles
destilando su agorera certeza musical
en la cumbre de nieblas desprendidas.
Traedme los quetzales extasiados y últimos,
esmeralda de pronto en vuestras ramas.
Traed todo ese mundo agonizante y hondo,
corazón verde -húmedo de la selva absoluta,
de tan verde, fresquísimo,
de tan húmedo, verde,
violento en su esplendor
de montaña que aún canta.
Cedros y cedros
En Cedral muchedumbre,
En Cedral agonía,
Germinando, esperados
Entre el dolido, antiguo,
Insustituible
Regazo innumerable de la patria.
Itinerario de la tortilla
Desde el maíz que tiene dientes de luz y sombra.
Desde el calor de manos que desgranan
esos dientes donde la luz se endurece y estalla.
Desde la piedra que abre
su antigua ceremonia de metates,
o el metal que destroza
la lágrima, vegetal y magnífica
de cada grano, o diente, o resplandor
Desde la masa, cumbre de blandas albas,
acariciada por las palmas diestras,
prensada por la hoja espejera del plátano,
o por la fibra dócil de la madera cómplice.
Desde el comal donde te esponjas y maduras
formando el nido claro y el velo delicioso,
nos llegas, atravesando mundos
y tiempos y raíces y estandartes.
Nos llegas a todos por igual,
para servir de plato, mano, pan,
taza, guarnición o distancia,
contraste bienvenido
con todo el alimento de este mundo.
Irrumpes muy temprano entre la infancia.
Entre el tazón de leche amanecida,
o blanqueando entre el caldo,
oscuridad de aromas del frijol.
Más tarde participas del café de los niños,
leche más dos gotitas de vainilla y su incienso.
Y te muestras tan dulce, tan alba, tan estrella,
envolviendo el queso de las fragancias y potreros,
o bañada en el cobre fugaz
de mantequillas cotidianas,
o recogiendo, paciente, hasta la última
gotita de natilla en el plato lustroso,
que cada niño te ama para siempre.
Envolviendo los gallos del peón y del obrero,
enrollada y crujiente en el “taco” norteño,
gustoso baúl para el repollo y la carne mechada,
saltas por todo el abecedario del sabor,
abres insospechadas puertas al placer y al recuerdo
y te meces en todas las infancias,
en todos los comales de la patria.
Herencia que dejaron los abuelos vencidos,
los hijos del maíz y sus verdes espadas,
los hijos del maíz y sus rientes mazorcas,
los nietos del maíz y sus diluvios,
en la guerra silente, inacabable,
contra el hambre de todo nuestro mundo.
Junio
A Jorge Dobles Ortiz, mi padre. A su recuerdo.
A su amor reconfortante y alegre, como una fiesta de cumpleaños sin tiempo.
Junio es un himno en sus mañanas fúlgidas,
lleno del incienso que el día quema
en sus amaneceres de tierra despertada,
con todas las frescuras y con todos los brillos
que la lluvia nocturna hereda a la mañana.
Después del mediodía
se cierran los portones de la luz,
los tambores del cielo se estremecen, rotundos,
las nubes convulsionan, desdibujando techos
inaccesibles, lóbregos,
techos que corren, danzan, se arremolinan
en cavernas inmensas que amenazan,
oscuramente poderosas,
desplomarse así, enteras sobre nuestros deseos
de prolongar la luz de la mañana.
Todo se ha oscurecido y los truenos bostezan
Sus acordes rotundos –casi plomo-en las crestas
de los montes prematuramente anochecidos.
De pronto hay un silencio de catedral dormida,
la antesala de un rito poderoso, el inicio de un drama
en que todas las fuerzas se detienen
como lanzas en punta,
y por unos momentos hasta el viento suspende
su resollar profundo.
Estalla la tormenta.
Pareciera que una gota tan sólo
inaugura el diluvio,
que un solo pétalo tronchado abre
la destrucción del vendaval.
Toda la furia nívea
de los pequeños espíritus del agua,
hecha granizo y lluvia, cae golpeando la tierra,
las ventanas del sol, los techos de la tarde,
las rosas ateridas del jardín.
A los pocos minutos
corren ríos enfrentados por las calles,
los caños son crecientes iracundas
que arrastran el fulgor de la mañana
y los restos menudos de la ciudad y la vida.
Este es el junio de mi tierra. Hay otro
junio que me persigue como sombra de amor,
cuando ya se despide entre fulgor y tarde.
Es mi padre y su aliento festivo
de joven que se niega a envejecer.
Por eso siempre es negro su cabello
y su sonrisa sigue ignorando la muerte.
Camina firme y entusiasmado
y sus manos, ¡benditas manos fuertes!,
Tienen el vigor que sostuvo como una antorcha,
su madurez de joven que no pudo
cruzar hacia el umbral de la vejez.
Junio es mi padre
y aquel, su almuerzo de cumpleaños
de familia femenina y ritual:
espárragos amables, sidra española y fresca
aliviando la canción sofocante
del mediodía y sus tambores sordos.
Y el queque decorado exactamente
para su paladar de niño
furtivo entre la fiesta.
Nuestras manitas leves en su gran mano cálida,
y aquellos primigenios pasos de danza y lumbre
que él sabía tan bien, e iba enseñando
a nuestros torpes piececillos
de niñas emergiendo de la primera música.
Por la tarde, la ceremonia del café,
y la abuela contando historias de familia
ya sabidas, que vuelven a escucharse
con la alegría del descubrimiento,
mientras afuera aúllan las tormentas de junio
y San Pedro se seca sus lagrimones fríos
en cada charco y risa de su fiesta.
Junio es un alerón en el recuerdo,
una figura amada en el ya y en el siempre,
y en él, y en sus tambores
de hombretón de la lluvia
vuelvo a ser niña y a acurrucarme, tibia,
en los brazos sin tiempo de mi padre y su música.
Agosto
A mi madre Angela Yzaguirre,
primera campanada de poesía en mi niñez.
Como un diente de león desvanecido
por el soplo de un niño,
así se van los meses,
esparcidos en el tiempo sin nombres,
suavemente, sin percibirlo casi,
sombrillitas pequeñas y traslúcidas
que vuelan y se pierden en el viento
de los días incansables.
De pronto, alguno caerá al suelo,
se afianzará a su terrón nutricio, inevitable,
y la sombrilla frágil
enraizará, tomará un tallo absurdamente verde,
y dará vida a algún objeto hermoso
que crezca y se trasmute,
y se nos vuelva copo, o girasol, o poema, o cebolla.
Así la vida y agosto en el portal
como una flor de lluvia y de festejos:
mi madre entre las brumas de mi primer poema,
aquel que en un agosto de mi escuela
germinó, casi sin esperarlo,
como un broche de amor o de deslumbramiento
ante la voz materna de rotundas campanas
que me hablaba poemas, me extasiaba en poemas,
de Gabriela, de Juana, de Alfonsina,
de Martí, de Rubén, y de tantos y tantos
nombres que se prendieron a mi oído,
y ante cuyas palabras
se abrió en mi el juego nuevo
de la poesía que estalla
en gracia y sentimiento,
y música y sorpresa.
El juego insospechado que me amó para siempre
con sus campanas hondas, abiertas, sonorísimas
tan claras, tan intensas, que abrían puertas
y tapias y oídos y jardines,
con sólo su tañer de mañana entusiasta.
Mis primeros poemas ilustrados
por mi mano que nunca aprendió a dibujar:
dedicatorias breves a mi madre,
a mi padre, al moscardón de luz de la mañana,
a mis años tan verdes, tan azules,
donde todo fue cómplice de lecturas y versos:
encontrar la palabra que se transforma en fruta
y darle su sazón y su perfume,
paraíso terrestre de la dicha inicial.
Hoy recorro sus líneas desiguales,
dispersas entre sueños y objetos diminutos,
y parece que todos los versos pergeñados
en la primera infancia,
aromosos a frutas y a torpezas
tuvieran la tarea
de romper con su música el silencio
de bestiecilla huidiza en que nacemos
Hoy, otro quince de agosto
de tantos que me acosan
en poesía y en recuerdos,
quiero darle a mi madre su poema,
el de mi propia infancia,
y pedir que lo lea con su voz memoriosa,
todavía campana de alturas y de gozos.
Pero ese poema,
el que aún escribo y pulo
y releo en mis sueños, despacito,
aún no tiene final.
Dirá muchos agostos con su lluvia apretada
y sus niños alegres,
recorrerá los sueños
de abuelas que se duermen
en las largas veladas familiares,
fijará el eslabón siguiente del destino,
continuación del tuyo,
madre de mi poema y de mi vida,
allí donde mis hijos son también mis poemas.
Otras publicaciones de JULIETA DOBLES
Comentarios