Julieta Dobles.
Del libro Fuera de álbum
(Editorial Universidad Estatal a Distancia, San José, 2005)
De niños y de árboles
Mi nieta Soledad dibuja árboles,
centenarios, veraces,
plenos de nudos y neblinas
y cuernos y raíces,
árboles de su imaginación de siete años
que aún no llegan a ser.
Es un poema su complicidad
con los genios que nacen,
vivificando el bosque,
una delicia su trato de otras vidas
con las ramas urgidas por el viento,
una sabiduría inexplicable
su interpretación de tanta magia
con el lápiz obtuso, pero alado.
Y yo me quedo meditando, inquieta,
sobre la alianza clandestina y magnífica
entre los niños y los árboles,
como si ambos supieran algo
que yo olvidé, desmemoriada ahora
de tantos esplendores
que se quedaron lejos,
en el portón veraz y clausurado
de mi infancia
Ráfaga
“Tus hijos no son tuyos. Son hijos del anhelo de la vida.”
Gibran
Sobre mi casa, ráfaga,
entre mi casa, hielo.
Un viento ineluctable,
destinado y urgente,
ha vaciado de voces
su aire de mansos ventanales,
pintó de ausencias sus rincones,
y garabatea penosamente
un silencio mayor sobre los muros,
como el de un templo traicionado y vacío.
.
Un viento ya esperado, y no por ello
menos furibundo y tenaz,
ha esparcido las voces de mis hijos,
ha soltado nuestras manos,
entre vuelos y nuevos estandartes.
Es ráfaga en la cumbre,
es hielo en el umbral.
Y yo sigo abriendo las ventanas
que pretenden cerrarse,
desparramo el calor que prodigan mis manos,
y pretendo ignorar tanto silencio
poblándolo de música.
Me he pasado la vida rodeada de canciones,
de voces, gestos, risas, voluntades.
Y de pronto, este viento puntual
lo invade todo y se traga el pasado,
da un portazo, y me quedo,
las manos extendidas en mitad del umbral
de imposibles retornos.
Corro a abrir esa puerta,
la misma que ha golpeado
su soledad oscura en el batiente.
Mis hijos siguen, más allá,
empujados por la ráfaga terca
de un destino que se abre
en urgentes caminos.
Hijos, manos mías en el mundo,
que no reclamaré.
Fuga de muerte
A propósito de un video sobre las víctimas de Alteal, Chiapas, filmado en diciembre de 1997.
Pero, ¿a dónde van?
Atravesando ajenos montes de soledad,
cargando peso a peso su propio desamparo
por los hostiles páramos en que la muerte anida.
El paso muy pequeño y la mirada larga
por todas las fatigas y los fríos de este mundo,
¿a dónde van?
¿Dónde su albergue, su maíz, su canto?,
la mano fraternal que los devuelva
a la roca materna, anterior a la herida?
Apátridas perennes,
¿cuándo terminará su errar de siglos
por las tierras en donde sus abuelos
hicieron dios al colibrí y al puma,
perpetuaron al águila
en sus cielos de barro policromo
y llenaron de ranas
los espejos del agua y de la piedra?
Aplastados bajo el peso del hambre,
pariendo entre la lluvia,
sollozando por sus casas derruidas,
y por el grito agónico
de sus muertos recientes
que los persigue como un mal sueño.
Arrastrando a sus hijos
fuera del vendaval y de la fiebre,
bajo el abrigo triste de una hoja anegada,
¿a dónde van?
Atrás dejaron todo:
los güipiles florecidos en rojo
por manos primorosas
quedaron en el barro de los odios.
La piedra de moler, despedazada
no volverá a cantar sobre el maíz precioso.
Y de la casa, sólo
un enjambre de latas y de óxidos
sostiene su memoria.
Se ocultan del ejército,
De su antifaz violáceo y desangrado.
Se ocultan de la mano del vecino,
inesperadamente cruel.
Y huyen, huyen, porque la lejanía
es la dudosa puerta hacia la vida,
donde no llegue la traición,
ni la tortura incube sus dolorosas larvas,
ni las preguntas lleven el pavor y la sangre.
Pero, por Dios, ¿a dónde van
bajo la lluvia ciega
y la noche, aún más ciega,
del hombre?
La última muñeca
Hoy emergiste del armario
de muerte de mi madre,
armario clausurado mientras vivió
por su larga agonía sin retornos.
Hoy te hallé polvorienta,
con mi nombre polvoriento también
y tu cabellera de oro viejo,
un tanto desprendida y agobiada
por las uñas del tiempo.
Con tu sonrisa de virgen impertérrita
y tus mejillas ligeramente coloreadas
sobre la pasta antigua, yaces en un pasado
incompleto en su dicha que fue,
falaz en su lejana realidad.
¡Mi última muñeca!
Con la que dije adiós sin enterarme
a mi infancia plenaria y protegida
donde la dicha no se hacía preguntas
y las palabras: poemas, cuentos, acertijos,
caían sobre mi vida, sólo soles de asombro.
La del vestido verde para los años verdes,
jugosamente estremecidos y leales.
Otra mujer surge de estos últimos años,
polvorienta, salina en tanta lágrima.
Y te toma de nuevo de la mano
después de verdor, hijos, amores, agonías.
Otra que quiere de pronto romper barcos,
mares y deslealtades
con su palabra, con su piel, con todo.
Arañar esta estepa de soledad abierta,
devolverse a morder amarras escondidas,
detener este tren que va acercándola
a la consumación,
porque aún desea, y tiembla, y está viva,
abrazada a una vieja muñeca sin regresos
que sonríe, estatuaria y ritual,
en el mar sin recuerdos y sin fondo
de estos, sus agobiantes desamparos.
La casa cerrada
La casa de mi madre sigue allí, en pie,
extrañamente en pie,
como el tronco de un árbol
ya vacío a ras de la tormenta.
Pero nada se mueve en ella.
Nada bulle detrás de las paredes agobiadas,
nada pulsa, excepto el desamparo
que busca ansiosamente viejos ecos
en los amplios zaguanes,
donde el silencio anida como pájaro roto,
más penoso aún después de tanta música.
El reino de la ausencia:
esta es la verdadera ventana de la muerte,
que cristaliza todo lo vivido
en una urna imposible a los retornos.
Camino por las habitaciones
desiertas como espejos
que ya nada reflejan.
Con los muebles ausentes se marcharon
lo poco que quedaba de tu aura, madre,
y de nuestra presencia de infancias tan vividas
que su hálito terrestre
perfumaba aún mosaicos y rincones.
Quiero creer que tu saludo
desde la muerte fue veraz.
Que el sueño de las niñas
viéndote entrar de nuevo
con tu sonrisa de flor antigua
a la casa que nos vivió por medio siglo
fue un mensaje certero
para mi duelo sin respuestas.
Pero no hay resonancia en mi congoja.
La materia es tan sorda,
mi llanto tan espeso y tan urgente
que tan solo me queda este poema
donde converso a solas con la ausencia,
frente a aquel patio nuestro,
donde los árboles ancianos
sembrados por la mano paterna
-¿los recuerdas en su cortina de abandonos?-
se nos mueren también.
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