Julieta Dobles.
Del libro Poemas del esplendor
(Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, San José, 2016):
Fábula del cortés amarillo
(Tabebuia ochracea)
A la memoria de Laura Pérez Echeverría cuyas cenizas alimentan por su deseo, las raíces de un cortés amarillo.
Fue sólo un estallido de luz,
tan sorpresivo, tan inédito,
que me paralizó.
Los automóviles seguían en su rutina
de cuatro ruedas y velocidad,
como si nada estuviera alterando
la calle y sus márgenes poblados.
Pero allí estaba, sereno
en su esplendor silente.
Tuve que detenerme
sobre las piedras del arcén,
frente a su vera.
No era amarillo ni dorado,
era un enjambre enfurecido
de flores desprendiéndose,
una copa de soles químicamente puros,
sin hojas ni verdores.
Un árbol que se alimenta todo el año
gracias a su raíz profunda y verdadera,
para construir un marzo desafiante
de amarillos de cadmio
y gritar a los vientos: – ¡estoy vivo,
y soy un esplendor, un golpe de oros.
Dejen por un instante la rutina,
y disfruten la espléndida energía
de este poder de sol con que me perpetúo!
No pude regresar a mirar nuevamente
tanta espléndida lumbre sin tarimas.
Cuando pasé, una semana más
de ajetreos y luciérnagas,
no logré distinguirlo del conjunto.
Temí por él, como si un mal prodigio
nos lo hubiera talado, rencoroso.
Pero fueron los días, en su ciclo finito
y era ya un árbol como todos,
lleno de hojillas vibrantes y atrevidas,
que cercaban la calle, entre humos vocingleros.
Habrá un nuevo marzo cada año
para que una miríada de soles desprendidos
caiga sobre nuestras cabezas
y haga estallar nuestra rutina ambigua
con la belleza a gritos que nos llama
desde árboles y cielos esplendentes.
Himno terrestre
Somos un resplandor.
Una bandera de luz contra la nada.
¿Qué importa el engañoso guiño
de una eternidad que no sabemos?
Somos un testimonio de la vida,
un segundo sagrado entre esas dos tinieblas
que nos gestaron y que nos destruyen.
Haber vivido es la gesta más bella.
La más sublime y la más falaz.
Una contradicción que nos construye,
una canción “a capella” ante la muerte.
Vivir y abandonarse frente al mar
Entre la gesta de amor de las mareas,
o en las cumbres y su grito de azules,
o en el bosque y sus dominios
de hojas y vientos que se aman
en la complicidad de las tormentas,
es ser uno con toda esta cuna terrestre
que nos gestó y nos recibirá algún día
para fundirnos, dóciles, con su entraña agorera.
Somos una pregunta
que no busca respuesta pues la sabe imposible.
Vivamos, pues, en el esplendor lúcido
de la fiesta del día,
del amor de los otros, siempre inmerecido,
de la hoja que cuenta con el incendio diario
del sol y sus delirios.
Hemos sobrevivido
y ya estamos en casa.
Desde la cárcel
Cuando los primeros obreros
entraron a demoler algunos muros
de aquella vieja cárcel,
más prisión inhumana que castillo,
más arca de sufrimientos que encierro,
para transmutarla en un moderno museo
donde los niños aprendieran jugando,
encontraron leyendas en las viejas paredes,
inscripciones grabadas a cuchilla,
torpes letreros de desesperación y hastío,
oraciones,” aquiestuvos” y obscenidades
de todos los colores.
El ser humano necesita hacer de su dolor
una punta de buril o de tinta
que sobreviva más allá del lamento.
De todas ellas,
¿cuál fue la frase repetida más veces
en aquellas piedras testigo,
piedras expiación?
¿Allí donde el dolor se hizo
bandera avergonzada
de tantos hombres recios?
“Amor de madre” en las cancelas,
en las paredes y su piedra desnuda,
en el silencio agonizante
de las puertas tapiadas:
“amor de madre”, “amor de madre”.
Ella es la que no falla,
no olvida, ni aborrece.
Ella, aquí, en la desgracia
Ella sola en las horas de visita.
Ella trayendo vida a tantas horas muertas
y bocados caseros contra el hambre
y la infame cocina del presidio.
Ella no falla, ni olvida, ni aborrece.
“Amor de madre… ¡Amor de madre!
Paradojas del río
¿Que los ríos no se devuelven?
Quien lo dijo no supo del río Sierpe,
el de la sabana profunda y aún secreta,
sureñamente rica en sus verdes espejos,
serenamente pobre en sus pueblos perdidos
entre el enjambre malva de sus atardeceres.
En su fluir gozoso, montaña abajo,
el Sierpe va llenándose de lirios azogados,
mansamente floridos,
mansamente camino,
semejante a un cortejo
de rosados y verdes esplendores.
Ya cercano a la mar
-que sí, que no-
se devuelve en sus lirios
-una y otra vez-
como si quisiera salvarlos de la salina destrucción.
Y es que, al abrirse al mar,
ensanchados sus brazos con el inmenso Térraba,
que es un río peregrino de tierras tan distantes,
forman ese estuario de vida y muerte
entre marea y marea,
donde los sombreados manglares
acogerán dulcísimos la agonía de los lirios,
alimento de peces, camarones,
y toda esa cosecha secreta y subacuática
del humedal sonoro.
¿Que los ríos no se devuelven?
Recorrerás, viajero,
toda la mansedumbre del Sierpe silencioso
y la congoja de sus lirios flotantes
que huyen de la muerte entre marea y marea,
una y otra vez,
para asegurar, entre asombro y asombro,
que algunos ríos sí se devuelven.
Comentarios