Julieta Dobles.
Del libro Poemas para arrepentidos (Editorial Universidad Estatal a Distancia, San José, 2003)
Ronda del niño interior
La noche es la franja de miedo
que se agita allá afuera.
Ahí las sombras nos devuelven
al aterido niño que aún somos,
El niño que es suspiro de Dios
en el fragor sombrío
de la noche del hombre.
Y esa porción de niño que aún ríe
desde estos, nuestros años plenarios,
la que nos da la cumbre, o el delirio
del poema inacabado,
del beso inacabable,
del placer acabándose,
seguirá riendo o balbuceando,
o intentando la lágrima
hasta rozar la muerte
con los mismos asombros de la vida.
¡Ah plenitud de infancia ante la música!
Ante el color distinto con que el día sorprende,
ante el sencillo logro del paladar
en la mesa servida.
Ante los brazos, añosos o infantiles,
que nos aman.
Ante tu rostro de niño engrandecido
que se me acerca, riendo,
a inventar otro juego.
¿Lo jugamos, amor?
Lucha con la cebolla
La cebolla me sigue, me acosa, me subleva.
Sus cristalinas capas,
su aroma a hogar, a tierra y a nostalgias,
su lágrima redonda, como un dolor oculto,
de tan blanco, invisible,
que nos hiere entre los ojos y el recuerdo,
me llegan desde cualquier país
donde tendamos mesa,
desde cualquier cuchillo malherido,
desde cualquier ausencia
que me abra las mañanas impares e imparables
del desconsuelo y de las lejanías.
No importa dónde,
en el momento en que la hiero
y desgarro su dorada envoltura,
cortando con inquina sus pezones oscuros,
me acosan las imágenes
del hogar tan lejano que me duele
y me inunda la agridulce nostalgia,
cenicienta como todas las cosas
que se aplazan indefinidamente
y crean caos de raíces, de afrentas, de cenizas
en lo más sigiloso del espíritu enfermo.
Yo no quiero partir otra cebolla
hasta no estar en casa, en mis paisajes
cotidianos y abiertos, y entonces sí,
llorar a gusto por su sed de lágrimas,
con rabia contenida que se vacía,
a gritos en mi cima y en mi abismo.
Yo no quiero cargar tantos enojos
que la misma cebolla y su dulzura
se me amarguen en pleno paladar.
Mañana habrá en mi mano otra cebolla,
y seguiré partiéndola y picándola
sobre la misma tabla de desconsuelos hondos
que me abre las mañanas de rutina sin prisa.
Mañana empuñaré mis sueños sin desquite
interrumpidos por el sol ajeno,
reprimiendo mis lágrimas de escarchados exilios
en nombre del amor y sus remiendos.
Concierto de vida y muerte
Escuchando la sinfonía Titán, de G. Mahler.
Es la vida, es la muerte,
detrás de todo acto y todo instante,
comiéndonos la nada.
Desgastándose y creándose
entre la tempestad y sus fulgores.
Estallando de flores y de sangres,
vórtice y remanso al mismo tiempo,
en cada gestación y sus jadeos,
sobre cada agonía y sus jadeos,
bajo cada jadeo y su esfuerzo de luz
despedazada.
Somos eso: gestación y agonía,
éxtasis y delirio.
El violín de la boda, los tambores del duelo,
el grito doloroso y triunfante de los recién nacidos,
el clamor luminoso de cada amanecer,
el sollozo en la pérdida,
el ritual encendido de la risa,
el pianissimo canto de la cuna,
el alarido de dolor sin tregua,
el fragor amoroso que no acaba
de extenderse en el mundo,
el puñal y su ruido de sangre a borbotones,
la explosión de la bala, seguida de un silencio
más hondo que el vacío del aire y sus cenizas.
Somos todas las notas y todos sus silencios.
Abrid más la ventana.
quiero vibrar, contagiada de mundo,
sensible de belleza hasta el dolor,
éxtasis de mí misma en comunión con todos.
Agonizo y estallo entre la música.
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