Julieta Dobles.
Del libro Reloj de siempre. (Biblioteca Líneas Grises, San José, 1965)
Un hijo
Sólo he querido un hijo,
pequeño como un vaso,
redondo, como una de tus manos,
un hijo que se quede
cuando todo se vaya,
un hijo que pronuncie tu nombre
y que me enseñe a hacerlo
cuando te haya olvidado:
así, calladamente,
alargando sus sílabas
hacia la gran dulzura de la ausencia.
Solo he querido un hijo
y antes que tu partida
me alcance y me deshaga,
lo habrás de colocar
sobre mi angustia;
perfilarás su carne
con tus agujas finas,
y calarás en él
todo el silencio
donde van las palabras que no existen
o las que nunca pronunciamos juntos.
Sólo he querido un hijo
para ahuecar tu nombre en mi renuncia.
De los otros
Hay mañanas que tienen
un festival de niños en los labios.
Mañanas que derraman
sus copones de luz sobre las calles,
sobre los árboles,
por debajo de todas las ventanas
donde se van adivinando hijos
y canciones y besos
y una mesa tendida por encima de toda soledad.
Son mañanas ajenas que no pueden
alcanzar con su dicha nuestras calles.
En ellas recogemos al pobre amor,
al que irá con nosotros
más allá de todos los espejos del día.
Al que no puede darnos
ni un hijo, ni una mesa.
Y marchamos,
buscando un sitio donde exista algo nuestro,
donde los besos puedan darse como se da una fruta,
en donde la blancura del silencio
sea cama y sea blancura para nosotros dos.
Donde por las mañanas
se vacíe de tus manos a las mías
ese olor a agua clara
que tiene Dios cuando comienza el día.
¿Dónde, dónde buscar, amado?
Existen tantas casas atando los caminos…
Y todas llevan dentro
un hombre, una mujer,
un naranjal, un hijo.
Ninguna está esperando que lleguemos tú y yo
a limpiar sus oscuras telarañas de tedio,
ninguna tiene ventanales amplios
que den hacia las playas olvidadas
donde todo comienza.
¿Es que no hay algún sitio
en la sombra de todos,
en las manos de todos
para nosotros dos?
Oración inconclusa
Señor: de nuevo la mañana,
de nuevo Tú.
La ciudad se me hace una patria pequeña
cuando amanece así:
iniciando el eterno abecedario de las horas gastadas,
como si alas y pájaros de niebla
tendieran su cortina sobre la noche última.
Todo empieza de nuevo sobre las mismas calles
donde el sol forma rostros de cristal en el agua.
Es como si de pronto alguien corriera
un cerrojo de frío
y las manos nacieran otra vez
y el mundo fuera nuevo,
tan nuevo que pudiera abrirse las entrañas
y rellenar de pájaros sus cicatrices hondas.
Y por eso me gustan tus mañanas.
En ellas juega el hombre
a que la luz empieza su gran eternidad,
su clarísimo salto sobre el tiempo,
y juega a ser pequeño
y a encender con su mano, nuevamente,
la primera mañana.
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