Julieta Dobles.
Del libro Trampas al tiempo
(Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, San José, 2014)
Primer amante
Desde los doce años,
mis ojeras, oscuras y profundas,
anochecían mi rostro desde buena mañana.
Escollo para la perfección,
los fotógrafos de estudio
las cubrían y recubrían con odioso entusiasmo.
Disimuladas por el prohibido maquillaje,
se esfumaban, furtivas,
frente a los ojos inquisidores de mi madre.
Herencia de los troncos que me dieron origen,
donde deambulan, rotos, trashumantes judíos
desde la vieja España,
fueron imborrables intrusas
contra mi anhelo adolescente
de belleza nacarada.
Pero un día lo escuché:
su poesía, proyectada sobre una música
que inundaba, sensual, todas mis ventanas:
“y en tus ojeras
se ven las palmeras
con rachas de sol”.
¡Ay, Agustín Lara !, gracias a ti
mis ojeras se tornaron radiantes,
y ya reivindicadas, fueron sensuales luces,
ojos de gozoso misterio
donde apoyar mi torpe adolescencia,
morena y larguirucha.
Como lo hace un amante,
me hiciste bella, Agustín, con tu poema.
Al igual que en antiguas pinturas melancólicas,
donde rostros de damas anhelan y prometen
un perfume de tiempo y de pasiones
entre ojeras violeta
y pestañas “que abanican la tarde”.
Bandera
Somos una bandera de palabras
contra tanto silencio.
Una pasión desatada y perenne
entre las dos tinieblas
de nacimiento y muerte
que nos urden.
Ondulemos al viento inevitable.
Y que nuestro destello arda en el filo,
fugaz, pero bellísimo,
inerme, pero terco,
mortal, pero amoroso.
Somos palabra,
como quien dice tránsito,
pasión, memoria, augurio.
Palabra que ondea, luminosa,
interpelando a la consumación.
Después
Y después del amor,
¿dónde quedamos?
Seguimos navegando en él,
plácidamente ahora.
Tu mano deslizándose en mi espalda,
cabalgando en caricias inventadas,
diciéndome que sí,
que más allá del éxtasis deseante
descansa la ternura,
y que, aunque hayamos saciado
esa sed mutua de los cuerpos
y su sudor ferviente,
nos amamos también de otra manera.
Yo acaricio tu cabello,
resbalo mis dedos por tus sienes,
aún palpitantes,
por tus párpados, tan amados,
que obligo a hacer caer sobre tus ojos,
momentáneo telón,
ráfaga pura,
mientras llegan mis manos a tu pecho
y juegan con el vello pequeño y dulce,
que sobre tu piel húmeda se extiende.
Tu ternura me salva.
Donde otros dan la espalda,
tú acaricias.
En mí siempre, tu mano prodigiosa.
Dos lluvias
La lluvia me solivianta,
me despeina el ánimo.
Estos “ríos verticales “
de mi patria en invierno,
esta música fluida,
estos coros de bajos languideciendo
sobre techos y hojas,
me son hermosamente necesarios.
Detrás de los cristales,
sobre el vaho sumiso de la ciudad,
un concierto de techos inicia su obertura,
un rugido de gotas se desparrama
sobre calles y parques,
colmando caños, verdores y cementos
con idéntico brío.
Sin embargo, más allá,
sobre el muro radiante de los campos
arañado de bosques y silencios,
la lluvia es sigilosa y avanza de puntillas,
verdemente caricia,
sobre la mansa sábana
sitiada por relámpagos y tambores lejanos.
A mí, verbo de ciudad,
el urbano vocerrón del aguacero,
ese concierto de trombones
sin clemencia y sin tino,
me convoca a la niña
que sigo siendo en esas tardes rotas,
con su motín de aguas
estruendosas y mías.
Designio vital
“Quiero escribir, pero me sale espuma”
César Vallejo
Cuando la poesía me acomete y trastoca,
ya no me sale espuma.
Pero, ¡cuán difícil encontrar el minuto
de la primer palabra!
Lograr la estela,
esa punta del hilo que soltará en creciente
la madeja, la ola,
el ritmo asordinado y delicioso
del poema inevitable.
Los rituales feroces de la casa
van devorando medias horas eternas.
Tardes interminables me golpean la paciencia
mientras surgen metáforas en todas las ventanas.
Y si voy conduciendo,
o engrosando la fila de la hormiga,
y manipulo cosas intrascendentes,
rutinas necesarias entre bolsas y cuentas,
se me agolpan motivos, desconsuelos
y desfilan palabras impacientes,
símiles tensos,
deseos inevitables de abandonarlo todo,
ser mala ciudadana, peor administradora
y correr al poema,
como quien corre hacia el amor, descalza,
sabiendo que no me fallará,
cual tanto amor falaz e infortunado.
Poesía,
única devoción que me marca mis días,
me configura el vuelo y lo acompasa.
Solitario reencuentro cotidiano
con mi fibra más honda,
en este remezón de alientos y palabras
que me inunda y me llama y me convoca.
Sólo mi muerte apagará tus voces.
Lunaridades
A la luna, embozada tras la sombra
entre nube y tiniebla,
la han mordido los días.
Y se ve enorme, chata,
sobreviviente cíclica
en alguna quimera.
Yo me muevo con ella,
mujer al fin, librada ya
de ciclos y de esperas,
entera aún para mí misma,
libre y dueña de afecto y soledades.
Cuando niña creía
que yo sería completa si era en otro.
Y el temor de no hallarlo
marcaba mis andanzas
y oscurecía mis velas.
Hoy sé, como la luna,
moverme libre, entre tiniebla y noche
aunque los días parezcan devorarme.
Poseo el saber de antiguas hechiceras,
siento el placer de sembradoras viejas,
cultivo la palabra y sus pasiones,
tengo hijos como puertas, siempre abiertos
a la recíproca fascinación,
sufro de amores que huyen y regresan
a puertos que la noche traza y borra,
como sólo ella sabe amar, distinto.
Y esa luz reflejada,
que es la luz de los otros,
me aparece en el rostro
cuando te estoy amando.
Luna al fin, donde planto
este humano esplendor,
en busca de palabras que develen
sus lumbres y pasiones.
A salvo de solares espejismos
estamos tú y yo, de cara al universo,
que nos crea y que nos borra,
interminablemente.
Poema de los setenta marzos
Es marzo, y aún no han cantado los yigüirros.
Su amoroso reclamo aún no enmarca
la temprana extinción de las noches
frente al amanecer.
No sabemos por qué.
Quizá la Tierra está asustada
de tantas amenazas.
Y el verano no sabe, después de tantos daños,
que debe continuar
repitiendo los tímidos rituales de la vida.
Me quedo, los ojos muy abiertos en lo oscuro,
meditando que hace setenta marzos
yo nacía de mi madre
una noche, en cuya madrugada
de seguro cantaron los yigüirros.
Ahora alcanzo, en la sombra,
una frontera ignota.
Y no sé qué silencios me acechan y amenazan,
ni en cuáles abandonos esperaré la luz.
¿Quién dijo que la vejez comienza ahora?
¿O es que la vejez es sólo otra forma serena
de repuntar la biografía,
buscando, noche a noche, esas puertas de luz
que se yerguen, sonoras, desde la oscuridad?
Los niños siguen siendo
mis asombros del hoy y del mañana,
ojos de Dios en medio de cada destrucción.
Los árboles, mis padres del silencio,
que me restauran, nítido,
el amor de mis progenitores.
Y mis hijos y nietos,
una sentencia plena de entusiasmos nutricios.
Y las manos de hermanas y de amigos,
red que me sostiene, firme,
sobre el abismo de tanta soledad inadvertida.
Y el amor, llama viva que aún grita,
desatando dolores y delicias.
Yo soy la misma niña
que escalaba los árboles
llamando a las guayabas y jocotes maduros.
La que lee en los parques del asombro
su poesía y la de todos.
Y la que encuentra música y poemas
en las penumbras de cada amanecer.
De seguro cada año las arrugas
ahondarán más su huella inevitable…
Pero el joven ritual sin desconciertos
de todos los yigüirros de este mundo
va a empezar, en cualquier madrugada
de ésta, mi costumbre de marzos.
Primer asombro
Dejadme salir, dejadme,
al gran patio que sostienen sólo
los cristales del sueño.
Dejadme abrir la puerta de sólidos barrotes
-la costumbre del hierro y la necesidad-.
Dejadme desplegar el viejo brío,
la beatitud en fiesta,
el alborozo de la libertad,
la liviandad de un vuelo
sin músculo ni ala fatigosa.
Dejadme hallar de nuevo
el caracol sonoro de mi infancia.
Y el gran patio sellado de la abuela Esperanza
me abrirá su portón en solitario,
arrasado hace años por las grúas
urbanas y temibles del tiempo ineluctable.
Allí su alto nido de enredaderas y esplendores,
sobre la tapia inaccesible,
donde la gran cascada verde,
plena de florecillas naranja
como dedos inquietos desde el viento,
me colmará los ojos y el fervor
con su fresco remolino antiquísimo.
Si pudiera ponerle un lugar a mis sueños,
los soltaría en el aire de mis cuatro años claros,
entre los altos muros de aquel patio,
en volandas de aquellas
trepadoras huidizas y floridas,
como guantes naranja contra el perfecto azul
de aquel cielo sin nombres.
Ese patio tranquilo que hoy no puedo encontrar
en el antiguo corazón de la urbe,
pero que estaba allí, en la cuarta avenida,
y hoy descansa en mí misma,
territorio sin más de mis paisajes íntimos.
Primer gozo perfecto, inicial beatitud
de la niña poeta frente al consciente asombro
de su primer verano.
El mar como salvación
En memoria de mi nieta Camila, desde esa última
noche terrible de hospital en que la invité a irse al mar.
Mira hacia dentro el mar, Camila.
El mar que amaste tanto.
El mar que en tu memoria era de luz y azules.
Y que no te asustaba,
como en la realidad agreste y dura.
El mar que imaginabas ricamente
semejante al paisaje marino de mi sala,
fascinante a tus ojos infantiles,
impresionista, lúdico, vital y luminoso.
Frente a él te sentabas,
invitando a la playa.
Descalzabas tus inquietos piececitos
sobre el sofá
y gozabas de esa arena imaginaria,
acompañada de los que te amábamos,
jugando a que eras tú la niña de la playa,
frente a un mar que no hería
tu frágil terror de criaturita
enfrentada diariamente al dolor y a la pena.
Ahora, que has partido sin regresos,
el mar reina en tu alma, estoy segura,
su azul, su espuma tenue,
y sus tercos reflejos como ojos.
Sus aires tan abiertos y tan nuestros.
Por fin descansas en su oleaje,
te extiendes en su seno,
amoroso acunar,
espuma como sábana clemente,
que nos acerca y une
en esa dicha clara de tu desprendimiento.
7 de noviembre del 2011
Jugando con Santi
A Santiago Albán, mi nieto.
La niña que me habita se despierta y sonríe
cuando Santi la llama. Y convence a la bola
de obedecer deseos para que pique aquí,
vuele allá, rebotando, y burle gravedades,
y, capeando tristezas, recuerde viejos trucos
y “obas” que saltaron
en las blancas paredes de mi infancia.
Mi niña se entusiasma frente al verde gigante
de los porós añosos y sus troncos de cuevas,
cuando Santi recoge palillos en el parque
para construir ignotos prodigios que no existen.
Y le ayuda a encontrar ocultos animales,
rostros imaginarios dentro los troncos secos,
como cuando la tropa de mis hijos pequeños
gorjeaba en mis silencios, despertando mañanas.
Santi y el viento retan a mi niña, que salta.
Y sentimos lo alegre de correr en la hierba,
persiguiendo no importa que fantasías o estrellas.
Santi ríe, y su risa contagia mis recuerdos.
Santi dibuja. Hay soles en sus trazos sonoros,
llenos de mundo y gracia que convocan mi lápiz,
urgente en el color de mis viejos cuadernos.
Santi cuenta una historia pequeña e inventada,
que tiene la rotunda claridad de los sueños,
y cinco historias pugnan por salir de mis labios,
a cual más imposible, y más disparatada.
Él es así: creativo, como la madrugada
cuando empieza su enigma de sombras y jilgueros.
Él es así: inquieto por su juego de manos,
por su trote de bolas, por sus mil personajes
de ficción que le acosan desde toda pantalla.
Y de pronto, se queda pensativo en sus casi
seis años de aprender que la vida es un juego
de amor que nos descubre lo que tenemos dentro,
contra todo pronóstico y contra todo espejo.
Santi es así. Mi niña le acompaña sonriendo
desde esta abuela inquieta que igual lanza la bola,
o cultiva entusiasmos huidizos, como pájaros,
o palabras al aire, metáforas temblando
que cazamos al vuelo, él y yo en una sola
carcajada de estreno.
La vida sigue dándome inesperadas prendas.
Yo agradezco y me inclino, tiritando en milagros.
Llanto de niño
El llanto de un solo niño
desata en mí todos los llantos
de los niños del mundo.
El del niño golpeado por la mano
que debería salvarlo.
El del pequeño huérfano de guerra
que se refugia en las ropas sangrientas
de su madre yacente,
llamándola y llamándome.
No lo soporto ya, y se me vuelve
irredento castigo, doloroso puntal,
inflexión de violencia
que transforma mi oído
en un tronar de aceros.
El de la niña violada por su guardián,
transformado en verdugo.
El del niño que no entiende por qué
no llega a su boca el mínimo alimento.
El del escolar que debe trabajar
en las horas de clase que a diario
le usurpa la pobreza.
El de la hija del sida
que recoge todo
su ciego sufrimiento
en una cama de hospital.
El del hijo del alcohólico
que espera, agazapado y temblando,
el próximo golpe sin sentido.
El del pequeño que no tiene juguetes,
ni palabra confortante,
sino sólo la venganza materna
por un padre ausente y disoluto.
El hijo de la pobreza espiritual,
de la casa sin pan,
del día sin amor,
de la droga sin paz ni inteligencia,
de la extraña noche de los humanos
que oscurece la vida
hasta diluirla en una pesadilla.
Es por eso, y no, no lo soporto.
Que el llanto de un solo niño
atraviesa mi paz.
Y se me vuelve llanto total,
desesperado grito
para seguir luchando.
Comentarios