Kattia Martin Cañas. Máster en Comunicación, Universidad de Costa Rica. Ex asesora legislativa
Consultora y Ensayista.
Sábado de marzo por la tarde. Visito a mis padres en una de esas vueltitas que me gusta darles para saber que están bien y van con toda la pata. Estoy recostada plácidamente con mami en la cama y suena el teléfono. Del otro lado escucho la voz agradable y bien entonada de un amigo al que toda la vida he apreciado y respetado mucho, y por el cual la estima ha sido invariable en el tiempo, porque siempre ha sido de esos amigos que saben “ser” y “estar” sin preguntar, sin abandonar en esos valles de la vida que a veces son más densos o complicados de lo que quisiéramos.
- Kattia Martin, me dice, su sonriente voz al otro lado del celular. Te habla Francisco Flores.
- Hola Chico, qué gusto saludarte! No necesitás decirme quién sos, tu nombre está mucho más que registrado -le contesto con el cariño que me genera las pocas veces que lo escucho.
Y es que así es. La vida me ha enseñado con esa diligencia de enfermera buena que a veces tiene, que los amigos verdaderos, para serlo, no necesitan estar hablando todo el tiempo, ni viéndose todo el tiempo, porque el motor que moviliza los afectos y el cariño se llama “lealtad”. Y los hay amigos que no hablan nunca pero se quieren siempre. Como también los amigos pegas con los que hablamos todo el tiempo. El es de los primeros. No necesitamos vernos, ni hablarnos, para saber que ahí estamos uno para el otro cuando sea necesario.
- Estamos con la edición de la revista para el Día Internacional de la Mujer -continuaba Chico- y nos gustaría que pudieras formar parte de las letras con las otras mujeres que la conforman.
- Claro Chico, será un honor -le contesté- apenas lo tenga listo te hago llegar el documento.
Me quedé pensando. Seguí hasta iniciada la noche con mis dos amores paternos, y regresé a la casa. Hermosa tarea me encomendó Chico. Pero a la vez retadora. Tanto qué decir sobre el trabajo y aporte de las mujeres a la sociedad, y se queda uno siempre corto.
No sabía por dónde empezar. Mi primer referente por supuesto será siempre mi madre, mujer aguerrida, esforzada, fuerte. Si de alguien aprendí a no “arrugarme” con las abolladuras de la vida, fue de ella, a quien vi y he visto siempre en superación constante. Aún al día de hoy sigue estudiando inglés y llevando cursos de todo tipo, y tuvo hace un par de años un accidente de tránsito aparatoso del que salió con vida por un milagro de Dios, y ahí sigue, con fuerza y vigor plantándole cara a la vida.
Después pensé en mis maestras de escuela, de colegio, esas que sin que a veces lo valoremos, son un apoyo auxiliar para quienes nos crían (o para quienes estamos criando). Ingrata y poco valorada es la labor de las maestras. Sólo hasta que fui docente, pude valorar todo el esfuerzo y trabajo que implica la docencia.
Ahí mismo acudió también el recuerdo sonriente de las que alguna vez me apoyaron en el cuido de mis hijos mientras trabajaba, estando ellos pequeños. Su dolor de madre lejana, en patria ajena, siempre me conmovía. Yo al menos podía llegar tarde a casa y encontrarlos ya durmiendo, pero podía besarlos suavemente en la frente, arroparlos en sus camas, pero ellas, mujeres leales que nos apoyan en la tarea de sacar a nuestros hijos adelante, solo los pueden saber creciendo desde muy lejos, verlos si acaso una o dos veces al año, y regresar a sus lugares de trabajo con los ojos hinchados de llorar y en el corazón la plegaria de que estén bien durante su larga ausencia.
Las que tenemos la dicha y bendición enorme de tener a nuestros hijos cerca, aún así, no logramos tener paz. Porque las mujeres que trabajamos (unas en doble y otras a veces hasta en triple jornada) siempre vivimos con una sensación de ser “malas madres”, que no se nos quita de encima con nada. Esa sensación de tenerlos abandonados, de no estarles dedicando suficiente tiempo, o tiempo de calidad, nos agobia como un martillazo constante.
Por eso, esta breve reflexión y mensaje, está hoy dirigido a esas mujeres que sacan adelante a sus hijos, solas. Mujeres jefas de hogar, que saben lo que es llegar cansadas del trabajo a las casas, a seguir corriendo con recados, tareas y repasos. Con quejas de fulanito me hizo y yo le dije, o de ese juguete era mío y fulano me lo quitó, o la ticher dice que hoy me porté mal pero yo sé que me porté muy bien, o de me duele un oído y me raspé las rodillas…
Esas somos las mujeres jefas de hogar. Mujeres que somos enfermeras, costureras, maestras, cocineras y choferas, todo a compás de ya, porque el tiempo corre más rápido que nuestras piernas.
Mujeres que no nos rendimos por más agotadas que estemos, hasta que estén todos en pijamas y con los dientes lavados, en la cama.
Mujeres que amanecemos cosiendo las ramas del árbol al disfraz del día del ambiente, pegando, recortando, armando carteles, redactando fichas de estudio, y adelantando loncheras para el día siguiente. Y están las que amanecen haciendo panes, porque al día siguiente hay venta en la escuela. (En ese último rubro he de confesar que me salvé, todo el cuerpo docente sabía que tenía un trabajo muy demandante, y solo me encargaban las bebidas gaseosas o los platos o servilletas…)
Mujeres multiequipadas, que podemos ver por todos, atender a todos, no enfermarnos nunca, estar para todos, correr por todos, sin rendirnos.
Sin rendirnos…
Sin rendirnos?
Nop. Mucho ojo. Mucha atención. En este punto es donde mucha gente se equivoca. Aquí es donde debemos concentrarnos porque sí. Sí nos rendimos. Sí nos agotamos. Sí sentimos que las fuerzas nos abandonan y que no podremos más. Sí sentimos que el viaje se hace largo y que parece no acabarse nunca. Sí deseamos que al menos llegue el domingo para descansar un poquito más. Sí queremos a veces que el tiempo se ponga en pausa para no acumular tanto estrés por la sobredemanda. Sí nos enamoramos de hombres que no valoran pero que rompen el corazón. Sí deseamos, muy de vez en cuando, que un ventolero del este nos desaparezca, para no volver a aparecer…
El agotamiento, el sentirse al límite de las fuerzas, es muy propio de mujeres jefas de hogar (y no anda nada largo de las que están en la casa a cargo de las labores domésticas y de los hijos, sin recibir remuneración, ni, muchas veces, reconocimiento…). Son mujeres que van por la vida en el límite de sus fuerzas, y a veces no las notamos y, lo que es peor, no tenemos la sensibilidad de acogerlas, apoyarlas de alguna forma o, lo más importante, simplemente entenderlas cuando andan estresadas, o de mal humor, o taciturnas y cabizbajas.
Para esas mujeres es importante que consolidemos formas y redes de apoyo creativas, así sea solo de respaldo emocional, porque aunque parezca que el cansancio no toca a sus puertas y que son capaces de lidiar con jefaturas e hijos y compras de supermercado a la vez, la realidad es que la sobredemanda claramente las drena, las estalla, las hace peligrar de romperse por dentro…
Por eso, en la celebración del Día Internacional de la Mujer, festejo cada vida femenina y su seguro aporte en positivo a la sociedad, pero, en particular, deseo que mi reflexión llegue, como un abrazo profundo, virtual y solidario, a cada mujer jefa de hogar, nacional o extranjera, que cada día se levanta para luchar y esforzarse con todo por darles un futuro cierto a sus hijos, con la mirada casi fiera e indubitable, puesta en un único camino.
Porque como dijera el Popol Vuh, “cuando tengas que elegir entre dos caminos, pregúntate cuál de ellos tiene corazón. Quien elige el Camino del Corazón, no se equivoca nunca”…
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