Luko Hilje Quirós.
El pasado enero apareció en el suplemento dominical Áncora (19-I-2020, p. 1-2), del diario La Nación, un extenso artículo intitulado Cinco residentes en la memoria de los ticos. Escrito por la periodista Doriam Díaz, alude a puntos urbanos cuyos nombres han pervivido solamente en el recuerdo de los ciudadanos, porque mutaron o desaparecieron desde hace muchos años pero, muy “a la tica”, los seguimos utilizando como referencias para dar direcciones. En efecto, ahí aparecen descritos e ilustrados con varias fotos la Botica Solera, el salón de baile La Galera, la pulpería La Luz, la casa de Matute Gómez y el higuerón de San Pedro de Montes de Oca. Nótese que este último, por ser un árbol, difiere por completo de los demás, que fueron o son inmuebles.
Ahora bien, que una especie arbórea se convierta en topónimo o en referente geográfico no es nada insólito en Costa Rica, ni tampoco en el cantón capitalino de San Pedro. De hecho, ahí mismo hasta hoy ha subsistido el nombre Los Yoses, alusivo al yos (Sapium glandulosum), para un barrio otrora aristocrático, de gran actividad comercial en la actualidad; por cierto, el yos, de la familia Euphorbiaceae, es pariente del caucho, la higuerilla y la yuca. Ignoro cuántos de esos árboles hubo inicialmente, pero lo cierto es que, como consecuencia del proceso de urbanización, desaparecieron todos.
Al respecto, no debe confundirse como si fuera un yos un inmenso higuerón —perteneciente a otra familia, Moraceae— que se erguía en el flanco sur de la ruta 2, frente al Apartotel Los Yoses, cerca de la actual Fuente de la Hispanidad. Tenía más de 30 metros de altura, su tronco era muy grueso y algo enmarañado, y sus ramas se extendían para formar una frondosa copa, debajo de la cual transitaban innumerables automóviles y autobuses, como los que, en nuestra época de estudiantes, nos transportaban todos los días desde el centro de la capital hasta la Universidad de Costa Rica. Según el amigo botánico Luis J. Poveda, en el punto ocupado por ese arbolón, en realidad había cinco especies entreveradas, pues el árbol principal, perteneciente a la especie Ficus yoponensis —una de nuestras pocas especies de vida libre—, había sido parasitado por sus congéneres Ficus trachelosyce, F. oerstediana, F. costaricana y F. jimenezii, todos parásitos.
Pero, bueno… ¿y qué decir del otro, del célebre higuerón de San Pedro? En realidad, también al costado sur de la misma ruta 2, pero unos 2 km al este, en el barrio La Granja hay una intersección rara, pues antes de desembocar en ella ahí confluyen las calles 69 y 71, formando una especie de punta o “cuña”. Como en nuestro país no solemos emplear la nomenclatura numérica oficial y ese punto es algo asimétrico, no es sencillo dar una dirección a partir de ahí. De modo que contar con un hito como un gran árbol es ideal, por práctico; y hasta con efecto doble, pues el higuerón de San Pedro incluso dio origen al nombre Servicentro El Higuerón a la estación de gasolina ahí existente.

Sin embargo, eso ocurrió ahí de manera más bien fortuita, pues la historia de ese higuerón (Figura 1) pareciera ser más antigua e intrigante de lo que uno podría imaginar a primera vista. En efecto, según Andrés Fernández, arquitecto e historiador de nuestras urbes —y así se consigna en el artículo en Áncora—, el higuerón original databa del siglo XIX, y desde entonces era un referente geográfico, pues cuando se viajaba en caballo o en carreta —y después en diligencia— de San José hacia Cartago, había que desviarse un poco de la ruta y tomar hacia la derecha, para vadear el cercano río Ocloro en un punto de menor relieve y más plano. Asimismo, ya en la época en que circulaba el tranvía josefino, el ramal de San Pedro corría a su costado, para culminar en la pulpería y cantina La Fuente, frente al actual centro comercial Muñoz y Nanne, unos 100 m al este del higuerón. Esto reforzó la noción de dicho árbol como hito geográfico.
Sin embargo, en realidad eso no fue así. Y no porque dude de los datos del amigo Andrés —siempre meticuloso y riguroso— en cuanto al higuerón como hito, sino en términos cronológicos. Me explico. Según el botánico Poveda, ese higuerón pertenecía a la especie Ficus jimenezii, especie muy común en el Valle Central. Ahora bien, si el árbol estaba ahí, por ejemplo desde mediados del siglo XIX, y era tan visible, hubiera sido lógico que de él recolectaran muestras de follaje y frutos algunos naturalistas que transitaron por ese camino, rumbo a Cartago. Uno de ellos fue el danés Anders Oersted, entre 1846 y 1847, y el otro fue el alemán Karl Hoffmann, entre 1854 y 1857, quien pasó varias veces por ahí, y también recolectó mucho en Curridabat y alrededores. Más específicamente, puesto que hay evidencias claras —en publicaciones científicas— de que Oersted en Costa Rica recolectó varias especies del género Ficus, es lógico suponer que hubiera tomado muestras de ese árbol tan llamativo, y lo hubiera descrito como una nueva especie. Pero no fue así.
Además, he averiguado en las bases de datos del Missouri Botanical Garden que quienes descubrieron la especie, en noviembre de 1910, fueron el botánico suizo Adolphe Tonduz y su discípulo Otón Jiménez Luthmer, en San José. Según Poveda, para entonces Jiménez —quien le narró esta anécdota—, a pesar de sus 15 años de edad, con frecuencia salía de gira con su mentor Tonduz. Ambos vivían en San Francisco de Guadalupe, y habían pasado innumerables veces frente a un higuerón localizado donde hoy está la Universidad Latinoamericana de Ciencia y Tecnología (ULACIT), pero un día que regresaban de una gira a la hacienda Nuestro Amo, en Alajuela, un hombre estaba descumbrando el higuerón. Al revisar ellos las ramas cortadas, notaron que algunos tenían frutillos —en realidad, infrutescencias o siconios—, lo que facilitaría su identificación. Las muestras permanecieron en el Museo Nacional, y en 1917 el especialista estadounidense Paul C. Standley —en un gesto muy bonito— la bautizaría como Ficus jimenezii en honor de Jiménez, a pesar de que éste era apenas un joven farmacéutico y botánico.
En síntesis, tiene poco sustento la afirmación de que el higuerón de San Pedro fuera tan viejo y tan perceptible. De ser así, es lógico suponer que Tonduz, quien permaneció en Costa Rica por más de 30 años —de 1888 a 1921—, lo hubiera visto y tomado muestras de él mucho antes.
En cuanto a su origen, tengo la impresión de que, como los higuerones eran comunes en predios agrícolas, ese fue un árbol que otrora sirvió como mojón o hito en alguna finca. Eso explicaría que fuera conservado en el curso del tiempo, además de que su frondosa copa podía servir de lugar de sesteo para los bueyes de las carretas que transportaban café desde Curridabat y Tres Ríos hacia Puntarenas. Además, el uso de árboles como referentes para delimitar propiedades era común en aquellas épocas.
Por ejemplo, en mis investigaciones para el libro Turrialba en la mirada de los viajeros, hallé un minucioso croquis del núcleo original del cantón, con fines catastrales —data de 1886 y fue elaborado por el agrimensor Francisco Gallardo Navarro—, en el cual aparecen dibujados un “gran higuerón”, un quizarrá y un laurel, así en secuencia, como referentes a lo largo del antiguo camino a Matina, cerca de La Domínica, en Turrialba (Figura 2). En cuanto al viejo higuerón de San Pedro, el punto que ocupaba fue parte de la finca El Retiro, de Francisco Montealegre, según lo indicaron algunos vecinos a la amiga periodista Sylvia Camaño Rencoret cuando el árbol sucumbió; además, calcularon su edad en 120-130 años, pero sin mayor fundamento. Intitulado Del antiguo higuerón…, con esta y otra información, Sylvia escribió un artículo de gran valor testimonial, aparecido en junio de 1991 en la revista Contrapunto, órgano del Sistema Nacional de Radio y Televisión (SINART).

En todo caso, el entrañable higuerón sí estuvo ahí por varios decenios. Asimismo, su importancia como hito incluso quedó vívidamente retratada en el bello poema Biografía del higuerón, de la célebre poetisa Julieta Dobles Izaguirre, oriunda de ahí.
En sus dos pasajes iniciales, dice así: “Había una vez un pueblo en los sueños del tiempo / como lo son primero todos, todos los pueblos, / y los hombres y árboles: una semilla apenas, / en el borde vibrante de los días y los años. / Y antes que el pueblo fuera, / ya el higuerón, maduro y espejeante, / marcaba los caminos, señalaba los rumbos, / soñaba las lloviznas hacia el norte, / y los soles al este, / albergaba viajeros y carretas, / manteados polvorientos de fatiga, / que sesteaban su sopor del cenit / en las sombras sonoras / de su copa, verde alero del viento. // El pueblo fue ciudad, la ciudad fue un destino, / que creció, adolescente, madurando despacio / al igual que el higuerón, / pivote solitario de los vientos. / ¡Cuántos pájaros entrecruzaron sus dos cielos! / ¡Cuánta luz veranera / Sus murmullos de clorofila cómplice! / Al higuerón llegaban, / incienso, polvo y música sagrada, / Las procesiones calurosas de marzo. / Del higuerón volvían / los angelitos sofocados, / jazminillos marchitos por el sol / en sus andas adornadas de uruca, / meciendo, rumbo a casa, sus alas de crepé. / Del higuerón salía la banda sampedreña, / con sus trompetas altas y brillantes, / y su tambor, sobreviviente de tantos golpes bajos”.
Ahora bien, hubo otro higuerón famoso, pero fue plantado de manera deliberada. En efecto, en el hermoso, evocativo y prolijo artículo Viejo higuerón: ¡Cuéntame tus historias olvidadas!, el amigo Sergio Orozco Abarca —filólogo y aficionado a la historia— rescata las numerosas y fascinantes anécdotas del inmenso higuerón que estuvo a la entrada de esa ciudad, frente al costado norte del Cementerio General de Cartago. Con fines conmemorativos, fue plantado pocos días antes de que, el 14 de mayo de 1857, se hiciera el recibimiento triunfal a las tropas cartaginesas que participaron en la Campaña Nacional, exactamente dos semanas después de la rendición del filibustero William Walker; fue una idea del destacado alcalde Agustín Solano Navarro, cuyos peones León Arias y Joaquín Acuña se encargaron de sembrarlo. Perteneciente a la especie Ficus tuerckheimii, ahí se mantuvo incólume por unos 125 años, hasta que, ya muy deteriorado, hubo que derribarlo. En su lugar, hoy se eleva un hijo suyo, sembrado el 11 de junio de 1982 por iniciativa del ciudadano Ricardo Solano Campos, bisnieto de don Agustín.
Para regresar al higuerón de San Pedro, su final fue congruente con el conmovedor título de la obra del dramaturgo español Alejandro Casona —que leyéramos en nuestros tiempos de estudiantes— y, sobre todo, con aquel breve diálogo en el que, ya hacia el final, la abuela sentencia: “Es el último día, Fernando. Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie. Como un árbol”. En efecto, como bien lo sintetizó Casona en el título Los árboles mueren de pie, agobiado por la senectud, pero soportando dignamente erguido el peso de los años, el viejo higuerón se desplomó un fatídico día. Fue la noche del domingo 12 de mayo de 1991, y lo hizo con tal benevolencia, que no causó daño alguno a personas, automóviles ni edificios. Para entonces ya estaba decrépito y casi desnudo de follaje (Figura 3). Con su muerte puso fin a su historia y se cerró una verdadera leyenda.

En un pasaje de la obra teatral de Casona, uno de sus personajes, Mauricio, le comenta a su esposa Isabel: “Mira ese jacarandá del jardín: hoy vale porque da flor y sombra, pero mañana, cuando se muera como mueren los árboles, en silencio y de pie, nadie volverá a acordarse de él”. En el caso del viejo higuerón, ya estaba sumido en la agonía. ¡Vaya uno a saber lo que sienten los árboles cuando intuyen su final! Pero en ese ineluctable trance, se sostenía cuanto podía, sobrellevando sus postrimeras fatigas en grave e íntimo silencio, apenas alterado por la casi imperceptible pulsación del débil fluir de savia por sus muy deteriorados conductos vasculares.
Su implacable final lo recogió Julieta en las siguientes palabras, tan certeras como hermosas: “Y una noche de lluvia, sin adiós y sin queja, / el abuelo higuerón se derrumbó entre cables / y pavimento y vidrios, desgarrado su tronco, / poderosa columna de raíces y brazos, / desgarrado su corazón de selva, / ante la hermana lluvia / que lo cubrió en húmedo homenaje, / mientras la oscuridad se hizo, / recuerdo de otras noches más serenas, / y una inútil sirena de emergencia ululó entre la noche, / ahuyentando a los tímidos espíritus del aire / que asisten a los árboles desgarrados de tiempo / en la noche incesante”.
Ahora bien, por fortuna, ante la ausencia del vetusto higuerón sí hubo preocupación, aunque quizás más por emblemático que por su condición de árbol, de ser viviente. Y fue así como, según se narra en el artículo en Áncora, tiempo después la Municipalidad de San Pedro tomó la loable iniciativa de sembrar un nuevo higuerón, pero “fue víctima del vandalismo: estaba pequeño y murió quemado entre la basura y el descuido en que se encontraba”. Asimismo, en dicho artículo se indica que “hubo otro —o varios— intento más”, para culminar expresando con satisfacción que “actualmente, el sitio muestra un saludable higuerón que fue iluminado durante las fiestas de fin de año”.
En efecto, en medio del tráfago de ese punto capitalino, maltratado por el hollín de las muflas, los ásperos ruidos de los motores y los pitazos de las inclementes bocinas, ahí se alza hoy, enhiesto y espléndido, un árbol proveniente de un potrero alajuelense, cuya historia pocos conocemos, y que deseo compartir aquí.

Recuerdo que en el año 2007, en una reunión de nuestro grupo cívico La Tertulia del 56 —las cuales tenían lugar en una sala de la Librería Universitaria—, apareció un hombre anciano, delgado, de pelo totalmente blanco y talante jovial, llamado Álvaro Chaves Arguedas (Figura 4). Se sumó al grupo gracias a una invitación del contertulio Carlos Manuel Campos Méndez, quien recién lo había conocido. Esa tarde-noche, don Álvaro nos narró el entusiasmo juvenil y la motivación, así como las peripecias, de un viaje ocurrido en 1940, cuando él y otros compañeros del Liceo de Costa Rica, con apenas 18 años de edad, habían sido llevados a Rivas, Nicaragua, por su profesor de quinto año. Se trataba nada menos que del eximio historiador don Rafael Obregón Loría, quien deseaba que los muchachos conocieran y entendieran a cabalidad, en el propio lugar de los acontecimientos, los pormenores de la célebre batalla del 11 de abril de 1856, contra el ejército filibustero de Walker.
Creo que nos acompañó una o dos veces más, y en una de esas ocasiones me quedé conversando con él, al final. La gran sorpresa fue que, al indagar sobre su origen, me contó que era ateniense y, al empezar a hacer conexiones entre apellidos y personas conocidas —¡mundo pequeño!—, resultó que era tío de Rafael Enrique Chaves Chaves, por entonces concuño mío y residente fuera del país. Asimismo, cuando le comenté que yo era biólogo, me manifestó que, aunque dedicado a la venta de alimentos para animales en su negocio capitalino, él era un gran amante de la naturaleza. Tan es así, que de joven perteneció al Club de Montañeros de Costa Rica —en el que compartió y departió con los célebres escaladores Yehudi Monestel Arce y Mainrad Kokhemper Meza—, y conoce todos nuestros parques nacionales, incluyendo el de Chirripó, en la cúspide de nuestro país. Y fue en ese contexto que me contó la historia que hoy comparto con los lectores.
Este noble y educado hombre me dio varios datos, que de inmediato apunté, con la intención de un día escribir un artículo sobre el actual higuerón de San Pedro. Los guardé en mi computadora y, a raíz del artículo publicado en Áncora, pensé que era el momento de escribirlo pero, por más que los busqué, no los pude hallar. Sin embargo, Rafael me dio el teléfono de don Álvaro y en estos días pude conversar con él. Recién cumplidos los 97 años, pues nació el 26 de febrero de 1923, tiene una memoria impecable, y de inmediato me reiteró los datos que otrora me aportara.
En efecto, en una ocasión, a mediados de 2002, andaba en su natal Atenas, y al transitar por Turrúcares, se percató de que en un potrero al lado del camino, había un tronco viejo, del cual emergía un arbolito de higuerón, de unos 20 cm de altura. De inmediato pensó en que ese ejemplar podría ser un buen candidato para llenar el vacío que había dejado el árbol que quemaron en San Pedro. Lo recogió, y al retornar a su casa, en el barrio Los Yoses, lo sembró en una maceta, para poder cuidarlo debidamente mientras llegaba el momento de trasplantarlo.
Ciudadano responsable y de gran civismo, visitó la Municipalidad de San Pedro para comentarles acerca de su plan, y fue así como en mayo de 2003, junto con un jardinero de dicha entidad, fueron a trasplantar el arbolito. La preocupación de que algún vándalo lo arrancara o le hiciera daño no lo dejaba dormir tranquilo. A ese pesar se sumó el hecho de que, para el siguiente verano, como el arbolito estaba tan pequeño, había un gran riesgo de que muriera. Por tanto, a pesar de sus 80 años de edad, a menudo recogía agua en varios galones, se montaba en su carro y se trasladaba a regar a su amigo. Por fortuna, vendrían las primeras lluvias del año y nadie le hizo daño, y para la siguiente estación seca ya estaba suficientemente arraigado y robusto.

Tiempo después, a fines de setiembre de 2007, un día que andaba haciendo una diligencia por ahí visité el lugar para tomar algunas fotos, cuando ya tenía unos 3 m de altura, y se notaba lozano y pujante (Figura 5). Y así continuó, sin que nadie lo maltratara, al punto de que hoy, con 17 años de trasplantado, se ha convertido en un bellísimo árbol, de unos 15 m de altura, que continúa desarrollándose vigoroso.
Libre del humo y el hollín de los carros —debido a la actual epidemia del coronavirus—, así como bañado por los primeros aguaceros de abril, hoy luce radiante y hermoso en una imagen que el amigo Fabián Pérez Tencio, fotógrafo profesional, captó en estos días para este artículo (Figura 6).

Según los botánicos Poveda y Quírico Jiménez, la especie no es la misma que la del antiguo higuerón, pues esta corresponde a Ficus obtusifolia. Sin embargo, esto no tiene mayor importancia, pues es tan higuerón como el legendario higuerón que lo antecedió.
Para concluir, sugiero que en el próximo Día del Árbol, que es el 15 de junio —esperamos que ya superada la epidemia viral que tanto nos acongoja— la Municipalidad de San Pedro le rinda un homenaje a don Álvaro, por su meritorio gesto.
Asimismo, de efectuarse en esa u otra fecha cercana, ojalá que en ese acto hubiera una nutrida concurrencia de niños de una o más escuelas del cantón, en cuyas manos queda la responsabilidad de que el arbolito que con tanto cariño y esmero él plantó y cuidó, se convierta en un árbol centenario, como está a punto se serlo el propio don Álvaro.
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