Marianella Sáenz Mora: Narrativa

Marianella Sáenz Mora.

1. Invisibilidad.

Nunca supo de los cuentos de hadas. En su natal Cualquierlado, solo urgía levantarse temprano, cuando todavía estaba oscuro, vestirse a toda prisa con sus ropas regaladas, y salir sin comer, siempre de prisa, de la mano pequeña y tibia de ella. Se bañaba de noche, antes de irse a la cama. A esa hora había más agua y algunos niños aun jugaban bola en la calle, así, nadie notaba que estaba abierto el tubo que les servía de ducha, al lado de la pequeñísima habitación hecha de latas, donde vivían, ubicada en la parte trasera de aquella casa.

De eso se trataba todo: de que no las vieran. Que no las viera el sujeto que se acercaba por la calle caminando, ni la gente en la parada, ni los que como ellas, subían al bus rumbo a la capital. Algunas veces, alguien le sonreía y acariciaba su pequeña cabeza, comentando que hacía frío y que era muy temprano para que un niño hubiese dejado su cama. Entonces, ante el gesto anónimo e inesperado de cariño, se volvía con rapidez para buscar en el menudo rostro moreno de su madre, alguna aprobación a la sonrisa, pero ella iba como siempre, ausente y callada, con sus ojos de vidrio a punto de gotear también sobre su cabeza. Era un viaje gris y silencioso en las entrañas de aquel autobús indiferente.

Su mundo estaba lleno de carreras sucesivas, eso sí, sin hacer ruido con sus chancletas, compradas un par de números más grandes para que le rindieran. En la casa grande, las personas no hablaban como ellas, eran más blancas, más altas y todo lo hacían diferente. Siempre les estaban regalando cosas, los había oído decir que ellas eran inmigrantes y muy pobres. Que su mamá era una joven madre soltera, honrada y trabajadora. Todo eso debía ser verdad. Parecía gente muy seria.

Entraban por la puerta de atrás, donde la cocinera cantaba, una mujer redondita y oscura, de hermosos dientes blancos y pañuelos de colores en la cabeza. Las esperaba con una tortilla y una taza de avena, luego, su mamá se ponía a lavar la ropa y a limpiar todas las habitaciones pues debía ir a dos casas más antes que oscureciera. A veces, veía a su mamá animada con alguna bolsa de ropa usada o con un poco de comida extra, pero su parte favorita, era cuando después de bañarse, su mamá sacaba una estampita de su bolso, donde se veía a dos niños pequeños caminando sobre un puente mientras un muchacho rubio y con alas, les sonreía. Entonces su mamá, decía unas palabras que debían ser mágicas porque entonces sonreía y besaba la estampa. De la mano, se metían juntas al catre donde la abrazaba suavemente, la arropaba y le besaba la cabeza, en silencio, envueltas por la oscuridad donde una vez más, no podrían ser vistas aunque quisieran.

2. Solo.

Es del interior, del campo, como dicen. Hace muchos años vino a la capital con su madre. Recuerda que ella vestía de azul y celeste. Viajó inusualmente callada todas las horas que tardó el autobús desde su pueblo hasta llegar a su destino. Al llegar a la terminal, se bajaron y empezaron a caminar. Juntos atravesaron las calles y en medio del ruido de tantos buses, motos y autos, él quiso darle la mano pero ella la retiró con rapidez, haciendo que se acomodaba los anteojos y el cabello. Ella caminaba de prisa, él trataba de seguirle el paso. Ella cruzó muchas calles, a él le parecía muy complicado. Ella tenía mandados que hacer, él solo iba a acompañarla. Ella lo invitaría a comer, luego volverían al campo.

Llegaron entonces a una plaza grande con muchas palomas que arrullaban el paso presuroso de los transeúntes y sus consciencias grises y pesadas como baldosas. ¡Apenas podía esperar! iba a comer en McDonald´s. Pidió comida para él, ella no se compró nada. Él pensó que le daría algunas de sus papas fritas, sabía que algunas veces, el dinero no les alcanzaba. Encontraron una mesa, desde allí podían observar la plaza.

De repente, ella buscó algo entre su bolso y le dijo que se comiera todo, que iría a buscar un teléfono público y regresaría.

Entonces comió, abrió el juguete, se entretuvo… Había reservado un poco de papas que fueron enfriando como la tarde y disminuyendo como su calma. Repentinamente una muchacha que trabajaba en el restaurante le preguntó si podía llevarse el azafate y que si estaba solo.

En ese momento lo supo: ella lo había dejado, lo llevó sólo para abandonarlo.

Abruptamente, las palomas en la plaza alzan vuelo en un semicírculo estruendoso y él, estremecido, comprende en sus ocho años escasos que debía salir de ahí e ir a buscar algo que le fuera conocido. Trató de buscar pistas en las calles por donde habían pasado, pensó en pedir ayuda, pero ganó el miedo. Lloró, lloró por muchos días. Aún hoy después de más de treinta años sus ojos se humedecen. Pasó por el cuestionamiento, el dolor y la ira. Dice que ha conocido de todo: todo lo horrible que puede ser la calle, que como otra monstruosa progenitora, lo acogió en su retorcido vientre.

Hoy trata de dejar las drogas, vendiendo lo que puede. Cuenta su historia en los buses y viste de azul todos los jueves.

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