Mario Ramírez Granados.
Uno de los textos fundamentales de la lectura infantil es la novela Pinocho de Carlo Collodi, que nos presentó a un muñeco de madera, que es capaz de moverse y pensar por sí mismo y que a través de decisiones posteriormente se convertirá en un niño de verdad. Desde su publicación en febrero de 1883, se convirtió en un texto popular, pero alcanzó condición universal con la versión animada que realizó lo estudios Disney en 1940.
Ciento cuarenta años después, Pinocho como todo clásico, no se agota en su lectura. Recientemente el director Guillermo del Toro, nos ofreció una nueva adaptación, desde la técnica del stop motion, el filme de Del Toro opta por un camino distinto, fiel a su estilo. Desde su debut en Cronos (1993), Guillermo del Toro nos ofrece un cine de autor, que redefine tópicos como lo monstruoso. En sus obras lo monstruoso no es amenazante, sino más bien algo que más bien potencia lo humano, devolviendo la voz a personajes marginales.
Pinocho culmina el proyecto que Del Toro denomina la trilogía de la infancia y la guerra compuesta por el Espinazo del Diablo (2001) y el Laberinto del Fauno (2006), que se caracterizan por mostrar el conflicto entre la fantasía y el orden en sociedades de carácter autoritarias de principios del siglo XX, en las que la historia se analiza a la luz de los ojos de un niño. Las obras previas de Del Toro, que componen la citada trilogía, muestran que el Autoritarismo necesita de la aprobación y la obediencia ciega y teme a la crítica, especialmente al humor. Desde esta posición, la imaginación lleva a la desobediencia, es decir a una mentalidad que es consciente de los excesos que busca un proyecto político. Una lectura no tan lejana a la realidad de nuestro tiempo, si consideramos los casos de gobiernos que en su obsesión contra las voces críticas, persiguen hasta las procesiones. Religiosas, o festivales culturales.
En el caso de su versión de Pinocho, esta película tomó las premisas fundamentales del texto de Collodi, y las adaptó en el contexto de la sociedad italiana durante la dictadura fascista, modificando la premisa de la transformación de la figura. El Pinocho de esta versión, ya es una persona, aunque parezca ante la mayoría de los ojos, imperfecta y desde ese lugar llega a cambiar la vida de un Gepetto: no se trata de un personaje que trata de encajar en la sociedad, sino un personaje cuyo valor destaca precisamente en las cualidades que lo hacen diferente.
Tal vez, la mayor diferencia de esta adaptación, respecto de otras versiones precedentes, es que puede hacer preguntas sobre temas como la desobediencia, la muerte y el duelo. La película es una oda a la vida, deconstruyendo las cargas que nos imponemos y se terminan volviendo un lastre para nuestra felicidad. Muestra como la pérdida se convierte en un ancla que nos impide valorar a las personas a nuestro alrededor, donde seres como nuestra pareja o nuestros hijos se convierten en espejos de nuestras aspiraciones, en lugar de valer por sus propias cualidades.
En su obra, lo monstruoso no es una fuente de angustia, sus monstruos son seres con imaginación, seres imperfectos que luchan contra la imposición del orden. A lo largo de la filmografía deltoriana, el mal surge a partir de los excesos del orden, en la persistencia de un proyecto que busca imponerse a los demás hasta alcanzar la unanimidad social. Desde este punto de vista, aquello que escapa a la regla, es retratado como monstruoso, a los ojos de aquel que cree tener el poder para nombrar y estructurar a la realidad a su imagen y semejanza.
Más allá de la ficción, el mérito del Pinocho de Del Toro va más allá de la mera diversión, para llevarnos a la reflexión y valorar no solo a aquellos que se han ido, y viven en nosotros, así como el valor de aquellos a nuestro alrededor. Una lectura que busca trascender a la visión ensimismada y a proponer nuevos valores para los tiempos que vivimos.
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