Marjorie Ross. Escritora y periodista.
Ah, la permanencia de la obra propia, ese bocado engañoso, esquivo y agridulce que de pronto nos tienta cuando comienzan los años, en enero. En días como hoy, por ejemplo, cuando alguien me pregunta con genuina curiosidad, por qué escribí Menú (EUNED, 2019), ese poemario distinto que al parecer no se sabe bien dónde acomodarlo en una biblioteca. Trataré de responderle, centrándome en mis libros exclusivamente, aunque la crítica gastronómica –ese subgénero al que he dedicado muchas páginas durante largos años–, se columpie entre el periodismo y la literatura.
Mi Menú es un libro de poesía del cual su prologuista, el poeta José María Zonta, ha escrito que es una invitación a cenar, con manteles largos y cubiertos de plata. Es una invitación a morder un poema y cerrar sus ojos. A masticar un poema y sentir que su energía se convierte en albahaca en sus venas. A tragar un poema y escuchar las campanas de las civilizaciones que desaparecen y reaparecen en sus sabores. Marjorie ha inventado el sabor de los poemas. Ha cocinado milenios en el fuego de los poemas. Este libro abre el apetito por vivir. Nos antoja. Nos hace comensales de la mesa de la vida.
¡Qué más quisiera yo que haber inventado el sabor de los poemas! Aunque lo vengo intentando, sin darme cuenta, desde hace un tiempo largo. Releyendo a Zonta hoy, viendo hacia atrás, me encuentro con que –más de una década antes de que se editara mi primera investigación de tema culinario–, en mis primeros poemas publicados (Aguafuertes, Círculo de poetas,1969), la dicha ya es fruto suavemente maduro. La ciudad de San José tiene un pegajoso aroma de fruta madurada al sol del mediodía. Y el pan bon y los confites de menta son la muerte de la infancia limonense de un amigo poeta desolado. En Jaguar alado (Ministerio de Cultura, 1999), el pan se endurece entre algas perfumadas y la palabra ‘nuestro’ desde siempre sabe a mango.
Después vinieron varios libros dedicados específicamente a la investigación y a la recuperación de nuestra cultura culinaria (Al calor del fogón 500 años de cocina costarricense, CulturArt 1986, Farben 1990); La magia de la cocina limonense. Rice and beans y calalú (EUCR, 1991), una investigación pionera que me hizo adentrarme en África, la China y el Caribe; Las frutas del Paraíso (EUCR, 1995, 2003, edición bilingüe); y Entre el comal y la olla. Fundamentos de cocina costarricense (EUNED, 2001; 2ª edición, corregida y aumentada, por salir este año bajo el mismo sello editorial).
En el 2004, con el Grupo Editorial Norma, publiqué El secreto encanto de la KGB. Las cinco vidas de Iósif Griguliévich –del género literatura sin ficción–, en el que no faltan bocados y banquetes. La edición en inglés, UNMASKED. A true story of Charm, Intrigue and Master Spycraft (2021), testimonia, con una naranja a medio pelar en su portada, la importancia que puede tener un detalle del comer.
En el siguiente poemario, Conjuro al olvido (Gráfica Génesis, 2009; Tierra Nuestra, 2018), los muertos tienen bollos de pan tibio sobre el pecho y los que mandan beben el vino empozoñado de la guerra y reposan. Allí, el hambre de los vencidos espanta, pero también el voraz apetito de los héroes. En Duelo por la rosa. Poesía selecta 1969-2012 (EUNED, 2012), el dolor nunca pierde el sabor de la sal y la piel es esa amiga de la lágrima, invierno de la fruta.
En el 2009 apareció mi libro Imágenes para comer. Arte y cocina en Costa Rica (Museos del Banco Central), en donde se recorre el paso del tema gastronómico por el arte costarricense, uniendo dos intereses siempre presentes en mis investigaciones. En el prólogo señalo que la intención es provocar imágenes en la memoria culinaria que engañen al cerebro y hagan agua la boca, justo como si fueran reales, gracias a la magia de la creación y a los efectos concretos en los sentidos de la memoria y la nostalgia.
En ese mismo año se publicó mi trabajo doctoral, Los siete pasos de la danza del comer. Cultura, género e identidades (EUCR, 2009). En su tercera parte se amplía sobre esos siete pasos: utilizar la cocina como instrumento de aprendizaje significativo; ver el planeta desde la olla; usar el arte del comer como energía para la creatividad; fortalecer las identidades culinarias; promover la cocina como espacio de simetría humana; ver el conocimiento como alimento y el alimento como conocimiento; y reconocer que el tiempo para comer, es tiempo vivido. El texto va acompañado de múltiples imágenes relacionadas con el condumio.
En mi novela La herencia del asesino (EUNED, 2018), los alimentos marcan momentos memorables y colorean el mosaico psicológico de los personajes, justo como en la vida.
Solamente después de todo eso, y de otros libros más que ahora no mencionaré, se gestó Menú, nacido directamente de tres de mis pasiones más fuertes: la poesía, el arte y la danza del comer.
Zonta lo ve así en el prólogo citado:
Este libro es un viajero que va probando platos de épocas, civilizaciones, imperios, reinos, islas, ciudades, mares, cocina de la abuela, cocinas de leña, cocina molecular. Este libro es un cinco estrellas. Los frutos de mar saltan al sartén, salpica el aceite de oliva, baila la sal, vuela el azafrán, y usted lo ve desde la mesa, y usted se limpia la comisura con una servilleta de seda. Este libro te hace agua la boca, es un festival de sabores… Cierre el banquete con una copita de jerez:
‘Alzar la copa de jerez y ahí está Oxford, mesa del claustro
y el académico chino que dirigía
la excavación de soldados de terracota
y hablaba con deleite de los mejores bollos para el té’.
Por otra parte, Gustavo Solórzano-Alfaro, editor de Menú, ha señalado lo siguiente:
La poesía y la comida han mantenido un vínculo fundamental a lo largo de los siglos (…). Es la propia Marjorie Ross quien ha sido pionera de esta tendencia en nuestro país (…). El menú que ahora nos ofrece destaca en términos líricos porque se aleja del intimismo o del egotismo, por un lado, pero también de la poesía de tono confesional o de la experiencia –las dos vertientes que han marcado toda la historia poética de nuestro país.
Las voces que hablan a través de estos poemas son diversas, distintas. La historia se cruza con la filosofía, lo personal se une a lo universal, las referencias más ‘gourmandosas’ (si se me permite el término) y los chefs más renombrados desfilan a la par de reyes y emperatrices, los ingredientes del viejo mundo se enriquecen con los ingredientes del nuevo mundo (…).
Menú es bondadoso en inter textos de las más variadas tesituras, como una mesa dispuesta primorosamente. Dice: ‘Y Dios les prestó el fuego y ellos creyeron que era su alma y le dieron buen uso. / Sus ollas eran pieles de animales y freían sobre piedras, mientras inventaban sartenes y cacerolas’. O este sobre Nerón: ‘Quemar Roma no es lo más indignante, sino aprovechar el fuego para cocinar unos garbanzos con la receta de su madre Agripina’ (…).
La riqueza de matices refleja una cocina poética depurada, capaz de sorprender siempre con sabores que revelan otros mundos. Y luego de tan generosa invitación, de habernos deleitado con delicatesen de todo tipo, la advertencia final entraña sarcasmo y una gran sabiduría, encarnada en un instrumento minúsculo, muy en desuso: el palillo de dientes: ‘Desde que supe/ del asesinato de Agatocles / –veneno en su mondadientes– / llevo el mío / de oro / en el monedero’ (…). Poemas, imágenes y comidas: los sentidos se avivan, la mente reflexiona, el estómago se sacia, el corazón agradece. Hágase la comunión. Hasta aquí, la cita de Solórzano-Alfaro.
Por su atención, a ustedes, las gracias de mi parte.
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