Paul Benavides Vílchez, Sociólogo y escritor.
En teoría en una democracia todos somos iguales. Una persona un voto es la premisa que está en la base constitucional de la representación política liberal y republicana para elegir diputados y Presidente de la República.
En teoría, el voto de un ciudadano de Talamanca y el de un ciudadano rico de Escazú “valen” y “pesan” lo mismo desde el punto de vista del poder de decisión.
En ese sentido la igualdad política no aceptaría en modo alguno que una brecha geográfica, social o económica implicara una distorsión de la igualdad entre los ciudadanos. Mi voto (voluntad individual) se expresaría en un partido político que representaría de forma cabal mis creencias y mis expectativas, pero además mi voto incidiría en las decisiones que tomen los que me representan sea en el parlamento y en el Poder Ejecutivo.
Sabemos desde hace mucho que no es así. Sin embargo, la retórica electoral parece sustentarse sobre un hecho que no responde a la realidad.
En Costa Rica no hay mandato imperativo: mi voto no decide que hace y qué no hace el legislador. Tampoco el voto de los demás ciudadanos. El legislador representa a la Nación costarricense una vez que es electo. Desde el punto de vista jurídico político yo delego mi voluntad para que los partidos políticos decidan qué hacer con ella y qué tipo de intereses van a defender. Es posible que algunas de las decisiones que tomen no me beneficien de forma directa y hasta me perjudiquen. Una vez que voto pierdo control sobre la actuación de los partidos políticos. Tal situación no es en estricto sentido un acto perverso de las organizaciones políticas representadas en el parlamento. No. Es una distorsión o anomalía que está en el origen de la representación política como fue concebida en la Asamblea Nacional Francesa: el pueblo elige pero en estricto sentido no decide. Otros, sus representas, decidirán por él.
En síntesis, desde hace mucho tiempo mi voluntad es mediada por la voluntad de los partidos políticos que están atravesados de lado a lado por intereses de grupos de diverso tipo.
Desde hace muchas décadas, reputados teóricos de la política y de la democracia, han puesto el ideal de la representación política en el lugar en donde debe estar situado: en el plano de lo real.
En síntesis, el votante individual ha sido sustituido por el papel de los grupos de presión de distinta naturaleza que configuran eso que románticamente se llama la voluntad general. La democracia moderna, más que expresar la voluntad del individuo es definida por el peso y el poder de los grupos de presión que operan en la realidad e inciden en las agrupaciones políticas.
Volviendo a la pregunta si voto de un ciudadano de Talamanca vale igual que el voto de un ciudadano de Escazú, la respuesta debería asociarse a la existencia de otros factores como la pertenencia a grupos de poder y de influencia para ser contestada en forma eficaz. Si el ciudadano de Escazú forma parte de la cámara de exportadores, de un gremio profesional o empresarial con poder de influencia su voto individual pesará más que el voto individual de un ciudadano indígena del cantón de Talamanca, que forma parte de la asociación de desarrollo.
Lo anterior para dejar claro que la democracia no funciona en el vacío o en la abstracción, sino que existen características educativas, económicas, de ingresos y de pertenencia a círculos de poder social que evidentemente inciden en que el “voto individual” del ciudadano de Escazú, sea modificado o alterado por una serie de factores sociológicos que marcan una diferencia cualitativa con respecto al ciudadano de Talamanca.
En teoría, la democracia debería ser un juego entre iguales, pero este es alterado por factores de poder que están presentes en la realidad y que terminan por definirla: los intereses ocultos o manifiestos que están por encima de la voluntad general (una ficción necesaria) y que operan a través de grupos, organismos, empresas, gremios y élites de poder que definen esa voluntad que más que general, es una voluntad que responde a intereses concretos.
Quizá sea Norberto Bobbio quien mejor ha definido las características de la democracia moderna. Para el filósofo italiano hay dos circunstancias que marcan el desarrollo de las democracias representativas.
Por una parte el papel relevante de los grupos organizados dentro la democracia liberal, su protagonismo creciente en la lucha por obtener beneficios y garantías jurídicas, por encima de los ciudadanos considerados individualmente.
Y por la otra, la representación de intereses – que surge como producto del debilitamiento de la representación política, que expresa el pacto entre representados y representantes – configurada por el peso cada vez mayor de los grupos de poder y los grupos de presión.
En este contexto los grupos han desplazado la actuación del sujeto individual por la defensa de los más variados y múltiples intereses.
La causa de fondo de todo esto fue el advenimiento de la sociedad industrial a mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX y los cambios en la esfera de la cultura, de la política y de la economía que produjo el surgimiento de organizaciones de distinta naturaleza, como las asociaciones gremiales, los sindicatos, las organizaciones de empresarios, los partidos políticos de distintas ideologías.
Pese a lo indicado por Bobbio la democracia liberal representativa ha alimentado el mito de que el voto individual se sobra y se basta a sí mismo para justificar la democracia ad perpetuam. El voto individual sigue siendo fundamental pero es totalmente insuficiente.
Lo cierto es – lo deja claro Norberto Bobbio- que desde su origen la democracia liberal representativa no ha expresado las motivaciones individuales de los ciudadanos. Lo verificable es que no existe tal voluntad general, sino la voluntad de ciertos intereses particulares que los partidos políticos se encargan de expresar una vez en el poder y que lleva el pretencioso nombre de voluntad general.
Que sea así no anula la validez y la importancia de la democracia liberal representativa. Por el contrario, acerca el concepto a la realidad y le da el vigor que requiere para mostrar también sus bondades. El verificar que la democracia es un espacio donde distintos grupos actúan e interactúan para obtener derechos, prerrogativas y beneficios no anula su legitimidad. Ha sido así desde hace mucho tiempo y su existencia ha derivado en modelos de funcionamiento democrático pluralista.
La diversidad de intereses que coexistían al interior de los partidos políticos después de la segunda guerra mundial expresaban de cierta forma un fuerte pluralismo ideológico y político.
Esa pluralidad de intereses respondía a la diversidad de actores presentes en las sociedades. Por ejemplo la existencia de empresarios, de sindicatos, de trabajadores, de empleados públicos y de banqueros en el seno de las organizaciones políticas permitía establecer una acuerdo o pacto interno que posibilitaba una vez en el poder, armonizar relativamente las contradicciones entre los actores, los sectores y diversos grupos.
A este modelo de acuerdo o pacto, algunos autores como Piketti (Capital e Ideología, 2019) han llamado las coaliciones igualitarias o de tipo socialdemócrata, que permitían acoplar de forma no perfecta pero sí eficaz, los intereses de las clases más modestas (sectores medios y bajos) con las clases más acomodadas.
Esta forma de arreglo partidario entre los distintos grupos de interés y de presión que giraba en torno a la contradicción capital-trabajo, le quitaba presión al conflicto clasista y a su núcleo fundamental como lo es la desigualdad social. Cierto es que ese pacto o arreglo político no estuvo libre de excesos por ejemplo la repartición de áreas de influencia y de poder dentro de la Administración Pública, con los consiguientes problemas de corrupción.
Sin embargo, los actores de las coaliciones partidarias que apostaban por la igualdad social y económica, tenían un ideario, una propuesta intelectual y un sentido de la historia patria que les permitía reconocer la importancia del pacto y el acuerdo para garantizar el equilibrio democrático de la sociedad, vista como un proyecto común y, de cuya solidez dependía la estabilidad de cada uno de los actores.
La muerte del pacto socialdemócrata y de las coaliciones igualitarias
El pacto socialdemócrata o coalición igualitaria de las que habla Piketti, estaba integrada por sindicatos, gremios empresariales, profesionales, organizaciones sociales que reivindicaban derechos sociales, económicos y políticos, que incluían a líderes comunitarios, a estudiantes, a agricultores pequeños y medianos, a dirigentes gremiales pero también a empresarios, a exportadores y a industriales.
Constituían coaliciones policlasistas en las que todos los actores apostaban y creían en la necesidad del acuerdo social y político.
El derrumbamiento de la Unión Soviética en 1990 no solo debilitó a los regímenes comunistas al punto de su muerte sino que impuso la victoria del mercado sobre cualquier intervención política que regulara su funcionamiento. La implosión de la URSS se interpretó como la victoria absoluta de la libertad de mercado por sobre cualquier intento ético por intervenirlo. A la democracia liberal representativa se le disculparon sus fallos de origen – pese a su valor e importancia – y se le impuso la complicada misión de alejarse de los coaliciones igualitarias o pactos que atenuaran la contradicción capital trabajo. A partir de ahí la democracia liberal y representativa terminó abdicando de su papel como espacio de acuerdo y concertación entre actores diversos.
En ese sentido la representación de intereses típica de las coaliciones igualitarias o socialdemócratas fue convertida en tabla rasa y sustituida por partidos políticos en los que prevalecía la ley del más fuerte: los grupos con mayor poder de influencia, que generalmente son los de mayor poder económico.
Los partidos políticos se desarraigaron de la sociedad. Ya no hacía falta incluir en sus organizaciones a los actores sociales de diversa naturaleza que formaban el gran “fresco” o mural de la democracia, lo que les daba mayor legitimidad en la sociedad. Finalmente, los partidos políticos sustituyeron la representación política democrática y pluriclasista por la agregación de intereses que termina siendo impuesta por los grupos de mayor poder político y económico.
La crisis de las ideologías viene acompañada como se sabe del auge de la globalización. Los partidos políticos una vez que abandonan la idea de arraigar su funcionamiento en el pluralismo político y programático, es decir, al desentenderse de los grupos, organizaciones y actores políticos que antes la daban vida a la dinámica política interna, adoptaron una agenda globalizadora de forma extrema que profundizó las brechas sociales, geográficas y económica al interior de la sociedad. Costa Rica no es por supuesto una excepción.
El poder de las élites económicas, la globalización desregulada y el auge del populismo
En todo este proceso de apertura e integración con el mundo, a partir de una mayor interrelación económica y política, se les olvidó a los partidos políticos llevar adelante agendas y proyectos políticos que cerraran las brechas entre los ganadores y perdedores de la globalización.
La globalización sin lugar a dudas ha beneficiado a las sociedades en varios de sus ámbitos: mayor acceso al conocimiento, a la información y si se hace bien, a mayor riqueza. Pero si se hace mal, si no se acompaña de una política de Estado que equilibre los desequilibrios que produce la liberalización y desregulación del marcado a escala planetaria, se transforma en un elemento que fragmenta, empobrece y polariza a las sociedades.
En realidad esto último fue lo que sucedió.
Estudiosos como Collier (El futuro del Capitalismo, 2019), Piketti (Capital e Ideología 2019), Peter Mair (Gobernando el Vacío, 2015), Stiglitz (Capitalismo progresista, 2020) coinciden en los efectos disgregadores dentro de las sociedades debido a una globalización económica que nunca se reguló mediante acuerdos políticos nacionales, que posibilitaran un mejor reparto de los beneficios de la economía, del mercado y la tecnología globalizadas.
La globalización se tragó a los Estados Nación, los colocó como correas de transmisión de los intereses de las élites económicas a escala planetaria que han sacado los mayores réditos de la integración no regulada en los mercados internacionales. Tanto Stiglitz como Piketti señalan que los beneficios de la globalización económica por parte de las élites en el mundo desarrollado, contó con reformas tributarias favorables que autorizaban exenciones fiscales a los más ricos.
Stiglitz pone por ejemplo la reforma fiscal de Trump del año 2017, que aumentó los impuestos a una mayoría de las capas medias para financiar los recortes impositivos a las corporaciones y los multimillonarios. En ese sentido, favoreció a las élites económicas con enormes exenciones y no reguló vacíos legales que permitían la evasión fiscal.
El reinado de las élites económicas en los partidos políticos sin contrapesos democráticos a lo interno, está en la base del auge del populismo en el mundo desarrollado, como sucedió en los Estados Unidos y en el Reino Unido.
Tanto Mair y Collier señalan que existe una correspondencia directa entre el auge del populismo en el Reino Unido y la separación de las élites de económicas de la vida de los ciudadanos.
El Brexit – señala Peter Mair – es una reacción al establishment político apoyado mayoritariamente por la clase obrera británica, por las personas de menor educación, por las ciudades más alejadas de los centros metropolitanos y las personas mayores de 65 años. Collier expone que la globalización aplastó a bancos y cooperativas en las distintas partes del Reino Unido, que en el pasado permitieron que las regiones alejadas de los centros urbanos fueran prósperas e integradas. La globalización fracturó a este país, lo empobreció y creó las condiciones para que los partidarios del populismo alimentaran los deseos de salirse de la Unión Europea.
El argumento que sirvió de fundamento a la salida fue: ¿En qué ha beneficiado al ciudadano de pie el pertenecer a tan glamorosa organización transnacional? En poco o en nada, fue la respuesta de la mayoría de los ingleses.
Se podrá estar en contra del populismo, pero las razones que lo alimentan se justifican plenamente. Parece una ironía que sea el populismo conservador de Trump en los Estados Unidos y de Johnson en el Reino Unido, el que defienda a los ciudadanos excluidos y perjudicados de los efectos negativos de la globalización desregulada a lo interno de sus países.

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