In memoriam Federico García Lorca

El poeta fue fusilado antes del amanecer, por órdenes de José Valdés Guzmán, comandante y gobernador del Gobierno Civil de Granada.

Paul Benavides Vílchez, Sociólogo y escritor.

El martes 18 de agosto se cumplieron 84 años de la muerte por fusilamiento de Federico García Lorca, ocurrida en el año 1936, en un lugar ubicado entre las localidades de Víznar y Alfacar, en Granada, España.

El poeta fue fusilado antes del amanecer, por órdenes de José Valdés Guzmán, comandante y gobernador del Gobierno Civil de Granada.

La Revista rinde homenaje a la memoria de este gran poeta andaluz, español y universal.

Se transcriben algunos poemas de Poeta en Nueva York, libro fruto de la experiencia de haber pasado una temporada en esa ciudad (1929-30) en la Universidad de Columbia. Lorca pone a prueba su honda sensibilidad y mediante su potente capacidad para producir imágenes, logra captar los perfiles de una ciudad heteróclita, llena de contrastes, híbrida y multirracial, que exhibía por igual y a la vez sus riquezas y sus miserias. La fuerte energía surrealista – y yo diría simbolista, vanguardista en suma – no aplasta la capacidad de Lorca de observar, analizar, comprender y traducir la realidad poéticamente – si tal cosa existe- como la traduce un poeta como él: desde la fluida, boyante y profusa elaboración metafórica.

 

Paisaje de la multitud que vomita

Anochecer en Coney Island

La mujer gorda venía delante

arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;

la mujer gorda

que vuelve del revés los pulpos agonizantes.

La mujer gorda, enemiga de la luna,

corría por las calles y los pisos deshabitados

y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma

y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos

y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido

y filtraba un ansia de luz en las circuciones subterráneas.

Son los cementerios, lo sé, son los cementerios

y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,

son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora

los que nos empujan en la garganta.

Llegaban los rumores de la selva del vómito

con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,

con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.

Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.

No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,

ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.

Son los muertos que arañan con sus manos de tierra

las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.

La mujer gorda venía delante

con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.

El vómito agitaba delicadamente sus tambores

entre algunas niñas de sangre

que pedían protección a la luna.

¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!

Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,

esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol

y despide barcos increíbles

por las anémonas de los muelles.

Me defiendo con esta mirada

que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,

yo, poeta sin brazos, perdido

entre la multitud que vomita,

sin caballo efusivo que corte

los espesos musgos de mis sienes.

Pero la mujer gorda seguía delante

y la gente buscaba las farmacias

donde el amargo trópico se fija.

Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes

la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.

Paisaje de la multitud que orina

Nocturno de Battery Place

Se quedaron solos:

aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.

Se quedaron solas:

esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.

Se quedaron solos y solas,

soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,

con el agudo quitasol que pincha

al sapo recién aplastado,

bajo un silencio con mil orejas

y diminutas bocas de agua

en los desfiladeros que resisten

el ataque violento de la luna.

Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones

angustiados por el testigo y la vigilia de todas las cosas

y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas

gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel.

No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler,

no importa la derrota de la brisa en la corola del algodón,

porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos

que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles.

Es inútil buscar el recodo

donde la noche olvida su viaje

y acechar un silencio que no tenga

trajes rotos y cáscaras y llanto,

porque tan sólo el diminuto banquete de la araña

basta para romper el equilibrio de todo el cielo.

No hay remedio para el gemido del velero japonés,

ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.

El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto

y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.

¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los transatlánticos!

Fachadas de crin, de humo, anémonas; guantes de goma.

Todo está roto por la noche,

abierta de piernas sobre las terrazas.

Todo está roto por los tibios caños

de una terrible fuente silenciosa.

¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!

Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,

campos libres donde silban las mansas cobras deslumbradas,

paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,

para que venga la luz desmedida

que temen los ricos detrás de sus lupas,

el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata

y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido

o en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.

Navidad en el rio Hudson

¡Esa esponja gris!

Ese marinero recién degollado.

Ese río grande.

Esa brisa de límites oscuros.

Ese filo, amor, ese filo.

Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.

con el mundo de aristas que ven todos los ojos,

con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.

Estaban uno, cien, mil marineros

luchando con el mundo de las agudas velocidades,

sin enterarse de que el mundo

estaba solo por el cielo.

El mundo solo por el cielo solo.

Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.

Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.

El mundo solo por el cielo solo

y el aire a la salida de todas las aldeas.

Cantaba la lombriz el terror de la rueda

y el marinero degollado

cantaba al oso de agua que lo había de estrechar;

y todos cantaban aleluya,

aleluya. Cielo desierto.

Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales

dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,

ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.

Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.

No importa que cada minuto

un niño nuevo agite sus ramitos de venas,

ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,

calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.

Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.

Alba no. Fábula inerte.

Sólo esto: desembocadura.

¡Oh esponja mía gris!

¡Oh cuello mío recién degollado!

¡Oh río grande mío!

¡Oh brisa mía de límites que no son míos!

¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!

Panorama ciego de Nueva York

Si no son los pájaros

cubiertos de ceniza,

si no son los gemidos que golpean las ventanas de la boda,

serán las delicadas criaturas del aire

que manan la sangre nueva por la oscuridad inextinguible.

Pero no, no son los pájaros,

porque los pájaros están a punto de ser bueyes;

pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna

y son siempre muchachos heridos

antes de que los jueces levanten la tela.

Todos comprenden el dolor que se relaciona con la muerte,

pero el verdadero dolor no está presente en el espíritu.

No está en el aire ni en nuestra vida,

ni en estas terrazas llenas de humo.

El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas

es una pequeña quemadura infinita

en los ojos inocentes de los otros sistemas.

Un traje abandonado pesa tanto en los hombros

que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.

Y las que mueren de parto saben en la última hora

que todo rumor será piedra y toda huella latido.

Nosotros ignoramos que el pensamiento tiene arrabales

donde el filósofo es devorado por los chinos y las orugas.

Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas

pequeñas golondrinas con muletas

que sabían pronunciar la palabra amor.

No, no son los pájaros.

No es un pájaro el que expresa la turbia fiebre de laguna,

ni el ansia de asesinato que nos oprime cada momento,

ni el metálico rumor de suicidio que nos anima cada madrugada,

Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo,

es un pequeño espacio vivo al loco unisón de la luz,

es una escala indefinible donde las nubes y rosas olvidan

el griterío chino que bulle por el desembarcadero de la sangre.

Yo muchas veces me he perdido

para buscar la quemadura que mantiene despiertas las cosas

y sólo he encontrado marineros echados sobre las barandillas

y pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve.

Pero el verdadero dolor estaba en otras plazas

donde los peces cristalizados agonizaban dentro de los troncos;

plazas del cielo extraño para las antiguas estatuas ilesas

y para la tierna intimidad de los volcanes.

No hay dolor en la voz. Sólo existen los dientes,

pero dientes que callarán aislados por el raso negro.

No hay dolor en la voz. Aquí sólo existe la Tierra.

La Tierra con sus puertas de siempre

que llevan al rubor de los frutos.


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