Rodolfo Arias Formoso.
Habíamos tenido varios días de buen tiempo y el bateorológico se atrevió incluso a anunciar que el verano se había adelantado. Todos de manga corta y con crema antisolar en el bolso: infalible agüizote para que aquel día amaneciera oscuro, frío y lloviznoso.
Lo vi bajo un semáforo. Chaqueta con capucha, pantalones y zapatos muy gastados, mirada ya resignada a que nadie le comprara el inmenso rollo de culantro que sostenía en la mano. Era una antorcha verde, bocabajo por la fatiga del brazo.
Le pité desde mi lugar en la inmóvil fila de carros. Vino arrastrando el desgano, los cientos de negativas.
–Es culantro Premium –soltó, repitiendo la frase como un autómata.
Pronunció “prímiun” y yo sonreí.
–¿Cuánto es?
–Mil –dijo–, los tenía a dos pero este es el último.
Recordé un billete rojo que había en mi cartera. Se lo echó a la bolsa, fue a la acera y juntó una gran bolsa plástica y se alejó. Es bueno el culantro pero no tanto, decía mi abuela, y ese muchacho me había vendido un atado que pesaría más de un kilo.
La gran antorcha copaba el asiento del pasajero. Un aroma feliz se aposentó en la cabina. Pensé que el privilegio de manejar hasta mi casa acompañado por la tertulia de ese olor bien valía el gasto.
Yo tenía ganas hace tiempos de hacer algo en el patio de mi casa, y me dio la taranta de ir a comprar unas reglas para separar un pedacillo y hacer una era. Sólo separé una ramita y se la di a doña Elsa para que se la pusiera a la olla de carne.
A la mañana siguiente, la antorcha se había convertido en un par de metros cuadrados de matitas enclenques y medio muertas del susto. Pero pegaron bien, les gustaron mis manos y la lluvia, que prolongó varios días su visita.
Yo tuve un primo que se llamaba Freddy. Se me murió muy rápido y no lo perdono por eso. De muchachos nos íbamos de campamento a la playa o a la montaña y él cocinaba. Hacía un gallo pinto irrepetible.
Un tomate grande, rallado, bastante culantro, cebolla y ajo bien picados, un toque de sal y pimienta. Primero ponía arroz en el comal, para que se tostara, luego agregaba el tomate y los olores. Por último los frijoles, un puñito de azúcar y un chorrito de la salsa que siempre se usa en estas cosas.
El sábado vino mi novia a almorzar. Desaté mi talento y cociné el célebre gallo pinto a la Freddy. Ella quedó asombrada y me amó y yo también, pero dijo que podía mejorarse la salsa de aquí, esa que es tan popular.
–Pensalo, mi amor, pensalo– repitió mientras se relamía, disponiéndose a una merecida siestecita.
Me tomó un buen par de semanas determinar los ingredientes y mezclarlos en la proporción exacta. Probé con tamarindo, mostaza, tomillo, ajo, chile dulce y chile picante, tapa de dulce, vinagres de distinto tipo, pimienta. En fin, este cuento no terminaría.
Además, agregué algunas cosillas que aquí no voy a revelar porque se me muere la gallina de los huevos de oro. La cuestión es que con mi salsa ultrasecreta y bastante culantrito del que ya crecía desaforadamente en mi patio yo me jalé otro gallo pinto. Invité a mi novia y a mi suegra y a mis cuñadas. No hay palabras.
Tan abundantes y efusivas fueron las felicitaciones que se me vino una idea a la cabeza: contratar a doña Elsa para que entrambos siguiéramos haciendo gallo pinto para vender. Yo me había asociado con un compa del barrio en un negocio de entregas a domicilio, pero ya estaba harto. Los carambillas que reparten son la muerte.
El primo me compró mis acciones repartiéndome gratis el gallo pinto y consiguiéndome una licencia del Ministerio de Salud; esos papeles se marcan en la calle. Además, con una plata que yo tenía, y mucha paciencia para buscar en la red, logré comprar una estufa de restaurante, unas ollotas y una máquina empacadora.
“GALLO PINTO PATODOS”, le puse. Abajo había una leyenda: “Si hay patodos no hay patadas”. Entre mi novia y yo diseñamos la etiqueta en la compu y la mandamos a imprimir en papel adhesivo. ¡Qué gallo pinto más rico, caramba! ¡No dábamos abasto!
Fui ahorrando hasta que puse una fabriquita. Cuatro empleados, un repartidor, contratos con supermercados. Y claro, una página en Facebook. Yo sabía que el secreto de mi gallo pinto estaba en el culantro, por más que le hubiera puesto mente a la salsa y a otras cosas. Ese bandido culantro no paraba de crecer: ya cubría todo el patio y me seguía alcanzando para toda la producción.
Un día le tomé una foto: verdecitico. De tapia a tapia, la alfombra perfumada. La subí a Facebook y la puse como foto de portada. Enseguida entró un mensaje al chat y miré con curiosidad: un tal Wander Flores.
–Hola cómo está –decía.
–Bien, gracias –respondí.
–Soy el que le vendió el culantro en aquel semáforo –soltó al momento.
No pude dar crédito a mis ojos.
–¿Cómo sabe? –le pregunté.
–Por la foto –contestó–, es puro culantro prímiun.
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