Rodrigo Madrigal: Los límites de la hospitalidad
Queda, finalmente, la lejana posibilidad de que el régimen sandinista cambie de naturaleza mediante una reversión a sus postulados iniciales, mediante una fuerte presión interna y foránea, garantizando una auténtica democracia, una legítima armonía política y social, una sociedad verdaderamente pluralista la renuncia a sus marcadas tendencias totalitarias.
Rodrigo Madrigal Montealegre, Politólogo.
En la década anterior a la Guerra Civil Española, la región de Cataluña se industrializó con dinamismo y se convirtió en un polo de desarrollo tan próspero que provocó una ola migratoria que, buscando empleo, procedía de las provincias meridionales, aún sumidas en la pobreza y el atraso. Con el fino y agudo sentido del humor del andaluz, al ferrocarril que de sur a norte movilizó ese éxodo rural se le bautizó –aludiendo al que en Rusia, hasta nuestros días, ha transportado a tantos deportados a un triste destino– con un sutil ingenioso sobrenombre el “tren transmiseriano”.
Un fenómeno similar se está reproduciendo en nuestra región, donde el “dualismo tecnológico”, el contraste entre el atraso y el progreso y la disparidad de regímenes entre nuestro país y su vecino del norte, agravado por la represión, la violencia y la guerra, han servido de acicate a un flujo masivo de refugiados, a pesar de que no contamos con un ferrocarril similar. La paz, la libertad y la relativa prosperidad han atraído hacia nuestro territorio a más de un cuarto de millón de personas que han escogido el auto-ostracismo, lo que representa el diez por ciento de nuestra propia población. Este incremento demográfico equivale, a su vez, al crecimiento natural de nuestros habitantes correspondiente al lapso de cuatro años –transcurridos de 1978 a 1982–, según los datos del último censo y publicados en el Anuario Estadístico más reciente.
Siempre hemos sido refractarios a todo sentimiento de xenofobia, así como al chovinismo, al racismo y a toda forma de discriminación sustentada en prejuicios odiosos. Compartimos, por principio ético y humanitario, esa añeja y virtuosa tradición que ha convertido a esta tierra en un santuario en el que se acoge y se protege al perseguido que, como Edipo en Colona, solicita hospitalidad y protección, ya que esa actitud de señorío es, posiblemente, el mejor legado que los moros nos transmitieron a través de España.
Por otras parte, si bien es cierto que más de un meteco ha venido a profanar nuestro suelo con el abuso, la fechoría o la perversión, confundiéndolo con lo que fue Casablanca o con la Corte de los Milagros del Viejo París, también ha sido valioso y positivo el aporte cultural, tecnológico o profesional con el que tanto extranjero ha recompensado nuestra hospitalidad y que tanto ha contribuido a superar y a mejorar nuestro sistema de vida.
Pero también es justo interrogarse si es justo, cuánto tiempo y a lo largo de cuál trecho debemos cargar, como piadosos cirineos, una cruz que cada día se vuelve más pesada al acoger un éxodo que tiene a exceder nuestra capacidad de asimilación. Es necesario que nos preguntemos si no se comete un abuso de nuestros principios humanitarios, al provocar – con tanto desatino y desacierto, con tanta represión y con tanta enciclopédica ineptitud para brindar la prosperidad, la armonía social y la estabilidad democrática – una infiltración masiva para la cual no estamos preparados, una invasión que no es armada y militar, sino silenciosa, pacífica y clandestina, lo que haría trepidar todo nuestro andamiaje institucional en el momento preciso en que nos flagela una crisis grave y angustiosa.
Una posible solución consistiría en que Nicaragua detenga esa hemorragia, ya que no goza de la insularidad de Cuba, construyendo una versión tropical del “Muro de Berlín” que, hace precisamente veinticinco años empezaron a erigir los camaradas alemanes, para impedir el éxodo total de los sectores medios y de la clase obrera, después que dos millones y medio de germanos orientales se precipitaron al exilio, huyendo del “paraíso del proletariado”, que acababa de proclamar Ulbricht, el más leal y ferviente imitador de Stalin.
Nuestros vecinos nos sugerirían que construyéramos, nuestra propia versión de la Gran Muralla China, esa vasta estructura de tres mil kilómetros de longitud, levantada hace dos mil años y completada por el emperador Shih Huang-ti con el trabajo forzado de un millón de hombres, a la par de la cual las pirámides de Egipto no son más que un insignificante cúmulo de piedras. Ese enorme muro de contención sirvió para impedir la invasión de los hunos, los que, desviándose, atravesaron la vasta estepa hacia occidente e hicieron que cayera Roma, pero una construcción similar nos resultaría caro y tardío.
Alguien podría esgrimir la alternativa de que, para detener esa fuga masiva del régimen sandinista, la Unión Soviética le proporcione una ayuda económica realmente masiva e importante a ese país para que compense el rápido y grave deterioro de su economía. Esta sugerencia sería obviamente muy utópica, pues las estadísticas y las denuncias mismas de China, Yugoslavia, Albania o Rumania, demuestran que la U.R.S.S. engruesa el rango de las potencias más mezquinas en la ayuda para el desarrollo del Tercer Mundo. Su experiencia con Cuba, que constituye una excepción, en que inútilmente ha despilfarrado una ayuda masiva, a cambio de acciones militares en África y actividades subversivas en nuestro continente lo que, sin duda, inhibe a los rusos a repetir en estos confines tropicales una hazaña de tan onerosa dilapidación y derroche.
La extrema izquierda propondría, como solución para detener esa avalancha de refugiados, la implantación en nuestro suelo de un régimen sandinista, alegando que con un clavo se saca otro clavo y que nadie sería tan insensato de saltar de las llamas para caer en la brasas. Un sistema en el que todo lo que no es prohibido es obligatorio, en el que se amordaza con una censura toda voz de disidencia para que sólo opinen los amos del poder total, sólo sería atractivo a unas cuantas legiones de “internacionalistas” a los que habría que alimentar. La confiscación de los medios de producción en manos del Estado haría nacer una “burguesía roja” que, por ineptitud e inexperiencia, garantizaría un rápido deterioro de la economía y un vertiginoso descenso de la producción. Una “nomenklatura” omnipotente y burocrática, al amparo de un estado totalitario que les proporciona la plusvalía que exige una vida parasitaria de lujo y privilegios, se encargaría de implantar un sistema de vigilancia, espionaje y amenaza que impedirían toda manifestación de indignación o repudio. Los “apparatchiki” de la “nueva clase”, que denunciaba Milovan Djilas, se encargarían de enemistarlos con nuestros aliados tradicionales, los que suspenderían toda ayuda y asistencia y se volcarían agresivamente contra nosotros. Desde luego que semejante modelo detendría el vasto y masivo aluvión de refugiados – ya que nadie huye de un país socialista a uno similar -, pero la receta, no cabe duda, es más letal que la enfermedad.
La alternativa que esgrime la extrema derecha – siempre en la retaguardia, desde luego – consiste en la movilización de una cruzada que derroque por la fuerza al gobierno sandinista o que, al menos, se ejerzan presiones tan drásticas que lo obliguen a capitular. Pero debilidad de esta opción consiste en que ni ellos, ni nadie más están dispuestos alanzarse como carne de cañón de esa sangrienta aventura. Los Estados Unidos no están anuentes a pagar semejante tributo de sangre y apenas aportan una tímida ayuda a los rebeldes. Los países de la región son demasiado débiles y pobres, por su parte, para servir de mascarón de proa en una aventura que exige enormes sacrificios. En todo caso, si fueran derrocados el régimen de los comandantes, una buena parte de la masa sandinista buscaría refugio o vendría a subvenir nuestras instituciones y apenas se produciría, en nuestro territorio, un canje de bandos rivales en el que uno sustituye al otro.
Queda, finalmente, la lejana posibilidad de que el régimen sandinista cambie de naturaleza mediante una reversión a sus postulados iniciales, mediante una fuerte presión interna y foránea, garantizando una auténtica democracia, una legítima armonía política y social, una sociedad verdaderamente pluralista la renuncia a sus marcadas tendencias totalitarias. Pero como esto resulta tan utópico, todo parece indicar que nuestro país continuará siendo un Berlín sin muro, una China sin muralla, el Cirineo que arrastre pesadas cruces ajenas y el eterno santuario donde se continuará vertiendo ese vasto éxodo “transmiseriano”.
LA NACION, sábado 18 de octubre de 1986
OPINION/ 15A
Publicado en Reflexiones Políticas
Editorial Juricentro 1993
páginas 317-321
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