Rodrigo Madrigal Montealegre, Politólogo.
Había disfrutado la tarde de un sábado de primavera sentado en una banca en el Jardin du Luxembourg, leyendo unos sabrosos pasajes de Zadig y saboreando los deliciosos rayos de un sol que resucitaba. Pero resultaba muy difícil concentrarse en la lectura, debido al animado revoloteo de gente que se arremolinaba en la explanada. Había ancianos solitarios quienes calentaban sus viejos huesos intentando ahuyentar su soledad con la compañía de aquella multitud anónima. Había madres con niños quienes, alegremente, saltaban, corrían o hacían navegar sus barquitos en el estanque. Había estudiantes quienes revisaban juntos sus notas, bromeando jocosamente. Había, también, jóvenes amantes quienes acudían a aquel parque para compartir su pasión por la vida, así como esa bella y exuberante euforia que confiere el amor.
Me encaminé por la rue Soufflot, y me detuve en los escaparates de las librerías y en la farmacia Lhopitallier en donde le compré, al boticario –un hombre, alto, enjuto y amable– un frasco de Ovomaltine, un polvo nutritivo, y una botella de Pétrole Hahn, para fortalecer el cabello. Al pasar frente a la comisaría de policía, donde la calle desemboca en el Panthéon, saludé a los gendarmes, a quienes veía todos los días y a quienes, a partir de aquel día, les reconocí plenamente el mérito de velar por el orden, la seguridad y el pudor universal.
Finalmente, ingresé en nuestra vieja morada, en donde me encontré, en la sala, con el profesor Fomichev –quien, junto con Irina, su encantadora compatriota, rumiaba su nostalgia y sus melancólicas meditaciones, con su pipa en la mano– a quien me dirigí con el saludo consagrado que lo hacía rabiar: “Tovarish![1]. ¡Fomichev reciba usted, en esta bella tarde primaveral, un cordial saludo revolucionario!”. “¡Tú también, miloschka!”[2].
Para evitar que me amonestara y para congraciarme con él, le relaté la última anécdota que circulaba en su tierra natal: “Se comenta que el proletariado ruso se defiende de las acusaciones de ausentismo, alcoholismo e indolencia, denunciando que si ellos simulan trabajar es porque los apparatchiki fingen pagarles”. Esto sirvió para que, como recompensa, aquella tarde de un sábado de primavera, me relatara un episodio fascinante de su tierra natal.
“Me parece que entre ustedes, los latinoamericanos y nosotros, los eslavos, existen grandes afinidades” –reflexionó, mientras trataba de arrancarle unas bocanadas de humo a su vieja pipa–. “Ambos pueblos somos sentimentales, extravertidos, polémicos y emotivos. Somos afectuosos, impulsivos, soñadores, efusivos, románticos, apasionados y rebeldes. Eso ha constituido una de las tragedias del alma rusa y que explica la prodigiosa riqueza de nuestra literatura. Además, me atrevo a pensar que América Latina se asemeja mucho a lo que fue nuestra amada patria en la antesala de la revolutsia[3] de 1917”.
“Las condiciones económicas, sociales y políticas son similares, así es que les puede ocurrir lo que nos sucedió a nosotros, por la ceguera de quienes se aferran a la tradición –añadió Irina–. La injusticia, la polarización y el fermento social, provocado por la ignorancia, el hambre y el atraso endémico son los más importantes ingredientes de la revolución social”.
“Si añadimos el gusto romántico y heroico por la rebeldía, el potencial de idealismo y la atmósfera de insubordinación… –continuó el viejo profesor–. Todo eso me recuerda a nuestra santa Rusia y la grave crisis que provocaron quienes se oponían a la democratización, a la modernización y a la justicia. La extrema izquierda se nutre de los errores torpes de la extrema derecha”.
“Yo desciendo de una vieja estirpe ideológica que floreció en nuestro país en el siglo diecinueve, constituida por grupos aislados de jóvenes idealistas e intelectuales llamados los naródniki” –nos comentaba tristemente Yuri Pavlovich, cuando le preguntamos sobre su origen–. “En Rusia proliferaron esas organizaciones utópicas que afloraron como una reacción contra la injusticia, la miseria y el abuso, la represión y la corrupción”.
“Eran pequeñas células, formadas espontáneamente en la clandestinidad, por estudiantes y miembros de la intelligentsia, en las que se luchaba por rescatar a nuestra tierra del atraso en la que la mantenía petrificada un sistema anacrónico, coronado en la cúspide por una monarquía imperial inepta, estéril y oscurantista que, lentamente, se había divorciado del pueblo y se desplomó por la fuerza de la gravedad. Por eso, a principios de 1917, nadie derramó ni una sola lágrima cuando la corona zarista rodó en el suelo”.
“La elite de esa época se debatía acaloradamente entre dos opciones. Una consistía en continuar el movimiento de occidentalización y el progreso iniciado por Pedro el Grande. La otra, defendía los postulados de los eslavófilos, quienes le atribuían a nuestro pueblo la posesión de valores más elevados que los de Occidente y le asignaban una investidura mesiánica. La indecisión entre esos dos extremos provocó una política vacilante y pendular de avances, retrocesos e indecisiones, a lo largo del siglo XIX y hasta 1917” –continuó Fomichev, cuando la apasionada Natasha se unió a nuestra charla–.
“En ese caldo de cultivo se fermentaron muchas sectas patrióticas que se impacientaban por sacudir el letargo milenario de esa nación y hacer trepidar el mundo. Muchos de sus militantes se reclutaban en la misma elite de la aristocracia, porque su contacto con el progreso en Europa provocaba sentimientos de frustración, impotencia y culpabilidad. Paradójicamente, nuestra nación continuaba siendo, simultáneamente, mitad imperio y mitad colonia”.
“En Moscú y, sobre todo, en San Petersburgo, se reunían estos círculos clandestinos de jóvenes idealistas, quienes se bautizaban con títulos simbólicos, tales como la Unión del Bien Público, la Orden de los Caballeros Rusos o la Orden de la Salvación. Sedientos de utopía, compartían la sed de justicia, la obsesión por conquistar la soberanía plena y la impaciencia por modernizar aquel enorme imperio. Por eso, un grupo de oficiales se insubordinaron, en diciembre de 1825, pero fueron derrotados y ejecutados en el patíbulo”.
“Pero ese primer intento de golpe de palacio de los decabristas, descrito como una ‘revolución no revolucionaria’, por el limitado alcance de sus reformas democráticas, sirvió de escarmiento a la siguiente generación de la joven intelligentsia, que zozobró en la intimidación, la impotencia y la frustración castradora. Pero el fermento de rebeldía sobrevivió como un germen latente en las universidades, en la elite estatal y, paradójicamente, en la juventud de la misma nobleza” –se detuvo para hacer una pausa, el profesor ruso, mientras luchaba con su vieja pipa–.
“La semilla de la reforma volvió a germinar en los años sesenta, con una nueva generación de idealistas, la que organizó grupos tales como Joven Rusia, Tierra y Libertad, Libertad del Pueblo y hasta una en Moscú que se autobautizó El Infierno. Impacientes por rescatar a Rusia del inmovilismo y evitar que se convirtiera en el botín fácil de las grandes potencias, decidieron luchar contra la inercia de la clase gobernante y del mismo campesinado, la principal víctima del sistema”.
“Algunos perseveraban en la violencia, pero un atentado contra el zar falló y persuadió a la mayoría a rechazar el terrorismo. Entonces, unos universitarios emprendieron una cruzada de redención, llamada La Marcha hacia el Pueblo, incitados por la vehemente consigna de Alejandro Herzen: “¡Acudid al pueblo, allí está vuestro sitio, exiliados de la ciencia, soldados del pueblo ruso!”. Fue así como se lanzaron a los campos, después de la horrible hambruna de 1873, convencidos de que el campesinado se preservaba como la única depositaria de las auténticas virtudes redentoras del alma rusa” – añadió Fomichev, mientras ingresaba Aliosha, su joven compatriota.
“Entonces, millares de jóvenes idealistas abandonaron sus hogares aristocráticos, en aquel fermento revolucionario del ‘año loco’ de 1874, para dispersarse por los campos y las aldeas en las tundras y en las estepas. Allí se sometieron a duros sacrificios y ejercieron con estoicismo toda clase de humildes oficios –de peones, pastores y hasta de cabareteras–, con el firme propósito de penetrar profundamente la enorme masa campesina e inculcarle su mensaje de solidaridad y emancipación”
“Sin embargo, todo su sacrificio fue tan inútil como grande fue el mesianismo suicida de quienes se inmolaron en la cruz de la utopía. Pero lo más absurdo y conmovedor es que sus principales delatores fueron… los mismos campesinos. Incapaces de comprender el gesto heroico de aquellos jóvenes altruistas, los consideraban como unos intrusos quienes se atrevían a manosear las dolorosas llagas de su miserable condición. Además, la delación les servía para congraciarse con sus amos, con las autoridades y con la Iglesia Ortodoxa, cómplice servil del régimen zarista”.
“La mayoría de estos naródniki fue confinada en prisiones infrahumanas, en donde se pudrieron esperando un proceso justo y sometidos a una represión infame. Un enorme contingente, entre los cuales abundaban las jóvenes estudiantes, pereció en el confinamiento, el olvido y el suicidio. Otro, a su vez, sucumbió en la demencia por su incapacidad de soportar las crueles torturas. El resto sufrió prolongadas condenas que no tenían ninguna proporción con el delito insignificante que se les atribuía. Entre ellos se encontraban mi padre y mi madre, quienes sufrieron atroces tormentos y humillantes vejaciones que sirvieron, al menos, para consolidar el amor entre ellos”.
“Ese dramático episodio solo tiene comparación con el trágico evento ocurrido en 1212” –interrumpió Irina, quien había escuchado el relato de los naródniki con los ojos humedecidos–, “cuando por toda Europa se divulgó el rumor de que Nicolás, un joven iluminado, había proclamado, en Alemania, que, mediante una divina revelación, Dios le había confiado a él y a todos los niños de Europa, la sagrada misión de conducir una cruzada hasta la Tierra Santa constituida únicamente por párvulos”.
“A pesar de la oposición de sus progenitores y de la Iglesia, unos treinta y cinco mil niños y niñas se escaparon de sus hogares para seguir a aquel extravagante y quimérico visionario. Este condujo aquella legión de rapaces por el Rin, los Alpes y Suiza hasta Italia, en un tenebroso trayecto en el que eran asaltados por perversos y depravados malhechores quienes los ultrajaban, los violaban, les robaban o abusaban de ellos y en el que muchos perecieron de hambre, de frío o devorados por las fieras”.
“Poco tiempo después, un pastorcillo francés, llamado Esteban, proclamó, a su vez, que Jesús le había ordenado conducir otra cruzada de niños a Palestina, la que fue totalmente prohibida por el rey de Francia” –continuó Irina–. “Sin embargo, unos veinte mil párvulos lo siguieron ciegamente hasta Marsella, en donde unos avarientos navieros se ofrecieron para transportarlos gratuitamente, con el fin de cumplir con cándido fervor aquella misión divina. Dos de aquellos navíos naufragaron en las costas de Sardeña, en donde todos sus ocupantes perecieron”.
“Pero quienes sobrevivieron en las otras naves, fueron vilmente vendidos en sórdidas subastas como esclavos y concubinas, en el norte de África, por unas cuantas piezas de oro” –continuaba Irina, mientras Fomichev repartía un poco de té–. “A los que murieron les fue muy mal, a los que sobrevivieron les fue peor. Aquel siniestro calvario sacudió la conciencia de toda la Europa medieval, pero al menos Federico II impartió un grano de justicia, ejecutando en la horca a los inescrupulosos navieros”.
“En Rusia sucedió algo semejante, en esa cándida e ingenua cruzada ideológica” –continuó Yuri Pavlovich, quien tuvo tiempo de encender su vieja pipa, mientras nosotros lo escuchábamos con entusiasmo y bebíamos el té de su viejo samovar–. “Posteriormente, surgió una organización clandestina y disciplinada, llamada Semlya y Volya, la cual elaboró un programa más radical que exigía la restitución de la propiedad a los campesinos y recurrieron a la propaganda y la agitación.
“Pero una rama más extremista, la Naródnaya Volya, decidió que era necesario recurrir a la violencia y optó por el terrorismo. Las brigadas ‘desorganización’ emprendieron una campaña de sabotaje y de exterminio de los responsables de aquella represión inhumana. Pero en los círculos aristocráticos siempre se aseveró, entre los rumores con sordina, que una de las principales cabecillas era Sofía Peróvskaya, la hija del gobernador general de San Petersburgo”.
“Ellos se atribuyeron el asesinato del príncipe Kropotkin, un atentado contra el general Drenten, otro contra el jefe de la policía de Arkangelsk y dos intentos frustrados contra el zar, uno en un tren y otro en el Palacio de Invierno, en el cual se habían infiltrado sus miembros revolucionarios. Finalmente, el emperador Alejandro II fue asesinado, en 1881, por dos bombas terroristas que, según ellos, iban a provocar el derrocamiento del sistema zarista y el inicio de una nueva era de progreso y libertad”.
“El movimiento revolucionario fue infiltrado, a su vez, por la Ojrana y extirpado con feroz brutalidad. Irónicamente, el resultado de esa ola de terrorismo fue contraproducente ya que, como la Hidra de Lerna cuyas cabezas cercenadas renacían con más fuerza, el nuevo zar –Alejandro III– inició un régimen más represivo aún, mientras el campesinado permaneció indiferente hacia aquel grupo de idealistas quienes, en aquella gesta heroica para emanciparlos, fueron colgados en el patíbulo”.
“Uno de ellos, Alexandre Illitch Uliánov, asumió con heroísmo toda la responsabilidad de aquel magnicidio, para salvar la vida de sus compañeros y declaró: ‘¡No existe muerte más bella que la del sacrificio por la patria. Semejante fin no le inspira el menor temor al hombre honesto y sincero. No tuve más que una meta, la de apoyar al pobre pueblo ruso!’. Nadie se podía imaginar, que el destino de Rusia cambiaría cuando su hermano Vladimir Illitch juró vengar la ejecución de su hermano, por lo que, en ese patíbulo, se selló el destino trágico de nuestra patria”.
“La trágica experiencia de aquellos idealistas solo sirvió para demostrar que el terrorismo, aún inspirado en la utopía más noble y sublime, suele ser contraproducente, ya que engendra más violencia. Debido a esa lección, la elite revolucionaria optó por el camino que le señaló el hermano de Alexandre Illitch, sin percatarse de que la revolución, a su vez, sería confiscada por su fiel discípulo como agitador profesional, quien sustituyo la dictadura del proletariado por la dictadura del secretariado”.
“Mis padres lograron sobrevivir la represión zarista, pero perecieron durante la sangrienta guerra civil que devoró las entrañas del pueblo de 1918 a 1921” –nos confesaba el buen profesor ruso, aquella noche de primavera, con los ojos humedecidos–. “Finalmente, yo logré huir a Alemania, pero me sorprendió el advenimiento al poder del psicópata quien sedujo a la nación alemana, adulándola con el mito de que era un pueblo superior y predestinado a ser el amo del planeta. Entonces hui a Francia y aquí me sorprendió la ocupación nazi. Ahora, viejo, solitario y maltratado, me corresponde temer el horrible holocausto de la guerra nuclear”.
Para alegrarlo un poco, le relaté otra anécdota de su tierra natal: “Un humilde proletario llegó a visitar a su pariente, un alto jerarca del Kremlin. El chofer, con guantes, gorra y uniforme, los condujo, en una limosina a la lujosa residencia del jerarca, en el barrio más elegante de Moscú. Luego los llevó a un exquisito restaurante reservado exclusivamente a los más altos dignatarios del partido”.
“Después se dirigieron a una tienda diplomática en donde abundan los productos más onerosos y refinados, cuyo acceso es solo permitido a los apparatchiki más privilegiados. Después ingresaron en una clínica reservada únicamente a la cúpula del Estado y terminaron en su datcha[4], en una zona bien custodiada. Como el alto dignatario notaba muy triste y pensativo a su pariente pobre, le preguntó qué sucedía. Este le contestó: “¡Me preocupa pensar qué va a ser de ti y de todos tus camaradas el día en que los rojos conquisten el poder!”.
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