Silvia Castro Méndez: Cuando canta el recuerdo. En torno al poemario Espirales del silencio, de Olga Goldenberg

Vuelco la última página del manuscrito y me siento profundamente conmovida, como sucede cuando hemos tocado una verdad que nos ilumina y nos traspasa.  Entonces no queda más que hacer un largo silencio y agradecer el viaje y la palabra: esa bella y certera palabra que, con inmensa generosidad, nos ha sido entregada. 

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Olga Goldenberg
Olga Goldenberg

Silvia Castro Méndez.

Hay poetas que maduran, escriben, corrigen y esperan.  No solo con cada libro, sino con el conjunto de su obra.  Olga Goldenberg es una de esas creadoras pacientes, cuya sabiduría le ha permitido madurar su poesía hasta encontrar el momento propicio para traerla a nosotros bajo la forma de libros.

Nacida en 1941, no es sino hasta el 2013 que se publica su primera obra, Itinerarios al margen, con un premio de la Editorial de la Universidad de Costa Rica y, tres años después, con el sello de la Editorial Germinal, aparece su segundo título: Sombra que soy.

Y si ella no se apresuró, en esas dos primeras ocasiones, para brindarnos una obra de alta calidad, Olga Goldenberg tampoco lo hace con su recién nacido libro: Espirales del silencio (2022), de la Editorial Encino, que arremolina nuevamente su caudal en nuestras manos, casi una década después de su primer poemario.

Tiene este volumen tres capítulos que giran en torno a temáticas que rondan su vida:  la escritura poética, el compromiso con los asuntos de importancia colectiva y la memoria personal.

Así, la primera parte del libro, que se titula Nada la nada, es una reflexión intensa sobre la escritura, sobre una palabra poética que, si bien es huidiza, también es capaz de horadar la resistencia de toda materia y de todo paisaje.

Olga Goldenberg llama a la palabra, la insta a comparecer, a hacerse visible y abandonar la dimensión esquiva que a veces se parece al juego del escondite y, en otras ocasiones, se asemeja a la muerte:  Yo sé que respirás, -le dice- hablá conmigo.  Porque, al final, la palabra está ahí y pende del hilo invisible del sentido, que a veces se hace nudo, complejidad, pero nunca arrepentimiento por lo vivido.

La palabra impone una dialéctica con la poeta, que lucha por encontrar la voz que sabe decir, pero que a menudo se le niega.  Y es así como se halla en esa pugna permanente por buscar la más justa expresión, por encontrar la pauta secreta del decir, como un pan que requiere de un tiempo fermentado hasta dar con la calidad exacta de la miga, que casi nunca llega.

La poesía es, pues, un territorio de contienda, donde la poeta hila, teje, cuece una palabra que muy a menudo huye y se retuerce. Paradójicamente con respecto a la gran obra que aquí se nos ofrece, desde la perspectiva de Olga Goldenberg, es prácticamente imposible alzar la palabra en pie.

De este modo, toda la primera parte se convierte en una especie de convocatoria o invocación, casi desesperanzada, no por conquistar, sino por seducir a las palabras.  Y, sin embargo, las palabras regatean, se burlan, se disfrazan, aprietan su collar en la garganta de la poeta. O, a veces, se escudan tras el vértigo del blanco en el papel, tras esa resistencia de la nada frente al deseo de escribir.

Otro tema fundamental del primer capítulo, que lo será también del poemario completo, es la presencia del tiempo, que hace que la palabra sea mudable de manera constante, pues se adhiere y enlaza con distintos significados.  La palabra tiene necesidad del tiempo para levantar su vuelo y el tiempo necesita la palabra, el logos, el andén expresivo de la vida, para mostrar los rieles de su propio tránsito.  Y ese mismo transcurrir a veces se ve traicionado por la fija realidad de las palabras que, con vanidad de diosas, buscan encapsularlo, trastocarlo o subvertirlo.  En todo caso, la tensión está servida entre el deseo por acuñar la palabra, su contumaz resistencia y el alud inasible de la temporalidad que todo lo inunda y lo atraviesa.

El segundo capítulo tiene que ver con otro de los temas que son fundamentales para Olga Goldenberg: el deseo impostergable de justicia ante un mundo beligerante, insolidario y androcéntrico.  Especial relevancia ocupa en este capítulo el lugar de la mujer, un reclamo insumiso contra los mandatos que pretenden regirla, enajenarla de su propio cuerpo y de su más auténtica libertad.

Bajo el título de Humana huella, el segundo capítulo es un grito contra la violencia y la imposición del miedo, pero además un canto al coraje de resistir ante todas las formas de la opresión.  También entre sus versos surge la admiración por los obsequios de la naturaleza y todo lo que persiste de ella pese a toda la afrenta humana: la contaminación, la tala, la innecesaria destrucción.

E igualmente aquí está presente el tiempo, siempre el tiempo, donde el olvido nunca se instala, viéndose avasallado por el recuerdo: ese presente del pasado que nos conduce a nuestra propia, personal y humana huella.

Pero la poeta reflexiona también sobre un pasado que está más allá: desde el pulso del germen primigenio, el del origen, siguiendo el curso del viaje de la horda al individuo.  Es este un periplo que nos trae hasta aquí con el esfuerzo descomunal de incontables generaciones, merecedor de un fin más elevado que el de coronar el mundo con el sinsentido de la destrucción, de la guerra y de unas implacables leyes, fundadas en el desatino de la avaricia y la arrogancia del poder.

Tanta es la devastación planetaria que también en la poesía de Olga Goldenberg se escucha también a veces el llanto del desánimo, el desasosiego y la frustración, aunque luego vuelva a acariciar a Gaia con el ardor de su resistencia.

Finalmente, el libro se cierra con una tercera parte que lleva el nombre de Hago memoria, donde la poeta vuelve sobre sus orígenes propios, sobre sus antepasados y sus fantasmas, con tramas que la conducen a sus motivos, conocidos o velados.  Aquí el tiempo vuelve a mover los hilos que tensan el horizonte de la memoria, del sueño y de las lágrimas.   Es un pasado que vuelve con mensajes alucinados:  la salamandra gigantesca abre los ojos.

Allí aparecen muchísimos homenajes oscurecidos para los lectores, pero que nos hacen asomarnos a los abismos de unas vidas complejas.  Todos los personajes son ella, y hablan desde un yo que clama por el recuerdo y por sus lágrimas. Es como si todas esas vidas revivieran al interior de un sueño, donde la poeta se apropia de muchas vivencias que la precedieron. Olga Goldenberg sacude el atrapasueños, y urge alguna pócima que le ayude a vencer los demonios del olvido para insertar el trajinar de los demás en la primera persona.  Ante el cansancio, el tiempo que contiene su vida le abre las compuertas.

Tras un conjuro inicial aparecen allí, con respeto y maestría poética, una curandera, un antiguo amor con un secreto cuyas cenizas lava el mar, alguien con una maleta que quizás es un homenaje a su padre, una anciana de rasgos amulatados que sufre azuzada por la culpa, alguien que olvida los motivos de una vida errante hasta encontrar su sitio… Así trajinan los personajes, todo dentro de ella, no la protagonista, pero sí la que sueña, íntegra y poseída, habitada por todos.

El último poema es una hermosa síntesis en que la poeta vuelve al principio, quizás porque -después de transitar las espirales del silencio donde no hay vibraciones sin respuesta y conseguir que le cante el recuerdo– ha encontrado la clave que le permita capturar la palabra y su misterio, algo que, en su propio decir, ya no suene a aquella búsqueda imposible que antes he comentado.

Vuelco la última página del manuscrito y me siento profundamente conmovida, como sucede cuando hemos tocado una verdad que nos ilumina y nos traspasa.  Entonces no queda más que hacer un largo silencio y agradecer el viaje y la palabra: esa bella y certera palabra que, con inmensa generosidad, nos ha sido entregada.

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