Leonardo Garnier Rímolo, Economista.
Sin perspectiva
Es terrible eso de perder la perspectiva, sobre todo pensar que cualquiera se la puede encontrar y andar por ahí con tu perspectiva, como si fuera suya.
Uno se pasa los días angustiado, desencajado, sin mayor sentido de dirección, sin otro oficio que buscar bajo los sillones y en las rendijas, y revisando todos los domingos los avisos económicos, por si alguien la encontró y no la encontró lo suficientemente interesante como para quedársela, y optó por poner el anuncio “se encontró perspectiva, no muy amplia, pero entera, informes al teléfono…” Y ese temor que crece con los domingos que pasan, de no recuperarla nunca, de tener que empezar de nuevo, desde el principio, o peor aún, desde otra perspectiva. Y las preguntas incómodas y burlonas de los amigos ¿qué, siempre perdida tu perspectiva? ¿La perdiste, o te abandonó tu perspectiva? Y la soledad terrible, cuando nosotros mismos nos preguntamos si alguna vez, realmente, tuvimos una perspectiva propia. Pero la mayor angustia es la angustia que sentimos no cuando estamos solos, sino en medio del parque o el estadio, o al comprar los víveres en el mercado, o en las sesiones de trabajo en la oficina, cuando alguien se nos acerca de improviso y nos mira a los ojos un instante con una mirada entre cómplice y perdida. Es entonces que un escalofrío profundo nos recorre el cuerpo, con la sospecha de haber percibido en esos ojos, perdida, nuestra vieja perspectiva, que hoy ajena nos reclama el abandono, y nos amenaza desde la perspectiva de nuestros propios temores.
Sin pena ni gloria
Cuando se descubrió la copia, ya no había nada que él pudiera hacer. Ya no había nada que le pudieran hacer. Pensó que nunca se darían cuenta. ¿Quién iba a comparar la suya con una tesis de maestría escrita en Uruguay? Y menos en la escuela de Economía, si allí no leen ni el periódico. Pensó. ¡Qué suerte haber hecho aquel viaje! Y así se graduó sin pena ni gloria como licenciado en economía. Sin gloria porque, la verdad, eran tantos los que caminaban por el pasillo a recoger el cartón que decía licenciado, que ninguna gloria podía caber en tan masivo acontecimiento. Y sin pena porque, claro.
Luego la vida siguió normal, sin pena ni gloria. Trabajó un tiempo en el banco porque ese era uno de los caminos que estaban allí para los que, como él, se graduaban de licenciados en economía. Estando en el banco hizo amigos, como suele hacerse amigos en el trabajo, y los dejó atrás como suele dejarse atrás a los amigos que se hacen en el trabajo. Menos a Memo, pero la cosa con Memo era distinta porque fue Memo quien lo recomendó para el puesto aquel en Miami, en la sucursal. Y claro, eso selló una amistad un tanto más larga hasta que Memo, pero ya eso sería otra historia porque tiene que ver con la prima de.
Conque a Miami – diría con sorna su suegro – la capital de América Latina. Y es que al viejo nunca le gustó mucho eso de Miami, a saber aires de qué se daba el profesorcito que nunca pasó del aula pero le recriminaba ahora que se llevara a su hija para Miami. ¿Y qué tenía de malo Miami? Había de todo en Miami, y además le sirvió para conocer al Cónsul. Buena gente, don Harry. Tenía tiempo de ser cónsul en Miami, se las sabía todas y unas cuantas más. Y le cogió cariño al economista de sucursal de banco que llegó un día al consulado a sacar una certificación con esa cara de funcionario anodino y sin embargo. Se vieron luego con cierta frecuencia y entre ellos surgió una familiaridad que llegaba casi a amistad. Varias veces don Harry los invitó a su casa. ¡Qué casa la de don Harry, qué casa!
El trabajo de la sucursal pasaba sin pena ni gloria. Sin pena porque la verdad el trabajo en Miami no era mayor cosa: ni mucho ni complicado. ¿Para qué tendrían abierta esa sucursal? Y sin gloria porque. ¿Qué hacer? Tenía razón don Harry, no era un trabajo como para él, licenciado en economía y todo, pero. Y de vez en cuando las cartas ¿y cómo sigue mi yerno el contador? de su suegro. ¡Viejo cabrón, contador de cuentos será su!
Pero el tiempo es capaz de cambiar hasta lo que no cambia. Sobre todo lo que no cambia. Y su sin pena ni gloria se fue convirtiendo con el tiempo en mera pena sin gloria. Lo que al principio fue ilusión, luego rutina, terminó convirtiéndose en tedio. Y ¡qué carajo, cómo era de caro eso de vivir en Miami! Más cuando había que atender a los parientes que pasaban por ahí de chopin ¡cómo compraban los pendejos! Y todavía había que darles casa, había que darles comida, había que darles hasta el carro de vez en cuando, no fueran a pensar que. Y, como si fuera poco, había que pagar además los viajes de su mujer a ver al viejo. Y aguantarse después la lloradera.
Tenía razón don Harry, él estaba para más pero ¿cómo cambiar las cosas si el día entero se le iba así, refundido en esa pinche sucursal, medio revisando papeles, medio leyendo el periódico, medio sacando las cuentas, medio tirándose a la asistente de crédito externo, una cubanita pizpireta que no sabría mayor cosa de crédito pero que era lo único que alegraba su tediosa vida de oficina?
La primera vez fue muy simple. Triangular un par de cheques mañosos que venían de ninguna parte y a ninguna parte iban a parar, pero que de camino necesitaban pasar por un banco que les diera señorío, prestancia, validez. Y además ¿cómo decirle que no a don Harry? ¡Buen viejo, don Harry! El único que había sabido ver más allá, el único que. Y así, triangular cheques se convirtió en una tarea más, junto a la revisión de papeles, las ojeadas del periódico, la sacada de cuentas y las manoseadas a Olguita. Finalmente hasta su suegro había tenido que bajar el tono y dejar de lamentarse de su chiquita exilada en Little Havana, porque su chiquita la pasaba bien ahora, buena casa, buen carro, y un marido mucho más condescendiente con sus largos viajes a San José a ver a la family.
El final fue muy rápido, como en esas películas que teniendo un mal fin no tienen la hondura ni el genio para aspirar a buen drama. El escándalo casi no lo tocó a él – poca cosa para la prensa mayamense – sino que se concentró en don Harry, diplomático al fin y al cabo, lo que daba buen material para alimentar la prensa escrita y hasta para un par de minutos en CNN.
Lo mismo ocurrió en Costa Rica: don Harry, el viejo cónsul, era primo amigo socio partidario y hasta alcahuete de suficientes nombres propios y sonoros como para que la historia llenara las primeras páginas de los diarios locales por varios días y fuera tema obligado en todos los canales y en todas las emisoras. Pero a él no llegó el escándalo. ¿A quién podía importarle que un oscuro licenciado en ciencias económicas, graduado sin pena ni gloria y sin pena ni gloria olvidado a la distancia, hubiera ido a parar en una cárcel de la Florida como una pieza más del paquete en el que el mismo don Harry no era sino pieza menor?
Como suele ocurrir con las tragedias de la gente pequeña, la suya no dio más que para escándalo familiar. Porque ahí sí no hubo forma de tapar nada: ni la estafa que giraba alrededor de todos esos cheques que habían pasado distraídos por sus manos, ni las faldas igualmente distraídas y ligeras de la Olga que, viéndose en medio del enredo, se echó en brazos del primer policía y remachó con detalles los andamios con que se irían montando, uno sobre otro, cada uno de los ciento veinte meses – diez años – de cárcel a que sería condenado, sin pena ni gloria, aquel economista de la sucursal que con tal de tirársela le había ofrecido hasta.
Su mujer se enteró de todo en Costa Rica, donde ajena a estafas y traiciones pasaba las vacaciones de verano. Y en Costa Rica se quedó, sabiéndose doblemente traicionada por un marido que pasó de economista desteñido a mal ladrón y peor marido. Su padre, el hombre orgulloso de siempre, ahora reivindicado en la tragedia, le prohibió siquiera pensar en volver a Miami “a recoger mis cosas”. ¡Qué mis cosas ni qué nada, lo que fue mal habido no será aquí bienvenido!
Fue en esas circunstancias que se supo, cuando ya no podía importarle a nadie, que la tesis aquella con la que dieciséis años atrás se había graduado sin pena ni gloria de licenciado en ciencias económicas, no había sido más que un plagio. En alguna gaveta del banco, algún policía recoge – entre muchas otras cosas, sin duda – un paquete bien sellado dentro del que aparece otro paquete mucho más viejo pero igualmente sellado. Dos paquetes. Dos textos. Dos nombres diferentes. Sólo los nombres y algún detalle más sin importancia son diferentes. Ella los recibe junto con las demás cosas. Con desgano indiscreto ojea los dos manuscritos. Una pena grande cubre sus ojos y llora con más rabia todavía: ¡ni para eso serviste, cabrón!
Sin alma
De él decían que se le paseaba el alma por el cuerpo. Cómo se ve que no lo conocían. De conocerlo habrían sabido que no era más que un cuerpo sin alma.
Vacío.
De Leonardo Garnier también le podría interesar:
Comentarios