Teodoro Picado: Pablo Presbere

Este héroe de un pueblo sin literatura, sin escritura siquiera, sin civilización, acaso olvidado de Dios, se llamó el cacique don Pablo Presbere o Presberi, y fue quien acaudilló la insurrección general de Talamanca del año 1709, en la que fueron muertos fray Pablo de Rebudilla y fray Juan Antonio de Zamora, así como algunos soldados.

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Teodoro Picado Michalski, Expresidente de la República

En el fondo la cordillera monstruosa: hipopótamo de piel rugosa vencido por la pereza de los siglos. Así es el macizo de Talamanca en las tardes sombrías. En las mañanas diáfanas está vestido con el azul intenso e impenetrable que dan los bosques tropicales vistos desde la lejanía. Al través de la distancia se adivinan precipicios enormes, derrumbaderos blancos o amarillos de kilómetros de extensión. Ríos versátiles y enloquecidos recorren el fondo del valle, y lo rasgan a capricho, con la facilidad con que hinca su garra el jaguar en las carnes de una víctima rendida. Adormecido permanece, generalmente, el valle durante las primeras horas de la mañana, porque lo halaga y seduce una bruma intensa que al desaparecer discretamente lo entrega al castigo de un sol abrazador, pero fecundo. Repentinamente viene la compensación de un violento aguacero, y, están aún las hojas bañadas y cenagoso el suelo, cuando el sol de nuevo brilla y evapora el agua que momentáneamente lo venciera.

 

En otras ocasiones las aguas señorean el valle y oblíganlo a rendirles vasallaje durante noches y días enteros. Comienza a llover, y el hombre, paulatinamente siente que el mundo exterior lo va dejando solo. Poco a poco desparece la cordillera; los bosques se ausentan; el río se fuga, los árboles que nos rodean se borran, y conforme avanza el tiempo, y no cesa la lluvia, apodérase del ser humano un sentimiento de temor, y se despierta en él una sospecha, que llega, mortificante y tenaz, filtrada al través de las generaciones: la de que nos ha tocado en desgracia ser testigos y víctimas de uno de esos cambios geológicos espantosos que conmovieron al mundo en sus primeras edades. Testigos que jamás declarán sobre la tragedia en que se vieron envueltos; víctimas anónimas, que solas, sin consuelo y compañía, se enfrentarán al más allá; últimos ejemplares del género humano, que por ley universal, desaparecerán para dar lugar a otra edad y a otros seres cuya absurda naturaleza no conseguimos, siquiera, adivinar.

 

Si para disipar el funesto ensueño salimos de nuestro abrigo, bien pronto una impresión más dominante nos vuelve a las anteriores, misteriosas, conjeturas. Los ríos crecidos producen un ruido sordo y avasallador: es el himno de la destrucción, el canto de su poderío inmenso y salvaje. Se ha extendido desmesuradamente y el hombre se siente desorientado: los puntos de relación que inconscientemente habíamos anotado han despararecido bajo la aguas. Árboles de todas clases hacen, mal de su grado, un viaje con rumbo desconocido: unos vienen dando tumbos; otros navegan majestuosa y sosegadamente; éstos vienen con el follaje fresco y vivo, que horas antes ostentaban en la ribera de donde fueron arrancados: aquéllos exhiben una raigambre destrozada; los de más allá son árboles que una anterior creciente dejara abandonados en un playón y que ahora otra recoge, para hacerlos reaunudar su viaje: son ya esqueletos de árboles; sin hojas, con una que otra rama, sin savia, sin corteza; han venido destrozándose y mutilándose de roca en roca.

 

¡Comarca rebelde la fantástica Talamanca! Dios la creó para que fuera el edén de una raza heróica y primitiva y para la guarda de ella estiró los Andes, que la cubren, y engendró los ríos para que la guarnezcan y la venguen. A todos a puesto en fuga: ayer a los hijos de España, místicos o guerreros, hoy a los hijos del Tío Sam que quisieron encadenarla con ferrocarriles y poner en sus ríos el grillete de los puentes. Se quiere ella sola para sus indios, para los que desde milenios evocan a los genios de sus bosques y lo recorren con paso sutíl, buscando la huella de los animales silvestres o la planta sagrada que ahuyenta los espíritus perversos. En este valle que el blanco, vencido, devuelve al indio; con la visión de esa cordillera enorme, y con la de esos ríos que discurren, ora entre playones arenosos, ora entre opulentos cañaverales: vivió y sufrió un héroe que amó su suelo natal y que murío arcabuceado lejos de él, pagando el delito de haberlo amado tanto.

 

Este héroe de un pueblo sin literatura, sin escritura siquiera, sin civilización, acaso olvidado de Dios, se llamó el cacique don Pablo Presbere o Presberi, y fue quien acaudilló la insurrección general de Talamanca del año 1709, en la que fueron muertos fray Pablo de Rebudilla y fray Juan Antonio de Zamora, así como algunos soldados. La fiereza de los talamancas no toleró ni al conquistador fraile ni al conquistador soldado, y estallaba en movimientos tan inesperados y violentos como los de su naturaleza. Fueron dominados por otras causas, como las depredaciones de los zambos mosquitos, el vicio del alcoholismo y las enfermedades. Además, el Estado costarricense que ejerce, como todo Estado, el dominio inmanente, adjudicó los terrenos de Talamanca a quienes tuvieron a bien satisfacer su valor, realizando una operación perfectamente lícita. Los indígenas no conocían ni por asomo las leyes complicadas que rigen la propiedad privada; no se pusieron a derecho y sufrieron las consecuencias. ¡Probablemente, de haber tenido más discernimiento, habrían caído en el profundo absurdo de imaginarse que nadie tenía derecho de enajenar una tierra que les pertenecía desde antes de la llegada de Colón, y, por lo menos, trescientos años antes de la creación del Estado costarricense, que los desposeyó!

 

El proceso que se siguió contra Presebere y sus cómplices, quienes habían sido capturados por una de las expediciones punitivas enviadas desde la ciudad de Cartago, se tramitó también de acuerdo con la más estricta observancia de las leyes, y el infeliz cacique fue ejecutado, igualmente, en la forma más legal que en derecho cabe. La causa criminal (Véase la Colección de Documentos para la Historia de Costa Rica, recogidos por Don León Fernández, tomo IX, pégina 120 y sigientes), se inicia con una manifestación de don Lorenzo Antonio de Granda y Valbín, gobernador y capitán general por Su Majestad de la Provincia de Costa Rica quien expone que el principal “motor” del levantamiento fue Pablo Presberi y que además participaron en él los cabecillas Pedro Bocrí, Balthasar Siruro, Pedro Vetuqui y Antonio de Iruscara, a quienes se aprehendió y se incomunicó, para mayor seguridad, en uno de los cuartos de las moradas de dicho gobernador. También fueron aprehendidos y arrancados de sus selvas nativas otros indios: varones, mujeres y niños.

 

Atendiendo a que los procesados no eran conocedores del castellano, se nombró intérprete a Christobal de Chavarría, pardo libre, vecino de Cartago, que se había criado entre los talamancas y asistido a varios misioneros que habían ido a convertir a los indios. Este funcionario aceptó el cargo y juró por Dios y una señal de la cruz “lo usar bien y fielmente, a todo su leal saber y entender”, traduciendo lo que los procesados respondieren “sin fraude ni encubierta alguna, clara y distintamente, según y como está obligado a hacerlo”. Los procesados Bocri, Siruro, Vetuqui e Iruscara estuvieron contestes en que Presberi era el principal responsable del levantamiento. Ellos, claro está, se lavaron de toda culpa. En cambio, cuando se le preguntó a Presbere si sus anteriores declarantes habían participado en el movimiento, contestó: “que no sabe que ninguno de los contenidos cometiese tal delito”. Se le interrogó si algunos de los otros indios presos eran cómplices en el alzamiento y respondió: “que no sabe ni oyó decir que ninguno de los dichos indios hiciese tal cosa”.

 

El gobernador lo condenó a muerte, disponiendo: “que sea sacado del cuarto de donde lo tengo preso y puesto sobre una bestia de enjalma y llevado por las calles públicas de esta ciudad con voz de pregonero que diga y declare su delito, y estramuros de ella, arrimado a un palo, vendados los ojos, ad módum belli sea arcabuceado, atento a no haber en ella verdugo que sepa dar garrote; y luego que sea muerto le sea cortada la cabeza y puesta en el alto que todos lo vean en el dicho palo…” Por su aspecto debía de tener Presbere, al morir, unos cuarenta años. Así resulta de la causa. Lo anterior es todo lo que sabemos de un hombre de corazón heróico y leal que murió por su patria. El pueblo por quien sufrió la última pena está próximo a desaparecer. Tardía y tímidamente ha bajado de la cordillera, donde habíase refugiado, a los valles, que el blanco, incapaz de dominar la naturaleza, abandonó, llevándose habitaciones y líneas férreas. La Historia es cruel. La llamada justicia inmanente no existe para los pueblos. Los hay que tienen una personalidad espiritual, que ellos deben enriquecer constantemente, y que los salva. Los hay que tienen un alma raquítica que no desenvuelven y no engrandecen: esos se pierden en la eternidad. La justicia de su causa, da lugar, a lo sumo, a una elegía. Los héroes de esos pueblos están destinados al olvido. Si se les admira, es en la lengua de sus verdugos, y para mayor crueldad, a veces los recuerda una pluma tan mal tajada como la del que esto escribe.

 

Este documento fue publicado en un periódico allá por los años 40’s y desde entonces se ha mantenido guardado en espera de volver a ver la luz, agradecemos al Sr. Fernan Soto Picado, nieto de don Teodoro Picado, quien nos confió tal legado para compartirlo con todos ustedes. Muchas gracias don Fernan.

 

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