Víctor Valembois. valembois@ice.co.cr
Francisco de Quevedo, ese que en el retrato sale, no con nacho sino con una narizota del “porte de un buque” (así proclaman los chilenos), se permitió una sátira como otras cargaditas de él, contra una “nariz superlativa”, un “naricísimo infinito”. (Favor no confundir con el pobre Narciso…)
Con la exuberante pluma de Edmond Rostand, Cyrano de Bergerac (otro con una protuberancia envidiable), improvisó y declamó la memorable “tirada de la nariz”. Constituye una maravilla de poema, donde por una nariz (nunca mejor dicho…), después de abundante chispa francófona, el personaje justo logra su cometido con la estocada en el último verso….
Pero a mí aquí me tendréis que soportar en prosa. Cada mañana pasa lo mismo: este viejillo que me mira desde el espejo no me gusta. Pelado* y medio*, con orejas por las que ni Caperucita tendría interés; luego está esa trompa, por Dios, ¡esperpento!
Por lo menos Cleopatra y Cirano cada uno, por razones totalmente diferentes, podían recurrir a esta prominencia en sus respectivos perfiles propagandísticos. Ella utilizaba esa parte anatómica como anzuelo para los hombres. Y zumbaban alrededor como moscas*, ¡calibre grande! César y Antonio tuvieron por ella, digo, por su nariz, un pleito a muerte.
Poniendo a Pascal patas arriba, un chileno afirmaría que “si la nariz de Cleopatra hubiera sido un piñisco* más chica o más chata*, también el mundo habría resultado diferente…”. Claro, por favor no confundir con la naricita de Pinocho, diminuta solo cuando propaga mentirillas: recomendación de Pepito Grillo.
Para que vean que el asunto, aparentemente insignificante, en realidad esconde trascendental importancia, también Alejandro Dumas, padre, escribió un “oda a la nariz”:
“Hay que ver con qué fidelidad dicho miembro… (…) perdón, señores, rectifico, tal complemento, y continúo, ¿qué puede compararse con la fidelidad de dicho apéndice*?”
Inspirado prosigue: “Porque los ojos duermen, las bocas enmudecen y los oídos ensordecen. Pero la nariz siempre está ahí, al acecho. Innumerables son las narices rotas desde el principio de los tiempos, pero reto a quien sea a que me hable de una sola de ellas que haya sido culpable de tal desafuero. Y, sin embargo, la culpa de todo siempre la tiene la pobre nariz, que soporta todos los sinsabores con paciencia evangélica. …”
Disculpen: con tanta palabrilla, el pancito se me quiso dorar.
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