William Hayden Quintero, Economista.
El sábado pasado iba con mi canasto cargado de años a recoger del suelo cases que la voracidad de los pericos y las ardillas al no poder comérselos todos los arrojan del árbol. Me iba agachando despacito, poquito a poquito, puse un pie en una piedra, y zas, esta cedió, de pronto comienzo a caer al suelo lentamente como en cámara lenta, miro a ambos lados, derecha e izquierda, buscando algo para agarrarme, pero no hay nada, y sigo cayendo, de pronto en el viaje aterrizo con mis posaderas en una maceta con una mata de jade. La maceta no me aguanta, cruje y cede y caigo de culo con las patas para arriba como pedaleando frenéticamente y, fugazmente en la eterna caída me veo de dos años de edad haciendo un berrinche y pataleando.
Estoy en el suelo y me duele la cadera. ¡Hay Dios mío!, me digo, pronto seré calavera, porque a mi edad, una quebradura de la cadera, producto de la viejera, es pasaporte al cementerio. Me quedo quieto, no hay nadie a mi alrededor, mejor, mucho mejor, que vergüenza, solo están algunos pericos en la cresta del árbol carcajeándose a su manera al ver mi ridículo. Estoy en la soledad del caído. De pronto siento el culo mojado y untado con una charcha pegajosa. No, no puede ser, solo esto me faltaba, me cagué de la congoja. Con temor me toco el trasero, recojo con la mano parte del embarradizo que se me escurre entre los dedos, lo huelo con asco y resulta ser una masa verde, como atol, de los cases triturados en la caída. ¡Que dicha! Ahora mis posaderas son como las de un marciano, verdes por los cases y las hojas de jade, que también estas trituradas.
Me reconforto, me toco, estoy bien de las caderas y no hay cagadera. Comienzo a levantarme despacio, que martirio, estoy de espaldas, patas arriba, como lo hago, no hay nada en que pueda agarrarme, aturdido pongo la mano derecha en una maceta con cactus y me espino, hay, hay., que dolor. Me doy la vuelta buscando la posición boca abajo, como haciendo lagartijas, me hago un ovillo como un feto pegajoso y empiezo a levantarme. Voy gateando, impulsándome y por fin, después de una eternidad, me levanto.
Ya de pie, avergonzado y humillado veo a mi alrededor. Que alivio. No hay nadie. Sigo solo y de pronto estallo en una histérica y frenética carcajada. Que vergüenza ni que nada. Me rio de mí mismo, sigo riéndome como tonto de mi fragilidad en la ancianidad. Salgo del patio lleno de tierra panza, rodillas y brazos y atrás la humedad que quedó de los cases, entro a hurtadillas a la casa, escondiéndome, buscando el baño y me topo de sopetón con el espejo, que me devuelve una imagen benevolente y sonriente, diciéndome paciencia piojo, nada ha pasado y los estás disfrutando. Son gajes de la vida y los cases no importan nada. Vive y sigue viviendo me dice la imagen a lo Dorian Gray que como hedonista me veo joven y guapo.
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